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Violators will be prosecuted. Enjoy!

martes, 15 de octubre de 2019

Siete años


Uno. No entra en la cabeza de un niño de siete años encontrarse algo así al volver de la playa. A esa edad parece imposible que a un día feliz no lo siga otro. Ese verano, los días con Polo fueron días felices. Ahora no son más que fotografías desordenadas cogiendo polvo en el fondo de mi memoria. 
Dos. En el parque, cuando se tumbaba panza arriba, la cabeza al borde del banco, mirándonos del revés, las orejas colgando, asomando los dientes, parecía un gremlin. Era pura energía. Se daba la vuelta y bajaba de un salto y echaba a correr entre las piernas de la gente, tropezando como tropiezan todos los cachorros. Lo llamábamos y allí que venía corriendo Polo, un borrón negro bajo el sol de agosto, sus orejas de gremlin al viento. Tan feliz. Tan felices.
Tres. Al salir del colegio, mi hermana y yo pasábamos por delante de la finca donde habían metido a Lar. Tenía espacio de sobra para correr, no como en casa, donde había que tenerlo siempre encerrado. Allí eran solo él y los limoneros. Le sobraba tanta energía que tenía todo el suelo lleno de agujeros. Siempre pasábamos de largo, ignorándolo, hasta que un día nos acercamos a la verja y allá que vino él, delgado, con ojos tristes, comido por la sarna. Se puso de pie y sacó las patas entre los barrotes, gimoteando, acercando la cabeza para que lo acariciáramos. No sé si hacía eso con cada persona que se detenía ante él o si nos había reconocido. Sentimos lástima por Lar. 
Cuatro. Durante unos días no hubo perros en casa.
Cinco. Blanca llegó como perrita de emergencia. Como un parche. Como ayuda humanitaria en tiempos de crisis. Papá, que se había opuesto a la llegada de Polo hasta que lo vio, no puso ninguna pega esta vez.
Seis. La cancilla de arriba tenía que estar siempre cerrada por si Lar no estaba atado.
Siete. Mi hermano fue el primero en encontrárselo. Salió del coche corriendo, deseando jugar con Polo tras toda la tarde sin verlo. Mi hermana y yo íbamos unos pasos por detrás, llamando también por él, como si a nosotros sí fuera a hacernos caso, con esa felicidad inquebrantable de los niños de siete años.
A Polo lo enterramos en el jardín. A Lar lo regalamos a un conocido que tenía una finca de limoneros que necesitaba protección. La llenó toda de agujeros.

viernes, 5 de octubre de 2018

El día que muera


El día que muera quiero nubes de tormenta
de un gris cegador y violento 
quiero lluvia que anegue los campos
y ahogue cosechas
quiero que el viento arranque las hojas de golpe
que retuerza las ramas y las rompa
y ahuyente a las aves del cielo
para que el mundo sepa
cómo te sientes
cuánto me echas de menos

Y quiero que cantes sin miedo a quebrarse tu voz
que grites a pleno pulmón 
herida
que aúllen los lobos respondiendo a tu llanto
que se erice tu piel y que sientas
que el mundo se acaba, pero sólo por hoy
pasada la puesta de sol
sentirás de nuevo la brisa

El día que muera quiero una tumba sin nombre
sin lápida, sólo tierra revuelta
bajo los robles
nuestro pequeño secreto
y cuando llegue el otoño y crezcan las setas
quiero que sepas
que sigo aquí, creciendo por ti, tan lento
para verte y que me veas
para recordarte que te espero
pero sin prisa

domingo, 16 de septiembre de 2018

Máquina del tiempo


Tienes una máquina del tiempo. Úsala. Vuelve al pasado, a un tiempo de caminos sin coches. Caminos entre árboles centenarios. Caminos sinuosos, que siguen las curvas del terreno, que bordean valles y ascienden serpenteando por la ladera de las montañas. Viaja a un pasado donde el agua se bebe fresca, filtrada entre las rocas. A un pasado donde el tiempo lo marca la luz del sol. Donde los animales levantan las cabezas de los pastos durante unos segundos para verte pasar, tranquilos. Súbete a tu máquina del tiempo y siente cómo el pasado te habla con todas sus cuestas arriba y cuestas abajo.
Tienes una máquina del tiempo. Úsala y viaja a un futuro donde la gasolina es tan sólo un recuerdo ridículo de la estupidez de tus antepasados. Es un futuro de ciudades verdes, de cielos limpios, de conversaciones que se escuchan ahora que no hay ruidos de motores. Es un futuro en el que los días de frío hace falta abrigarse de verdad y donde la lluvia moja, sí, pero ¿qué hay de malo en eso? ¿Qué hay de malo en recordar que nosotros y los elementos somos parte de este planeta? ¿Qué hay de malo en esa convivencia? ¿Qué hay de malo en resfriarte alguna vez en invierno o en tener que abrirte el maillot en verano? Coge ya tu máquina del tiempo y viaja a un futuro donde todavía podrás parar en cada estación.
Y ahora viene lo importante. Escúchame. Tu máquina del tiempo no una de esas que salen en las películas ni en los libros de ciencia ficción. Tu máquina del tiempo no es un reloj de arena al que hay que darle vueltas, ni funciona con plutonio robado a terroristas libios. No. Si para algo has de usar tu máquina del tiempo es para anclarte al presente.
Piérdete por una carretera de montaña sin saber a dónde vas o cuándo vas a llegar. Apaga el Strava y concéntrate en cada pedalada, nada más. Por tu bien y porque así es como funciona esta máquina del tiempo. Porque si imaginas lo que te va a costar subir ese puerto de montaña, jamás lo subirás. Si bajas con miedo a caer, te caerás. Suelta el freno y disfruta de la velocidad.
Ama tu máquina del tiempo y amarás el presente. Escúchala. Atiende, te dice: cuando necesites distraerte del dolor en las piernas, mira a tu alrededor, al cielo azul, a las nubes grises que se ciernen sobre el horizonte, oye los pájaros piar, animándote, y respira el aire de los mismos árboles que te dan sombra. Siente cada ondulación del terreno del mismo modo que sientes el sudor mojando tu piel, porque ahora es parte tuya y tú eres parte de él. Eres parte de la Tierra.
Tu máquina del tiempo no funciona como tú crees que lo hace. No usas la energía de tus músculos para moverte. En realidad la usas para permanecer en el presente. Para que cada segundo que pasas en tu máquina del tiempo cuente ahora y nada más. Para que la próxima vez que te subas a ella hayas olvidado lo mucho que has sufrido en aquella rampa infernal, sin más piñones que usar, apenas avanzando, retorciéndote sobre el manillar, maldiciendo el momento en el que decidiste tomar aquel desvío que tan buena pinta tenía, lamentando ser esclavo de la belleza, del asfalto agrietado y las calzadas estrechas sin pintar. Tu máquina del tiempo te ayuda a olvidar y te impulsa a explorar todos esos caminos. Con esta máquina del tiempo los días se viven de verdad.
Tienes una máquina del tiempo. Úsala ya.

12 de septiembre, 2014

No recibí pésames al llegar al tanatorio. Toda la gente que allí esperaba estaba más interesada en saber cómo había sido el paso de la Vuelta por el pueblo que en contarme una vez más cómo habían conocido a mi abuela, qué gran mujer, que Dios la acoja en su seno, espero que hayas rezado por ella, filliño, no querrás que tu santa abuela arda en los fuegos sulfúricos del infierno y que tenga que cocinar durante toda la eternidad croquetas para Satanás, qué buenas las croquetas de tu abuela, aunque qué te voy a decir a ti, se ve a leguas que las comías bien, ¿eh?
-A mí me parece increíble eso que hacen cuando gana uno, ¿sabes? -me dijo un señor con bigote que había ido al tanatorio para llenarse los bolsillos con los caramelos de cortesía que ponían en la sala de espera-. Lo de levantar los brazos sin caerse. Yo competí de joven, cuando el único dopaje que había era el carajillo que te servían en el primer bar en el que parabas para avituallarte. Competí durante seis años y no gané una sola carrera para no tener que levantar los brazos al cruzar la meta el primero. Le tenía demasiado aprecio a mis dientes, ¿sabes? Y ya ves ahora -dijo sonriendo, enseñándome los pocos dientes que le quedaban, todos amarillentos y torcidos-. Ahora me arrepiento de no haberlos perdido de joven, celebrando una victoria… Pero bueno, ¿qué se le va a hacer?
-Nada, supongo.
-¿Y quién ganó la etapa? -preguntó, metiéndose un caramelo en la boca, con el envoltorio y todo, “así me duran más, ¿sabes?”.
-Todavía no ha acabado.
-¿Tú quién quieres que gane?
-No sé. Degenkolb, supongo.
-Ah, Degenkolb… Alemán, ¿me equivoco? Los alemanes: nuestros más fieles aliados.
-Eh... Creo que voy a ir junto a mi abuelo, que todavía no lo he saludado.
Me alejé del señor lo más rápido que pude y fui a buscar a mi abuelo. Lo vi a lo lejos, como perdido, sin saber al lado de quién ponerse, la mano de quién coger o a quién susurrarle alguna ocurrencia al oído. No me vio hasta que estuve a un metro de él. Entonces alzó sus pobladas cejas por encima de las gafas y me preguntó dónde me había metido.
-Paré para ver pasar la Vuelta.
-¿Y viste a Induráin?
-No, abuelo, Induráin hace muchos años que no compite.
-Vaya. ¿Te acuerdas cuando lo vimos?
Me acordaba, sí. Diecinueve años atrás: septiembre del ‘95, por la mañana. Era la Vuelta a Galicia la que pasó ese día por delante de casa. Y, como ahora, todo el pueblo había salido a las aceras para ver pasar al pelotón. Iban despacio, hablando unos con otros. Y entre todos los ciclistas vi a Induráin.
Yo tenía seis años, y ese día fui consciente por primera vez en mi vida de que Induráin era algo más que un monigote así de pequeño que se pasaba las tardes de julio dentro de la televisión del salón de mis abuelos, con el buen día que hacía fuera y lo divertido que era jugar con el chafarís en el jardín, tan fresquita el agua y ese arco iris en miniatura que siempre se formaba con los rayos de sol.
-A la tarde no dejabas de hablar de él -siguió mi abuelo-. Decías que de mayor querías ser biciclista, como Induráin. Y la abuela te decía que vale, pero que fueras con cuidado para no abrirte la crisma, que ella te iba a querer igual con la cabeza vendada o sin vendar, pero que luego vendrían los lloros y por ahí sí que no pasaba, que le rompía el corazón oírte llorar. Luego jugasteis a las cartas.
-Siempre le ganaba... -recordé.
-Siempre te dejaba ganar.
Los dos nos quedamos callados unos segundos. A nuestro alrededor, las conversaciones se iban animando: había que aprovechar el tiempo, que una reunión familiar como esa no tenía lugar todos los días, afortunadamente.
-¿Te he contado que yo corrí con Induráin?
-Ya, abuelo, pero con Prudencio. Y a pie.
-Pero le gané. No está mal.
No estaba nada mal, no. Sobre todo teniendo en cuenta que mi abuelo le sacaba cuarenta años a Prudencio Induráin, “el hermano maravilla”, o cualquier otro apodo que le pusiera la prensa de la época.
-Una vez salí en bici a por el pan y acabé en Padrón -siguió mi abuelo-. Soplaba el viento del sur y me dejé llevar. No veas el cabreo que se cogió la abuela cuando volví a casa por la tarde, ya comido. Me senté a la mesa, y aunque ya no me quedaba hueco para el cocido, por ella, lo comí. Por ella le habría pegado un mordisco a la luna para que estuviera siempre en cuarto menguante. Después de ese atracón estuve dos meses durmiendo la siesta y la abuela se enfadó todavía más conmigo. Se sintió tan sola durante ese tiempo…
Hubo otro largo silencio lleno de sollozos.
-Abuelo…
-No, déjame llorar -me dijo sin molestarse en secarse las lágrimas de los ojos-. No hay nada malo en llorar cuando algo te duele. Recuérdalo, ¿vale? Porque a ti te queda mucha vida por delante. Te quedan muchas caídas que sufrir, sobre todo ahora que no hay nadie que te diga que andes con cuidado. Llora y aprieta bien la venda de tu cabeza y levántate. Cáete, pero siempre ponte en pie. Por ti. Por mí. Por la abuela, que Dios te acoja en su seno, cariño -dijo mirando al cielo-, y que los ángeles engorden de comer tantas croquetas. Te quiero.

lunes, 6 de agosto de 2018

Miradas

Cabello cobrizo y helado en la mano
el verano es luz en tu piel
eres ojos de miel y vestido de flores
y en el cielo
luces de colores

Comes el cucurucho de lado
entre la gente, la vista al frente
riéndote sola, hasta que una bola
cae al suelo
dejas atrás el deshielo

Tus pies de vainilla me dejan helado
tus besos de fresa incendian mi ser
quiero saber a qué sabe tu sed
quiero morir
bebiendo tus labios

El cielo explota, el tiempo se agota
dos pasos más y nos habremos cruzado
tu lengua se esconde y se vuelve a mostrar
tan fría
empiezo a rezar

Tus ojos se posan en mí y me miras
si ahora sonríes estoy acabado
seré tuyo por siempre
espero ese instante impaciente
como el que espera al tren tumbado en la vía


sábado, 9 de junio de 2018

Virginia, 1781

La niebla en el Potomac es tan densa que al barco le cuesta avanzar río arriba. Se engancha al casco y lo frena, como si fuera una rémora. No importa: nadie tiene prisa por llegar. En cubierta se respira silencio. A lo lejos, ruidos de guerra. Alguien contiene un estornudo. Entre dientes, alguien reza.

No llueve, pero como si lo hiciera. La humedad pega la ropa a unos cuerpos delgados, marcando las costillas de los hombres como si las llevaran por fuera. Hay quien dice que así es. Que dentro no hay espacio para ellas. Que en su pecho sólo cabe un corazón que se niega a latir al ritmo que marca Inglaterra. Pero la mayoría dice que las llevan así, a la vista, para que el doctor sepa dónde hacer la incisión cuando llegue el momento. 

Porque el momento llegará. Una bala acabará por perforarles la piel tarde o temprano. Les astillará los huesos y hará manar la sangre. Serán uno con la tierra mucho antes de que acabe la guerra. Todo el que va en ese barco lo sabe. Por eso rezan más ahora que la niebla es menos densa.

Es una niebla más familiar, esa que apenas los oculta ya. Huele a pólvora y a calma tensa. En cubierta se agachan. Se parapetan. Preparan los mosquetes. Tienen lista la bandera.

Y antes de luchar la miran. Si han de morir, morirán por ella. Por lo que representa. Por las trece colonias. Por las trece estrellas. Por la gente, no por la tierra. Por sus hijos. Por América. 

sábado, 7 de abril de 2018

Aleph Dynamics

El Doctor Li miraba por la ventana de su despacho en la sede de Aleph Dynamics en la ciudad portuaria de An, cuando la valla holográfica del otro lado de la calle empezó a parpadear, iluminando con tonos neón su rostro pensativo.
«Llega el futuro. Llegan los Émulos», se pudo leer de forma intermitente durante unos segundos antes de que el cartel se apagara definitivamente. Proyectados en la lluvia, los cuerpos desnudos de los Émulos se volvieron casi tangibles antes de extinguirse para siempre.
AD llevaba años desarrollando los Émulos: androides orgánicos dotados de una inteligencia artificial humanoide. Dos tecnologías que la Federación siempre había sido reticente a unir. Motivos éticos, alegaban. Temían que la salida al mercado de androides indistinguibles de los humanos pudiera abrir de nuevo las puertas a la esclavitud. Como si los androides actuales no fueran ya esclavos. Lo que no querían en la Federación era que sus robots sexuales pudieran quejarse.
Un carraspeo desde la puerta sacó al Doctor Li de su ensimismamiento.
-Doctor, es hora de irse.
El Doctor Li asintió con la cabeza y salió del despacho desde donde había dirigido Aleph Dynamics An durante la última década. Siguió a su ayudante por los pasillos vacíos del edificio. Como director, sentía la necesidad de ser el último en abandonar AD.
-¿Han incinerado ya a los Émulos v5?
-Todavía no -contestó su ayudante-. La lanzadera saldrá en cinco minutos.
-Quiero ver el despegue.
Su ayudante no puso pegas. Bajaron hasta el hangar de almacenaje. La lanzadera no tripulada flotaba medio metro sobre el suelo. Calentaba motores, preparándose para el despegue, cargada con los cuerpos de un centenar de v5. Una vez saliera de la atmósfera, saltaría directa al Sol, y los Émulos v5 desaparecerían sin jamás haber tenido la oportunidad de vivir.
No era justo que los E v5 pagaran tan alto precio por culpa de los v4. Fueron ellos quienes escaparon de su hábitat e irrumpieron en el edificio. Ellos atacaron a los científicos. También la Federación tenía parte de culpa. No les había temblado el pulso para cerrar Aleph Dynamics An en cuanto se produjo el primer incidente con pérdida de vidas humanas.
Aunque el principal responsable era el propio Doctor Li. Los Émulos eran sus criaturas. Él les daba la vida y él se la quitaba, sustituyendo las distintas iteraciones por versiones mejoradas, cada vez más humanas. Maravillosamente imperfectos.
Sí. No era justo que los v5 murieran así.
El zumbido de los motores creció hasta hacerse insoportable. El polvo empezó a levantarse, formando remolinos. El Doctor Li vio cómo su ayudante se protegía los ojos con el brazo. Fue entonces cuando aprovechó para correr hacia la lanzadera.
El Doctor Li accionó el botón de apertura de la cabina y saltó a su interior. La cerró a tiempo de evitar que su ayudante lo sujetara por el brazo y lo obligara a bajar.
-¿¡Está loco!? ¿¡Piensa morir por unos androides!? -gritó su ayudante, apenas haciéndose oír por encima del ruido de los motores, antes de correr a refugiarse ante el despegue inminente de la nave.
-No son unos androides -dijo el Doctor Li para sí mismo-. Son mis androides.
Además, no tenía ninguna intención de hundirse con sus v5 en el Sol.
Los motores empezaron a temblar. Al instante, la aceleración vertical pegó al Doctor Li al asiento. Se concentró en no perder el conocimiento. Tenía que reprogramar la trayectoria de la lanzadera antes de que saliera de la atmósfera.
Necesitaba desviar la nave a algún sitio seguro. A algún planeta extra-galáctico sin vida inteligente de clase A y con una atmósfera respirable para sus Émulos. Introdujo los criterios de búsqueda en la computadora y obtuvo un resultado dentro del rango de salto de la lanzadera. 
PR-843772 era un planeta rocoso con aproximadamente el 70% de su superficie cubierta de agua. Estaba en uno de los brazos de una galaxia espiral, orbitando alrededor de una estrella tipo-G. Tendría que valer. Introdujo las nuevas coordenadas un segundo antes de que se produjera el salto.
La lanzadera se desvaneció en el espacio. Se materializó a dos decenas de ERA’s de allí, dentro del campo gravitatorio de PR-843772.
La nave se precipitó hacia el planeta. El Doctor Li fue al compartimento de carga e inició el protocolo de activación de los v5. Volvió a la cabina para encargarse de la maniobra de aterrizaje. Fueron a parar a un terreno yermo.
El Doctor Li sabía que tenía el tiempo justo para descargar a los v5 antes de que la Federación se diera cuenta del desvío de la lanzadera y activara la baliza de localización. Pero antes necesitaba explicarles a sus Émulos qué hacían allí.
En la cabina no había ningún dispositivo de grabación. Tampoco ningún medio de escritura. Al Doctor Li sólo se le ocurrió una solución: se quitó la bata blanca, se hizo un corte en el dedo y usó su sangre a modo de tinta para escribir el mensaje.
Al acabar, depositó al centenar de Émulos en el suelo pedregoso y lanzó su bata ensangrentada sobre ellos. Cerró las compuertas de la lanzadera, se alejó a una distancia prudencial para realizar el despegue y abandonó el planeta de los Émulos.
Cuando estuvo lo bastante lejos se permitió detener la lanzadera y echar la vista atrás. Se preguntó si los v5 ya se habrían despertado y estarían ahora leyendo su mensaje. Esperaba que entendieran que la culpa no era suya, sino de los E v4, auténticos humanos salidos de las entrañas de AD An en vez de nacidos del útero materno. Y como humanos habían errado. Habían entrado donde tenían prohibido entrar y ahora eran los v5 quienes sufrirían la condena eterna del destierro.
Pero él confiaba en sus Émulos. Los visitaría en cuanto pudiera. Y si él no podía, lo haría su hijo. En cualquier caso estaría pendiente de ellos. 
Sí. El Doctor Li seguiría de cerca ese planeta azul desde los cielos.