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sábado, 22 de septiembre de 2012

La fantástica historia del bebé que no sólo hablaba, sino que lo hacía en inglés

Bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí, sí. Te veo atento, muchacho.

Vale, os contaré la fantástica historia del bebé que no sólo hablaba, sino que lo hacía en inglés. Y procurad no interrumpirme, que pierdo el hilo enseguida y después me paso horas intentando volver al origen de la historia para poder continuar, cosa que no siempre consigo.

Hay un truco, que yo no utilizo pero sé de gente que sí lo hace, que consiste en anotar ciertas palabras clave de la historia. Así, cuando se dan cuenta tras horas de divagar que se han desviado por completo de la historia que pretendían contar, leen la última palabra anotada y retoman la historia desde ella. Corres el riesgo de volver a irte por las ramas en el mismo punto y entrar en un bucle infinito del que sólo la muerte te puede sacar. No sería la primera vez que un hombre muere mientras cuenta una anécdota por utilizar ese truquillo. Así que yo no lo uso. 

Tampoco es que lo necesite, porque suelo ceñirme a la narración de un modo que puede resultar hasta enfermizo para los más divagadores de los llamados cuentacuentos. O abuelos para vosotros, criajos. 

Porque vosotros los jóvenes a cualquier cosa con más de treinta años le llamáis abuelo. Que lo sé yo. No tenéis respeto por la antigüedad. Vivís en una burbuja de cristal blando, del que no se rompe. 

Niños mimados. En mis tiempos a los niños nos trataban como perros, y los ancianos eran la élite. Llegar a cumplir los cincuenta años era mérito más que suficiente como para ser tratado como un marqués. En mis tiempos... 

Estos también son mis tiempos, no mis tiempos mozos, no mi infancia, pero son mis tiempos. Mientras yo viva estos tiempos serán míos. Podré compartirlos con quien quiera, desearé compartirlos con los seres que yo quiera, pero serán míos y de nadie más. Cada hombre tendrá los suyos, durante toda su vida. Vosotros también, mocosos, no os penséis que os vais a librar de vivir. Y con suerte los tiempos de alguno de vosotros perdurarán más allá de vuestra vida. Es el sueño de muchos hombres, no os vayáis a pensar que es una cosa sin importancia. Ahora no lo entendéis, o puede que nunca lleguéis a hacerlo. Yo es algo que siempre he anhelado, pero me temo que no va a ocurrir. 

No, no, no intentéis animarme. Estoy hablando de la vida eterna, y eso no se consigue contando historias en un pueblo perdido de la mano de dios. No seas animal, claro que todo el mundo se muere. Vida eterna en el sentido de permanecer en el recuerdo de todo el mundo durante años y años. Conocéis al Matapiedras, ¿verdad? Por supuesto que lo conocéis. A esa clase de persona me refiero. Os sabéis sus aventuras al dedillo. ¿Alguno sabe dónde nació? Exacto, aquí mismo, en este mismo pueblo mucho antes de que se llamara así. Mucho antes de existir el propio pueblo. Mucho antes de nacer él mismo. Porque el Matapiedras es atemporal. Es paradójico por sí mismo. Es simple como el acto de matar, pero complejo como el hecho de quitarle la vida a algo que nunca la tuvo. Dime. No, gracias, muchacho. Bueno sí, un vasito de agua, por favor. 

¿Vosotros dos no queréis nada? No os vaya a pasar como a la Pequeña  Rocío. No, la bisabuela de la Pequeña Rocío que conocéis. Cuando vuelva vuestro amigo os la cuento. La historia de la Pequeña Rocío. No me digas. Entonces conoces la historia, ¿no? Cuéntasela tú, a ver si así se piden algo de beber. Mientras voy a aprovechar para ir al baño. 

Sigue, sigue, no es la versión que yo suelo contar, pero bueno, tú la conoces de fuentes directas. ¿Qué os ha parecido? Así es, cuatro generaciones hasta la fecha. Os esperamos. No sé que gracia le veis los jóvenes a esas latas de refrescos. La primera lata de esas que vi yo no la vi yo, me la contaron. 

Ahora con la televisión no hay misterios. Pasa algo en una parte del mundo y antes de que haya sucedido ya lo estás viendo tranquilamente sentado en el sofá de tu casa. O en una silla en la cocina, que esa es otra, hay televisores en todas las habitaciones del hogar. Un bicho de esos encima de cada mueble. Seguro que hay una pantalla dentro de cada cajón. Mira que sois raros ahora. 

Que conste que de haber existido ese invento del demonio cuando yo era joven, quizás hubiera habido uno en cada habitación de la casa. Pero es que por aquel entonces las casas tenían como mucho una estancia, o dos. O ninguna. No habré vivido yo en casas sin habitaciones, ni cocina, ni salón, ni baño. La mayoría de las casas tenían un número impar de paredes, y ese número era o el tres o el uno. El techo normalmente estaba sin construir, además de sin colocar. El suelo, cuando lo había, no era más grande que un círculo, pero con forma de cuadrángulo de esos que estudiáis en la escuela. Y afortunado era aquel que tenía internet, el cual todavía no existía, además de que no sé lo que es. Y ahora se pone a llover. Vaya por dios. 

Falta hacía, también os lo digo. El fin de la sequía. Eso era algo que se solía celebrar a lo grande hace no muchos años. Recuerdo la fiesta que se organizó tras la Gran Sequía del 38. Trece lustros estuvo sin llover. Ni una sola gota en sesentaycinco años. Asomaos a la ventana. ¿Veis a lo lejos todos esos árboles en el monte? Si la lluvia os lo permite, claro. Pues antes de la sequía, lo creáis o no, todo ese monte estaba cubierto de árboles, exactamente igual que ahora. Pero, ay, durante la sequía... Desiertos y más desiertos se instalaron aquí, quién sabe por qué. El río que da nombre al pueblo, el río Pueblo, desapareció. Seco, como todos los demás ríos de la comarca. Los árboles, secos también. La vida... La vida se mantuvo, pero a duras penas. Yo por aquel entonces no era más que un niño. O por lo menos eso creo recordar. Sesentaycinco años de mi infancia viviendo en un desierto. No os podéis imaginar la alegría que sentí cuando llovió. Ahora vosotros os entristecéis porque no podéis salir a jugar a la calle. Cosa que ya no hacéis porque os pasáis el día enganchados a vuestros videojuegos. Pero hoy por lo menos estáis aquí, haciéndome compañía. 

Que la compañía es mutua, quiero pensar. Yo disfruto contando estas historias, e intento que no se pierdan. Que perduren, que sobrevivan a su propio vida de cuento. Aunque la mayoría suelen ser efímeras. Es más, las mejores historias puede que nadie las sepa. Puede que nadie haya estado presente en el momento en el que se producían, por lo tanto nadie las puede contar. Es triste. A mí me entristece, por lo menos. A vosotros ya sé que no, a vosotros os pone triste que vuestro equipo pierda. Vergüenza me dais. 

Y no creáis que a mí no me gusta el deporte. Todo lo contrario. O parte de lo contrario, tampoco voy a exagerar. Quizás esto no lo sepáis, porque no es verdad, pero yo fui campeón olímpico de lanzamiento de jabalina. 

Era el año 36 en Berlín. Aquí, en Pueblo, acabábamos de cerrar el año del señor 1931. Para celebrarlo, lancé una piedra con todas mis fuerzas. Una de las pocas que habían quedado tras la tiranía del Matapiedras. No soy astrofísico, pero esa piedra por narices tuvo que entrar en órbita. Cada año la veíamos pasar por el pueblo. Unos segundos fugaces, pero que me llenaban de orgullo. La piedra, cada vez más estilizada, iba perdiendo velocidad y altura de forma exponencial, cúbica o cuadrimensional. Quiso el destino que cayera en el estadio olímpico de Berlín durante la celebración de la competición de lanzamiento de jabalina. Récord del mundo y medalla de oro. A título póstumo, pues aun no he sido galardonado en todo lo que llevo viviendo mi vida. Pero podéis preguntarle a cualquiera. Un lanzamiento perfecto. 

Bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí, sí. Te veo atento, muchacho.

Vale, os contaré la fantástica historia del bebé que no sólo hablaba, sino que lo hacía en inglés. Y procurad no interrumpirme. 

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