-¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? ¿Y esa sangre? ¿Qué...? ¿Y tú mano?
-El cocodrilo -dijo en un susurro, gastando su último aliento antes de morir.
Me acerqué al cuerpo inherte, intentando no pisar la sangre. Iba en chanclas y no quería mancharme los pies. Me puse de cuclillas a su lado y le pinché en un costado con un palo. Había uno allí, en el salón. ¿De dónde había salido ese palo? Ese misterio no podía quedar sin explicación. Lo observé de cerca. Era un palo muy bonito, muy recto pero con un acabado rústico. Mediría algo menos de medio metro. Era ligero y contundente, muy agradable al tacto. Traté de recordar. ¿Lo había cogido yo en alguna de mis excursiones al bosque adyacente a mi casa? No era posible. Nunca había ido a ese bosque. Es más, no existía tal bosque. Me estaba confundiendo con el que había al lado de una casa rural a la que habíamos ido hacía dos veranos.
Me puse de pie. Estar así agachado mucho rato acaba con las rodillas de uno. Además, la sangre fluía como un río de sangre hacia mí. Ojalá se hubiera desplomado sobre la alfombra, pensé. De ese modo la sangre se habría concentrado en ella. Pero no. Mi hijo yacía sobre la recién colocada tarima flotante. ¡Maldita sea! Tendré que esperar a que venga mi mujer para que limpie este estropicio. Y mientras tanto yo aquí, sin saber de dónde viene este palo.
Palo. Hijo muerto. Palo. Hijo muerto. Palo. Hijo muerto. Hijo muerto. Palo. Mis ojos pasaban de uno a otro somo si estuvieran disputando un emocionante partido de tenis, sólo que en este caso observaba dos objetos inanimados. Pero entonces recordé.
El palo lo había traído mi hijo. Había llegado esa misma mañana de sabe Dios dónde y traía consigo ese magnífico palo. Mira papá, me dijo, mira que palo más magnífico traigo conmigo. Sí, hijo, sí. ¿No te gusta papá? No me toques los cojones, hijo.
Por eso estaba el palo ahí. No, espera. Mi hijo se había ido llorando, por las alergias supongo, y el palo iba con él. Intenté recordar más. Estaba muy cerca ya, un último esfuerzo. Hijo. Palo. Hijo llorando con palo. Malditas lagunas. El alcoholismo, por mucho que digan lo contrario, no me había ayudadon con mis problemas de memoria. Hijo. Palo. Hijo llorando con palo. Hijo muerto.
No. No era así. Hijo. Palo. Hijo llorando con palo. Cocodrilo. Hijo muerto. ¡Claro! Ahora lo recuerdo todo. Como un flash viene a mi memoria lo sucedido hace dos minutos.
Mi hijo entrando en el salón con el palo. Mi hijo preguntándome si puede ir a jugar con el cocodrilo. Claro, hijo, claro que puedes. Eh, eh, eh, ¿a dónde te crees que vas con ese palo? El palo se queda aquí. ¿Pensabas usar el palo con el cocodrilo? Qué eres, ¿maricón? Anda, largo.
Ahora recuerdo haber escuchado un estruendo como de fauces cerrándose violentamente y el característico sonido de una mano siendo amputada. Y entonces llegó mi hijo y murió aquí, ante mis propios ojos.
¡Maldito cocodrilo! La rabia inundó mi ser como la sangre de mi primogénito inundaba el salón. Pasé sobre su cadáver y me dirigí a su habitación siguiendo el rastro de sangre. Allí estaba, en el suelo, inmóvil, el asesino de mi hijo. Lo agarré por la cola, lo arrastré por el pasillo y lo lancé por el aire. Lejos, muy lejos, hasta la carretera. No pasó mucho tiempo hasta que un coche le pasó por encima. Mi venganza se había completado.
Así que, cariño, respondiendo a tu pregunta: Sí, el Cocodrilo Sacamuelas que está destrozado en medio de la calle es el de nuestro hijo.