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La
enternecedora historia de Andson, el triciclo
-¿Por
qué un triciclo?
Ella
se llamaba Edja. Él le dijo que podía llamarle Ehl.
-¿Por
qué un triciclo? -repitió Edja.
-Porque
en una bicicleta sería más incómodo llevarte.
Ehl
iba caminando y empujaba el triciclo apoyando una de sus dos manos en
el respaldo del asiento. Sobre éste estaba Edja. Sobre Edja no había
nada ni nadie, salvo el cielo.
La
otra mano de Ehl estaba metida en su bolsillo, hasta que la sacó e
hizo con ella un movimiento que se podría interpretar como una
ventana al pasado.
Soy
antiguo. Muy antiguo. Nací en el viejo mundo. Fue el mío un parto
natural. Ensamblado a mano por un sólo hombre, el mismo que creó
cada parte de mí, desde el manillar hasta las ruedas, que fueron
tres. ¡Tres! ¡Cómo me envidiaban mis hermanas! Había una apoyada
contra la pared. De unos ganchos del techo colgaban dos más. Y supe
más tarde que tras la puerta gris del fondo se encontraban hacinadas
al menos una docena de ellas. Mientras tanto yo descansaba en mitad
de la habitación, estable como un taburete. Papá me empujaba a
veces para que no le molestara mientras hacía más hermanitas o
arreglaba a las estropeadas. Ahí dentro fui feliz.
-Me
imagino que no habrás pagado por él, ¿verdad?
-¿Insinúas
que me lo regalaron? -preguntó Ehl mientras hacía uso de la sonrisa
con la que todos nacemos.
-No
sé. ¿Te lo regalaron?
-No,
pero tampoco lo robé. Lo cogí prestado. En serio -añadió ante la
mirada de Edja-. Tengo intención de devolverlo.
-¿De
quién era?
-De
quién es -le corrigió Ehl.
Mi
padre me vendió un día a una persona pequeña. No sé si a vosotros
os han vendido vuestros padres alguna vez, supongo que sí, así que
os podréis imaginar lo mal que me sentí en ese momento.
Esa persona, que resultó ser un niño, se subió encima de mí y
apoyó sus pies en mis pedales. Al principio no sabía
que pasaba, hasta que sentí un empujón. Luego otro. Y otro. Y supe
lo que era la velocidad. ¡Oh, sí! Salí de casa y
entré en el mundo exterior. El viento me recibió con su frío
abrazo y a mí me dio igual. Me deshice de él para seguir avanzando.
Siempre en línea recta, pedalada a pedalada. Y de pronto, un tirón
del manillar y estoy girando. ¡Oh! Y giro, y avanzo, y freno, y sigo
girando, y mis ruedas resbalan sobre la gravilla haciendo que pierda
el control y me encanta... Ahí fuera fui feliz.
-Lo
encontré en Olton. ¿Conoces Olton? -Edja asintió-. Estuve allí
anoche, creo. Todavía no he dormido. No sé cuándo es hoy y cuándo
ayer.
-Ahora
es hoy.
-Gracias.
-¿De
quién es?
-Estaba
en el sótano de una casa derruida.
-Entonces
no es de nadie -dedujo Edja.
Mi
niño creció. Se hizo más alto y más pesado. Pero yo también
crecí. Volví a ver a mi padre y me hizo más grande y más robusto.
Le perdoné que me hubiese vendido de pequeño. Al
acabar me hizo un regalo: un timbre. Lo acarició e hizo tilín. Pude
ver a mis hermanas. Las vi en casa y me
compadecí de ellas, de su falta de equilibrio. Las
vi fuera y me quedé maravillado. ¡Cómo se movían! ¡Cuánta
agilidad! Yo pensaba que sabía lo que era la velocidad. Cuan
equivocado estaba. Las vi adelantarme como si yo fuera
una piedra y ellas fueran yo. Me asusté la primera vez
que vi a una perder el equilibrio e inclinarse, pero no
se cayó. Giró. Entendí entonces que su inestabilidad en
casa se debía a que no habían nacido para estar quietas.
Ellas eran hijas de mi padre, como
yo, pero también del movimiento. Cuando papá murió una
parte de todos nosotros se fue con él. Ellas seguían
teniendo al movimiento, yo lo perdí todo. Mi niño se
olvidó de mí. No le guardo rencor. ¿Quién va a querer montar en
un triciclo huérfano? Ahí abajo fui triste.
-No
es de nadie -le confirmó Ehl.
-Entonces,
¿a quién se lo vas a devolver?
-A
quién quiera moverse con él.
Andson.
Así me llamó el joven que me rescató tras limpiarme el polvo
acumulado durante no-sé-ni-quiero-saber cuánto tiempo. Mis
arrugadas ruedas volvieron a respirar y recuperaron la forma. Hizo
crujir mi entumecido manillar hasta que perdió la rigidez y
mi rueda delantera pudo bailar de nuevo, orgullosa, desafiante,
riéndose de las traseras como siempre había hecho. Sentí de nuevo
peso sobre mi asiento y unos pies sobre mis pedales. La tensión
aumentó hasta que se hizo incontenible. Y entonces volví a nacer.
Yo
también soy hijo del movimiento. Lo olvidé y por eso me olvidaron.
Pero ahora estoy aquí otra vez. Siempre hacia delante. Rompiendo el
abrazo del viento. En
el camino soy feliz.