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La
eterna lucha entre el hombre y el manzano, entre otras cosas
Los
tres seguían por el camino: Edja, Ehl y Andson. No se habían
cruzado con nadie en toda la mañana. Era lo habitual en los tiempos
que corrían. Decidieron parar para descansar junto a un riachuelo
que se había estado acercando al camino en los últimos metros. Ehl
ayudó a Edja a bajar de Andson y
la llevó en brazos hasta el agua. Pesaba poco, menos que un caballo.
La depositó en el suelo. Edja metió los pies en el agua. Ehl se
acordó de que tenía que comer.
Al
otro lado del río un manzano observaba al extraño trío que acababa
de llegar. Vio como el hombre fijaba sus ojos en él y una sonrisa
aparecía en su rostro. Oh no, pensó el manzano. Intentó mover con
todas sus fuerzas sus raíces fuertemente enterradas
para huir del hombre que ya estaba cruzando el riachuelo frotándose
las manos ante el festín que le esperaba entre
sus ramas. Durante un
momento pensó que lo iba a lograr. Se vio a sí mismo levantando
elegantemente unos gigantescos pies hechos de madera de la tierra y
corriendo como había visto correr a numerosos animales en sus cerca
de noventa años de vida. Pero no pasó nada. Por dios, que estamos
hablando de un árbol... Su único movimiento fue el que producía el
hombre al ir cogiendo las manzanas de sus ramas. Y el viento, que en
ese momento comenzaba a soplar con más fuerza.
Ehl
cruzó el río de nuevo. Le dio un par de manzanas a Edja. Él estaba
comiendo una sin necesidad de usar las manos, que estaban ocupadas en
hacer malabares con cuatro manzanas más. Luego con tres. Dos. Más
malabares con una única manzana. Después ninguna. Se sentó al lado
de Edja con las manos vacías y el estómago lleno. Se fijó en los
pies desnudos de ella.
-¿Cómo te torciste el tobillo?
-preguntó Ehl.
-Pisé mal.
-¿Cómo de mal?
-Fatal.
-Vas descalza.
-Ya lo sé.
-¿Ibas descalza cuando pisaste
fatal?
-No.
-¿Te duele mucho? -preguntó Ehl.
Edja se miró el tobillo.
Edja se miró el tobillo. Lo tenía
bastante hinchado. Corriendo por el bosque, con el corazón a mil por
hora y la adrenalina disparada, apenas había notado dolor. Pero
ahora, tras unos minutos descansando sentada contra ese árbol al
borde del camino, se dio cuenta de lo mucho que le dolía. Quizá lo
tuviera roto, pero lo importante es que estaba a salvo, al menos de
momento, pero necesitaba largarse de ahí. Cuanto antes. Lo más
lejos posible. A pie no lo iba a lograr. Se imaginó siendo rescatada
por un príncipe azul a lomos de un caballo blanco, como en las
historias que le contaba su abuela. Se río de su ingenuidad. Y sin
embargo ocurrió. No era exactamente un príncipe. Y desde luego eso
no era un caballo. Era un hombre a lomos de un triciclo. Gritó.
Gritó. Gritó mientras corría. Gritó
cuando se torció el tobillo, perdiendo un zapato. Gritó al caer y
sentir el peso del hombre sobre su cuerpo. Gritó al verse inmóvil,
indefensa. Gritó al notar el aliento a alcohol de una boca de
dientes amarillos en su boca de dientes blancos y asustados. Gritó
cuando el hombre le levantaba el vestido con una mano. Gritó,
esforzándose por cerrar las piernas y estirando el brazo libre,
barriendo el suelo. Gritó cuando no pudo más y sus piernas
cedieron. Gritó cuando su mano chocó contra algo. Gritó una última
vez. Cuando le hundió el cráneo con la piedra ya no gritaba. No
gritó diez, once, doce veces.
-Podría ser peor -dijo Edja, antes
de darle un mordisco a la manzana que le había dado su príncipe
azul.
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