La música llenaba el Puerto de Dragones. Pese al silencio que reinaba entre nosotros tras enterarnos de la noticia, ninguno escuchaba la cálida melodía que salía del aparato que colgaba del techo varios metros por encima de nuestras cabezas. Se trataba de una caja con cinco de sus seis caras de madera, siendo la sexta, la frontal, una rejilla de metal. Por ahí salía el sonido. Dentro había un bardo enano que tocaba y tocaba sin parar en perfecta sintonía con los otros bardos enanos de las otras cajas situadas a lo largo de toda la terminal.
-¿Qué hacemos? ¿Esperamos aquí? -dijo una de las Chicas Dobles.
-Aquí pon que ven no seguinte dragón -dijo Ser Hio con la nota en la mano. Levantó la vista del papel para mirar el letrero que anunciaba los horarios de llegada de los dragones. Luego bajó la vista hasta su muñeca para ver la hora-. Igual é moito tempo de espera...
Mira... Sí, esto es para ti. Sí, tú. No me mires así, con esa cara de extrañeza. Ni que nunca una historia te hubiera hablado directamente. Sé lo que estás pensando: "Un momento... Si la historia está basada en el medievo, ¿cómo es que Ser Hio tiene reloj?". No lo tiene. Ser Hio nació siendo muy pequeñito con una enfermedad en el vello corporal que hacía que éste se comportara igual que los girasoles. Con el tiempo perfeccionó una técnica para saber la hora según hacia dónde apuntaran sus pelos. Y ahora, prosigamos. Y nunca vuelvas a dudar del rigor histórico de lo aquí escrito.
-Pues yo lo siento mucho, pero no me voy a poder quedar -dije yo-. El último tren sale antes de que llegue el dragón ese.
-Oh -se lamentaron al unísono todos-. ¿No puedes emprender tu viaje al norte mañana? -preguntaron también a coro. Quedó bastante bonito.
-Imposible -dije con el pelo en mi cabeza.
-¿Y si en vez de esperar aquí vamos a vivir una aventura apasionante para matar el tiempo? -propuso ya ni recuerdo quién. No hizo falta que nadie dijera nada más. Echamos a correr como jabalís perseguidos por cazadores de jabalís y salimos del aeropuerto gritando y riendo. Entramos a los caballos de un salto y galopamos a través de los bosques dispuestos a vivir la mayor aventura jamás vivida de forma premeditada en menos de tres horas.
Media hora después estábamos frente al muro desde el que los animales más extraños que ninguno de nosotros había visto jamás nos miraban con sus pétreos ojos.
Ser Osea, que había ido a hablar con los guardias que custodiaban la entrada, volvió con las malas noticias.
-Lord Zoo nos permite pasar, pero debemos darle algo a cambio.
-Le podemos dar a una de las Chicas Dobles -propuso Ser Sutil.
-Tiene que ser algo de cada uno -le respondió Ser Osea antes de que alguna de las dos muchachas pudiera protestar-. Quiere un ojo de cada cara.
-Pues va a entrar Rita la Trovadora -dijo la Dama de la Armadura Florida.
-Subamos a esa colina -propuse yo-. Dicen que es el punto más elevado de todo el reino -dije mientras comenzábamos el ascenso-. Dicen que desde ahí en los días despejados puedes llegar a verte tu propia nuca -anuncié conforme nos acercábamos a la cima-. Dicen que aquí arriba el aire está tan viciado que patatas -les informé cuando llegamos a lo más alto-. ¡África! -grité señalando al lugar del que veníamos. No me refiero a que todos los seres humanos descendamos de los homínidos primigéneos de África. Por favor, menuda tontería. Dios nos creó hace algo más de mil años y nos puso aquí, en el Viejo Mundo, o Mundo como lo llamábamos entonces. Es más, por lo que a mí respecta África no existe. Mas allí estaba, tras aquellos muros ante los que habíamos estado minutos antes.
Los más exóticos animales correteaban por los terrenos de Lord Zoo. Había caballos a rayas blancas y negras, gallinas gigantes de esbeltas piernas y cuello de serpiente, gatos grandes como lobos, enanos peludos con brazos larguísimos y sonrisa perenne, aves de todos los colores imaginables, extraños canguros de cuatro patas con ubres en lugar de marsupio y cuernos en la cabeza, caballeros armados que nos señalaban desde sus puestos de vigilancia y atravesaban las puertas montados en sus caballos...
Tardamos en darnos cuenta de lo que pasaba. Los cuernos de guerra vaciaron el aire de nuestros pulmones y los llenaron de miedo. El sonido de los cascos de cientos de caballos al galope marcó el ritmo de nuestros corazones. Antes siquiera de poder decidir si huir o luchar, nos vimos rodeados. Un jinete se adentró en el círculo que los demás caballeros habían tejido en torno a nosotros. Era el mismísimo Lord Zoo.
-¿Disfrutando las vistas? -preguntó con una sonrisa asomando tras el yelmo. Ninguno de nosotros se atrevió a responder-. ¿Os gustan mis animales? -añadió.
-Son muy bonitos, señor -respondió con voz temblorosa El Caballero de los Calzones Largos.
-Es curioso... -dijo Lord Zoo mirándonos con atención-. Noto algo raro en todos vosotros. ¡Phoid, Trelm!
Dos de sus caballeros abandonaron su puesto y se unieron a él dentro del círculo.
-¿Vosotros habéis visto mis animales? -les preguntó. Ambos asintieron-. Quitaos los yelmos.
Los dos caballeros obedecieron, descubriendo sus rostros de un sólo ojo.
-Todos mis caballeros han visto mis animales, por supuesto -continuó Lord Zoo, a la vez que hacía una señal con su mano. Cientos de rostros y el mismo número de ojos fueron apareciendo conforme los caballeros se quitaban sus respectivos yelmos-. Decidme, ¿sois humanos? ¿Acaso tenéis tres ojos? -Negamos, vacilantes-. ¿Cómo si no conserváis los dos ojos en vuestra cara tras haber visto mis animales? -preguntó, elevando su voz, convirtiéndola en un rugido-. ¿Me tomáis por idiota? ¿Creíais que podríais salir indemnes de esta?
-Los hemos visto de lejos, señor -protestó en un susurro una de las Chicas Dobles.
-Ah, bueno... Disculpad entonces -dijo haciéndonos una pequeña reverencia con su cabeza y dando la vuelta a su caballo, dándonos la espalda-. Los han visto desde lejos -les explicó a sus caballeros, que abrieron una brecha en el cerco para que su señor abandonara el círculo. Una vez dejó atrás al último de sus hombres, sin girarse, ordenó-: Sacádselos pues desde lejos. -Se alejó mientras los arcos se tensaban, apuntando a nuestras caras.