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Violators will be prosecuted. Enjoy!

lunes, 29 de diciembre de 2014

Uxi y Diego: una despedida

Llegamos a la casa puntuales, pero tarde. Un señor nos esperaba pacientemente. Era portugués, como todo lo que nos rodeaba. Tras un pequeño tour por la casa y la finca, y después de decirnos las cosas que podíamos romper (ninguna) o lo que podíamos quemar hasta los cimientos (nada) si queríamos conservar la fianza, el señor se subió a su asno y se alejó por el sinuoso camino adoquinado, dejándonos solos y, como declararía después ante las autoridades, "todavía con vida". 
La fiesta no se iba a preparar sola. ¿O quizás sí? Comimos, probamos todas y cada una de las bicis que había en el garaje de la casa, comprobamos la resistencia del terreno frente a impactos de palos de golf a escasos centímetros de una pequeña pelota de referencia, y pese a todos esos esfuerzos por nuestra parte, la respuesta seguía siendo no. Así que entramos, pinchamos música de recortar y colorear, nos pusimos nuestros tenis de pensar pistas para la búsqueda del tesoro  y BUM, dos horas después estábamos llegando tarde al encuentro del resto de nuestro grupo, entre el que se encontraban los novios, sin haber acabado todavía de preparar la casa para la fiesta de despedida. 
Si hubiéramos estado en Galicia nos habríamos dado cuenta antes de que algo no iba bien, pero en un lugar tan exótico como el norte de Portugal no podíamos saber si la ausencia de otros vehículos por la autopista era algo normal para una tarde de sábado o no. 
Por eso, pese a nuestro retraso (horario) no llegamos tan tarde como esperábamos. Todos estábamos entre nerviosos y excitados. En Diego y Uxi ese nerviosismo era normal: los habíamos traído prácticamente secuestrados, no tenían ni idea de lo que les esperaba. Para ser francos, ninguno de nosotros tenía idea de lo que íbamos a acabar viviendo, nadie en su sano juicio podría esperarse jamás semejante cosa. 

-¿Seguro que es aquí? -preguntó Carlos, por ejemplo. 
-Tiene que ser -respondió Paula. 
-Centro Aventura Quinta de Pentieiros -dijo el cartel. 
-Pues sí, es aquí. Ese portal está abierto. Podemos aparcar ahí dentro. 

¿Por qué no hay gente? No recuerdo haber oído esa pregunta en boca de nadie, pero era algo que al cabo de unos minutos todos nos preguntábamos. Estábamos en el sitio correcto, no había dudas. La puerta del almacén donde guardaban el material para las actividades estaba abierta, así como el maletero de un todoterreno con el logo del Centro Aventura impreso en los laterales. 

-¿Se habrán ido porque llegamos tarde? 
-No puede ser, hablé con ellos hará una hora para decirles que nos retrasábamos y me dijeron que no había problema -contestó Paula. -Voy a llamarles otra vez. 

El teléfono sonó una, dos, tres veces sin que nadie descolgara, sin que ninguno de los que lo estábamos oyendo nos diéramos cuenta de que estaba tirado a unos metros de distancia, con la pantalla astillada, medio hundido en el barro, justo en medio de una pisada. Lo habríamos encontrado sin problema si otro sonido no hubiera eclipsado el tenue tono de llamada. Un grito de terror y el ruido de unos pies corriendo sobre la gravilla precedieron la entrada de Joao en nuestro campo de visión. No hacía falta hablar portugués para entender los gestos de sus manos indicándonos que nos metiéramos en el almacén, o el gesto de su cara para comprender que debíamos hacerlo inmediatamente. No recuerdo quién fue el último en entrar. Sólo sé que mientras accionaba el mecanismo que bajaba la puerta automática, su cara dibujaba la misma expresión que fugazmente habíamos visto en la de Joao, hasta que la penumbra de la sala la difuminó.  

-¿Por qué cierras? ¿Dónde está el portugués?

Óscar negó con la cabeza, así que supongo que sí sé quien entró de último. 

-¿No qué? 
-No lo ha conseguido. 
-¿No ha conseguido qué? ¿Entrar? Si le cierras la puerta en sus narices, normal... 
-¿Oyes como golpea la puerta? ¿Oyes como nos grita que le dejemos entrar? No, ¿verdad? Lo ha alcanzado, no fue lo bastante rápido. 
-¿Quién? 
-Podemos llamarle Joao, suena bastante portugués -sugerí yo. 
-No, que quién ha matado a Joao. Óscar, ¿qué has visto? 
-¿Yo? Nada. 
-Tú no, Copas -aclaró Uxi. -El otro Óscar. 
-Qué lío -dijo uno de los dieciocho que estábamos ahí. 
-¿No hay luz?
-No sé qué era, pero nada bueno. 
-Creo que aquí hay un interruptor. 
-¿Pero no viste si era un animal o una persona? 
-Se movía como un animal, así que sería un animal. Sólo sé que no deberíamos salir afuera, al menos de momento. No así, indefensos. 
-Igual esto nos viene bien -dijo Rebe al encender la luz, señalando una estantería repleta de rifles, chalecos anti-balas y demás protecciones. 
-¿Qué es este lugar? -preguntó Diego. 
-¡Sorpresa! Íbamos a jugar al paintball, pero supongo que ahora podremos usar estas cosas para protegernos de lo que demonios sea que haya allí fuera para llegar a los coches. Es una carrera corta, no creo que lo vayamos a necesitar, pero no está de más poder disparar bolas de pintura aunque sea para asustar y ganar algo de tiempo.  

No tardamos demasiado en equiparnos. Mono, chaleco, guantes, protección para el cuello y máscara para la cara, rifle cargado hasta los topes de bolas de pintura, fotito de grupo y estábamos listos para afrontar lo desconocido. 
La estrategia era la siguiente: Omar saldría por una puerta lateral y escalaría por el rocódromo que había justo al lado. Una vez arriba tendría una visión clara de los alrededores y nos avisaría de si era seguro salir y llegar hasta los coches. Uno de los coches volvería para recoger a Omar y todos juntos nos alejaríamos del lugar sanos y salvos sin lamentar más víctimas que Joao, al que de todos modos no conocíamos. Un plan simple y perfecto. Nada podía fallar. Pero falló. Vaya si falló. Nada más abrir la puerta lateral algo agarró a Omar y lo arrastró fuera del almacén. Intentamos evitar que lo que sea que estuviera tirando de él se lo llevara, pero sólo conseguimos quedarnos con el pie de nuestro amigo. 

-Yo lo siento mucho, pero si queremos salvar nuestras vidas ahora es el momento de salir. No dejemos que la muerte de Omar sea en vano. 
-¡Non deixemos que morra entón! 
-Es una opción tan válida como cualquier otra, Sheila, pero por otro lado no lo es. A la de tres, corramos hasta los coches. Después podemos ir a buscar los restos de Omar. Una... 
-¡Tres! -gritó Copas antes de salir corriendo y chocar contra el portal que todavía estaba a medio subir. Cayó inconsciente. 
-Tres será -dijo Sergio mientras arrancaba las llaves del coche de la mano inerte de Copas. 

Salimos corriendo, disparando nuestras armas. Sin mirar atrás llegamos a los coches. Ya dentro, seguros, habríamos vuelto sin dudarlo a buscar a nuestros dos amigos, pero la realidad nos obligó a incumplir nuestras promesas. El suelo comenzó a temblar ritmicamente, al igual que el agua en el vaso de plástico sobre el salpicadero de uno de los coches. 

-¡Vámonos de aquí! -gritó Carlos antes de arrancar quemando rueda, seguido de Sergio, Sheila, Óscar y Diego. El coche de María lo vimos volar por los aires, lanzado por una fuerza descomunal. 

Nos dirigimos a la casa de nuevo. Era el lugar seguro más cercano. Además, faltaban invitados por llegar a la fiesta. Por el camino ninguno dijo nada. Estábamos demasiado asustados por lo que acababa de pasar. No todos los días unos monstruos (¿Porque era eso, verdad?) matan a tres de tus amigos así, de golpe. Uno vale. ¿Tres? Era de locos. 

-Esto es de locos -dijo Darío. 

Hacía media hora que él, junto con María, María y Mario (verídico), habían llegado a la casa. Antes habían entrado en unas cuantas otras por equivocación. En ninguna de ellas había nadie. Cuando nos preguntaron dónde estaban Omar y Copas les tuvimos que contar lo que había pasado. Uno pensará que cuando ocurre algo tan extraordinario no hace falta esperar a que te pregunten por los desaparecidos para contar lo que ha sucedido, pero estábamos en shock o cualquier otra excusa que no nos haga parecer personas desalmadas que nada más llegar a la casa hicieron turnos para ducharse y empezaron a picotear, pues huir de fantasmas (¿Porque era eso, verdad?) abre el apetito. 

-Ahora que lo pienso -dije yo-, esto me recuerda a un suceso que leí hace tiempo. Asturias, navidad del siglo XIX. Un detective llega a la localidad de Villapueblo de Ciudad para investigar unas muertes sospechosas. El caso es que moría gente, y el detective, que no llevaba ropa interior debajo de la gabardina, fue investigando y al final descubrió que los asesinatos los cometían unos globos. 
-¿Lobos o globos?
-Lobos. Perdón, globos. Con g de nomo. 
-¿Y por qué te recuerda ese caso a esto? ¿Esas cosas te tenían pinta de globos?
-Hay globos de infinidad de formas. La lista es interminable: de animales... 
-¿Y los hay que causen temblores al pisar el suelo? ¿Que puedan lanzar un coche por los aires como si no pesara más que una caja de cartón? No señor. No eran globos. Está claro: son dinosaurios. 
-Los dinosaurios no existen. 
-No existen en el año 2014. Pero, ¿y si no estamos en el año 2014? ¿Y si hemos viajado en el tiempo? Mirad, en Portugal es una hora menos que en Galicia, esto está claro, ¿verdad? Pero en ningún lado dice de qué año es esa hora menos. ¿Y si es una hora menos del 27 de diciembre, pero no del 2014, sino del año 46 de los dinosaurios? Podría ser, ¿verdad?
-Pi, pu, pi. Podría ser, sí -anunció Carlos tras realizar unas operaciones en su calculadora. 
-¿No os huele a gas? 
-Dinosaurios... Sabemos que las matemáticas nos dan la razón. ¿Es biológicamente posible, Diego? 
-No, es totalmente imposible. Jamás he escuchado tontería más grande en mi... 

Pero sus palabras quedaron interrumpidas por la entrada a través de la puerta corredera del salón donde nos encontrábamos de un velocirraptor, que de varios certeros zarpazos arrancó un buen puñado de cabezas, antes de perder la suya propia por el quirúrgico corte del sable láser que blandía Gonzalo. 

-Definitivamente huele a gas. 
-¿Hay más ahí afuera? Deberíamos salir de aquí. 
-Baja el volumen. ¿Dónde está Jorge? 

Gonzalo se asomó por el hueco que el dinosaurio había dejado en la cristalera. Su cara, iluminada de verde por el sable, fue un blanco demasiado fácil para el T-Rex. Un mordisco y zas, otro más sin cabeza. 

-¿Jorge? Apagad la música. ¿Jorge?
-En la cocina... 

Los supervivientes entraron en la cocina. 

-Joder, sí que huele a gas. 

Dijeron, antes de encontrarse el cuerpo de Jorge en el suelo, con claros síntomas de intoxicación, balbuceando la narración de la despedida de solteros de Uxi y Diego. 


lunes, 15 de diciembre de 2014

Jorge y su viaje en tren

Todavía era domingo en algún lugar del mundo cuando Jorge abrió esos ojos que Dios le había dado y saludó con un bostezo a las penumbras de su habitación. Su plan de levantarse al rayar el alba e ir a nadar a las frías aguas del océano atlántico se había visto truncado por un poder superior a él, un poder que se alimenta del material del que están hechos los ronroneos de los gatos. Apenas tuvo tiempo de vestirse,  aunque mal y de forma incompleta, antes de salir corriendo como una gacela por la puerta de su casa. Saliendo por la puerta de su casa como una gacela corre por la sabana, se entiende. 

Jorge cruzó la ciudad a trompicones, evitando a estibadores borrachos y a niños endemoniados por el uso y abuso de la cocaína,  y llegó a la estación de ferrocarriles de una pieza, aunque sin pantalones.   

"Con razón me sentía tan fresco y ligero", le respondió Jorge al revisor cuando éste, ya en el tren, le preguntó por su peculiar indumentaria, o la falta de ella. "Esto es totalmente inaceptable", gritó susurrando el revisor montando una escena, justo lo que trataba de evitar, no ya ahora, sino de siempre, desde que era pequeño y jugaba a ticar billetes entre sus   compañeros de guardería. "Caballero, me temo que va a tener que abandonar el coche de las personas y encontrar acomodo en el de los porquiños", dijo señalando hacia la parte trasera del tren, de donde provenían unos graciosos sonidos y unos terribles hedores, mezclados en una nube de aire enrarecido. "No puedo ayudar al maquinista con el carbón",  preguntó Jorge, pero mal, por lo que el revisor le espetó un educado "y a mí que me cuenta, nadie le ha dicho que ayude a nadie, y menos en eso, ya que este tren no funciona con carbón.  Es un tren de vapor", concluyó ufano el revisor, su pecho henchido,  su cabeza erguida. Jorge miró al revisor con cara de pato. No sabía si eran esos ojos pequeños,  ese peinado pegado al cráneo, esa nariz aplastada perpendicularmente al tabique, o sus pies apuntando hacia afuera. "Revisor", dijo, "Señor Pato", pensó, "no me diga que este tren no funciona con carbón, que va a vapor, porque le mato aquí mismo con las manos de este señor". 

Jorge comenzó entonces una explicación tremendamente vehemente sobre el funcionamiento de la máquina de vapor y su importancia en la revolución industrial que acababan de vivir y en el transporte de aquí, de la tierra, pero la mitad de sus palabras fueron recibidas con gruñidos y olor a estiércol, e iban acompañadas de un dolor agudo en sus costillas, lo que junto a la presencia de los porquiños le recordó el hambre que tenía. 

No comía desde hacía dios sabe cuantos días,  probablemente menos de uno, pero aún así,  su estómago rugía clamando saciarse una vez más, quien sabe si la última antes de morir. Sin perder el tiempo se lanzó sobre el animal más cercano, que resultaba ser a la vez el de aspecto más apetitoso. Le hincó los dientes en todo el lomo, y nada más saborear la carne, escupió. Puaj, está poco hecho. El siguiente bocado le supo a nada, y tardó poco en saber por qué. No lo había dado él. 
El cerdo de su izquierda andaba con su dedo meñique en la boca. El cerdo de su derecha no le permitió terminar de pulir su idea de que a partir de ahora iba a contar hasta nueve con una precisión quirúrgica, ya que le distrajo sobremanera ver por primera vez su oreja sin necesidad de un espejo. 

Jorge suplicó clemencia,  pero los cerdos parecían no entenderle. Él tampoco les entendía a ellos, pero quizás buena parte de eso se debiera a que los porquiños gruñían con la boca llena de las orejas de Jorge. Entre bocado y bocado, haciendo acopio de todas las fuerzas que le quedaban, Jorge cruzó el vagón dando compactas volteretas y atravesó como un armadillo la puerta de madera, saliendo despedido del tren y arrastrándose decenas de metros por el balasto antes de detenerse, mira que casualidad, en el único punto de toda la vía en el que había un charco de sangre, como bien recogieron los periodistas que se personaron minutos después en el lugar para cubrir la noticia.