-He resuelto el
caso.
-Hola a ti también. Deja que me siente antes al menos... -dijo el
detective recién llegado mientras reclamaba la atención del camarero con una
mirada certera, directa a los ojos del joven muchacho. Éste acudió flotando a
trompicones entre las mesas, derribando nada, por suerte.
Eran las ocho de la mañana de un lunes de abril y la cafetería estaba
prácticamente vacía salvo por la mesa que ahora ocupaban los dos detectives. El
más joven de ellos, el que había citado a su compañero a tan temprana hora,
trataba de aplacar los nervios por lo que estaba a punto de contarle al otro
llevándose una y otra vez la cerveza a los labios. Una cerveza de la que se
hablaría durante años en las cenas de la familia Gómez Pérez, propietarios de
la pequeña cafetería “Café Bar Restaruante”. Una cerveza a la que José Ramón
hijo, el pequeño Jomón para los amigos, bautizó oficialmente –y con todo el
derecho del mundo, pues fue él quién la sirvió- como “La vencedora de cafés si
los cafés y las cervezas, junto con otras bebidas o productos a la venta,
disputaran una carrera y quien, no sé, quien venciera, como si de una carrera,
¿sabes? El primero que se sirva en un día, lo que primero pida alguien…
Nosotros abrimos sobre las ocho, ¿no?, algo antes a veces, entonces sería… El
tipo, un tipo, entra, o una tipa, una señorita, vamos, y lo que pida es como
una apuesta, un… y claro, lo normal es que gane un café con leche o algo así,
no una cerveza”. La elocuencia nunca fue el fuerte de Jomón, pero al igual que
quien no tiene piernas tiene cabeza, Jomón era el orgulloso poseedor de la
letra más pequeña y aun así legible a este lado del meridiano de Greenwich y
por tanto, debido al carácter esférico del planeta y al semicircunferencial del
meridiano, de todo el mundo. El mismo don que le ayudó a conseguir el graduado
escolar a base de “material de apoyo y/o consulta extra-oficial para uso
potencial en exámenes”, como él lo llamaba, le sirvió para que la placa con la
inscripción en el pequeño pedestal sobre el que descansaba el botellín en
cuestión no fuera del tamaño de una sábana doblada cuatro veces.
-Escúchame, y escúchame bien, porque sólo lo diré una vez -comenzó el
detective con la más autoritaria de sus voces, la que empleaba en situaciones
de vida o muerte, o cuando a él le apetecía, pues era suya al fin y al cabo-.
Quiero un café con leche, y quiero que el color de ese café con leche tenga
exactamente -pronunció con énfasis-, exactamente digo -repitió- este tono de
marrón -concluyó entregándole al camarero una pequeña tira de papel. –No me
importa cuanto tiempo te lleve conseguirlo, ni cuantos litros de café o leche
tengas que usar. Si no es exactamente de ese tono –señaló el papel que ahora se
agitaba en las manos del aterrorizado camarero- no te molestes en venir. Y ya
sabes que es lo que digo cuando digo exactamente.
-Sí, señor, como este marrón –balbuceó Jomón, agitando descontroladamente
el papelito marrón.
-Y cuando digo que no te molestes en venir lo digo completamente en
serio. ¿Sabes que le hice al último camarero que creyó que yo no sería capaz de
apreciar la diferencia entre mi marrón y el marrón de lo que él llamó “su café
con leche, tal como me lo ha pedido, señor”?
-¿Lo mató? –se aventuró a contestar el joven Jomón.
El detective asintió lentamente con la cabeza sin apartar la mirada de
los aterrorizados ojos del camarero.
-¿A que esperas? –ladró el detective. No había terminado de puntuar la
última interrogación cuando la mitad inferior del camarero desapareció detrás
de la barra.
-Creía que no te gustaba el café –dijo entre risas el joven
McFlannagannagannan.
“Piensa en una piedra rebotando por la hasta ese momento lisa superficie
de un oscuro lago escocés”, decía su abuelo cada vez que se presentaba a
alguien. “McFlannagannagannan”, decía, moviendo su mano de izquierda a derecha
con ondulaciones cada vez más pequeñas, “así se pronuncia, dejando que se
extinga poco a poco”.
-Hay dos cosas que no me gustan en esta vida: el café y madrugar.
-¿Qué me dices de Hitler? O del racismo, por ejemplo.
-¡Maldita sea, McFlannagannagannan! Es una forma de hablar. Y es
demasiado temprano para aguantar tus gilipolleces. Odio madrugar y lo único que
me funciona para que se me haga algo más llevadero es joderle la mañana a un
pobre inocente.
-¿De qué era el papelito que le diste?
-No sé, lo encontré en mi bolsillo. Pobre imbécil, ni siquiera era
marrón. Como no use zumo de naranja en vez de leche…
-¿Es eso una sonrisa, Paquer?
-Vete a la mierda. Decías que has resuelto el caso. ¿He oído bien? ¿Lo
decías en serio?
-Sí. No te habría hecho venir a esta hora si no fuera así.
-¿Por eso desayunas con cerveza? ¿Para celebrarlo?
-No, he estado toda la noche en vela, no cuenta como desayuno, o como
madrugar, así que no me mires como si fuera un alcohólico.
-¡Pero lo eres!
-Ya, pero no por esto en concreto. Mira, ¿quieres saber de qué forma
apasionante lo he resuelto o no?
-Me vale con que me digas qué pasó, no cómo lo has averiguado.
-Joder, Paquito, le quitas la gracia a la vida. Está bien… -Redoble de
tambor. -Fue un suicidio.
-Venga, hombre…
-¿Qué? ¿Qué? –pero como retando, moviendo la cabeza como si quisiera
romper con un movimiento ascendente del mentón una tabla sujetada por dos
karatekas no lo suficientemente buenos como para formar parte activa de la
exhibición de final de curso en el pabellón local, como diciendo “¿No me crees?
¿Quién coño te crees que eres para dudar de mi palabra, subnormal? Venga,
payaso, contradíceme”.
-Vale, digamos que te creo. –McFlannagannagannan se recostó en el asiento
expresando claramente un “faltaría más” con su lenguaje corporal. -¿Por qué
dices que fue un suicidio?
-¿Por qué sé que fue un
suicidio, preguntas? –McFlannagannagannan echó la cabeza hacia atrás y expulsó
desde el fondo de sus pulmones la risa más falsa que Paco había oído jamás, una
risa cargada de haches, una risa de cortacésped arrancando, la clase de risa
que si la repites varias veces te deja sin oxígeno en el cerebro y hace que
todo te vueltas, dicen. –Paco, Paquito. ¿Cuántos años tienes? ¿Cincuenta y
seis? ¿Cuántos años llevas en esto? Abre los ojos, Paquer. Es obvio que fue un
suicidio. Hay que ser realmente inútil para no verlo al instante. Sin ofender.
-Dime, oh, Flanni el omnisciente, ¿cómo es que has tardado cinco días en
descubrirlo?
-Será que se me ha pegado tu ineptitud. Pero este fin de semana que he
estado lejos de ti la respuesta vino a mi mente clara como una analogía
perfecta. ¡Paco, el tío no tenía manos!
-Hombre, gracias por la información. ¿Sabías también que murió porque el
paracaídas no se le abrió?
-Guárdate tu ironía para otro, Paco. Y abre los putos ojos, ¿quieres?
¿Por qué iba un hombre sin manos a saltar en paracaídas?
-¿Por qué iba cualquiera a hacerlo?
-No es eso a donde quiero ir a parar. –McFlannagannagannan hizo una pausa
tratando de escoger las palabras correctas. -¿Cómo iba la víctima a abrir el
paracaídas?
-Tirando de la anilla.
-¿Con qué? ¿Con puto qué?
-El desgraciado no tenía manos… -dijo Paco llevándose una de las suyas a
la boca (dentro no, cubriéndola con la palma).
-¡No tenía jodidas manos! –exclamó McFlannagannagannan golpeando la mesa
con rabia. –Intenta tirar de una anilla con un muñón. No se puede. ¿No es lo
que dicen? “Lo único que nos diferencia de los humanos es que ellos pueden
saltar en paracaídas pues pueden tirar de la anilla debido a la habilidad de
sus dedos”. No, espera…
-¿Quién dice eso? ¿Los perros?
-Ya, no, está mal. ¿Cómo era? “Lo único que nos diferencia de los monos…”
Da igual. El caso es que no tenía manos.
-Y tampoco las tenía antes de saltar, ¿no?
-Claro que no. No le salieron disparadas al chocar contra el suelo como
si estuviera hecho de piezas de lego.
-Ya… Pero aún así eso no prueba que fuera un suicidio, ¿no?
-Esa parte es a la que le he estado dando vueltas toda la noche.
-¿Y bien?
-Es la explicación más razonable teniendo en cuenta que es la única forma
que tiene para suicidarse una persona sin manos.
Cuando McFlannagannagannan estaba ensayando mentalmente esta conversación
antes de que Paco llegara se imaginaba a sí mismo en el centro de un gran
estadio lleno de gente con todos los focos fijos sobre él, y con un gran
porcentaje del público muriendo asfixiado al estar aguantando la respiración
para escuchar claramente (porque algún idiota se había olvidado de amplificar
su voz para que llegara a los cientos de miles de personas allí reunidas) cada
una de las palabras que salían de su boca. Y al llegar a este punto, al hacer
esa afirmación cuanto menos controvertida, millones de gargantas harían “Ahhh”,
“Ohhhh”, “¡No puede ser!”, al unísono.
Allí, en la cafetería, el público no estaba tan entregado como en su
cabeza.
-Boh.
Pero el joven y entusiasta Flanni no se vino abajo.
-¡Piénsalo! Imagina por un momento que no tienes manos y quieres quitarte
la vida. Eres un detective, tienes a tu disposición una pistola, ¿verdad,
Paquer? Oh, que pena que no tengas dedos para apretar el gatillo. Tendrás que
tomarte un puñado de pastillas. ¿Cómo las sacas del bote? O peor aún, de esas
tabletas que tienes que apretar individualmente y hacer que atraviesen el suelo
de papel de aluminio como si de un parto se tratara. No queda otra que llenar
la bañera y meterse junto con la tostadora, ¿no? ¡Error! ¿Cómo coño tienes
pensado abrir el paquete de pan de molde?
-Pero no hace falta…
-Y podría continuar durante horas. Créeme, es la única forma.
-Voy a pasar por alto lo de la tostadora, pero da igual. ¿No es más fácil
saltar desde lo alto de un edificio o desde un puente?
-Por favor, Paco, no me hagas reír. ¿Tirarse de un puente? Uh, voy a
saltar al agua, el material más blando que existe… Quizás debería hacerlo
envuelto en plástico de burbujas. Y lo otro, lo del edificio, ¿cómo haría para
subir hasta ahí? ¿Es Spiderman nuestro hombre ahora? –McFlannagannagannan no se
pudo contener y se vio obligado a llenar el local con esa risa mataneuronas
suya. –Es la única forma. Punto.
-Alguien puede dejar el bote de las pastillas abierto.
-¿Cómo dices?
-Dejando de lado que no hace falta meter pan en la tostadora para
suicidarse con ella, digo que alguien puede dejar el bote abierto y entonces
yo, el yo sin manos, sólo tendría que tragarme un montón de pastillas.
-Sí, y hacer cómplice de suicidio a un amigo. Estoy hablando de actuar
solo, Paquito.
-Es decir, que alguien deje abierto unas aspirinas lo implicaría en el
suicidio pero ¿a suicidarse tirándose en paracaídas lo llamas “actuar solo”?
-Te levantas y no tienes manos, como desde hace años. Le dices a un amigo
que te ponga guantes. Antes de que digas nada, ese amigo sólo te está poniendo
unos guantes, como tantos otros días, para que los niños pequeños de la calle
no se asusten al ver tus asquerosos muñones. No está haciendo nada malo. Llegas
al aeródromo y dices que quieres saltar en paracaídas. Te subes a la avioneta y
te ponen el paracaídas, ya que no van a confiar en que un novato se lo ponga
solo. Y todo esto con los guantes. Puede que el monitor piense que eres un tipo
raro por llevar las manos así, con los dedos completamente estirados y la palma
hinchada, que esas manos parecen más unas ubres que unas manos, pero ¿qué te va
a decir? Nada, tú pagas tu dinero y él chitón, no va a ofender a un respetado
cliente así porque sí. Y llega el momento de saltar. Te acercas a la
ventanilla, o desde donde sea que se lancen los paracaidistas, y sin que nadie
te ponga la mano encima, por decisión propia, te arrojas al vacío.
McFlannagannagannan, que a medida que iba narrando su versión de los
hechos se había ido inclinando hacia delante, dio un último sorbo a su cerveza
y se dejó caer de nuevo en su asiento, sonriendo con suficiencia. Paco lo
miraba con los ojos entrecerrados, dudando si merecía la pena pasar el resto de
su vida en la cárcel. Respiró hondo una y mil veces y se alegró más que nunca
de haber dejado la pistola en el coche.
-Hay tantos fallos en tu teoría que no sé ni por dónde empezar. Casi
siento lástima por ti –dijo al fin, levantándose y encaminándose hacia la
puerta.
-Si has de sentir lástima hazlo por nuestro hombre cayendo durante varios minutos con una
sonrisa de oreja a oreja por conseguir al fin lo que buscaba –le gritó
McFlannagannagannan a sus espaldas-, pero teniendo que irse de este mundo sin
poder dedicarle el “¡Jódete!” que se merece.