Esta vez el sonido le llegó nítido. Abrió los ojos e intentó hacer lo
mismo con los oídos, pero no hizo falta. Un nuevo clank y un grito apagado.
-Fuera, Mila Kunis –susurró empujando a su gata, dormida sobre sus
piernas, antes de levantarse de la cama. Se acercó a la ventana y la abrió,
dejando que el frío aire otoñal la despertara por completo. No tuvo tiempo de
esquivar la siguiente piedra.
-¡Ay! –gritó cuando recibió el impacto en plena frente.
-¡Chss! ¡Vas a despertar a todo el mundo! –le comunicaron a alaridos
desde la calle. Una nueva piedra le pasó silbando junto al oído, y tras rebotar
contra un enorme oso de peluche, acabó golpeando a Mila Kunis en el lomo. La
gata salió disparada directa a la pared y a)la atravesó dejando un bonito
agujero con forma felina; b)chocó cabeza por delante y quedó inconsciente
durante dos horas, quizás más.
-¡Deja de tirar piedras! Ya tienes mi atención.
-Baja.
-¿Qué hora es?
-No sé, las tres, casi. Cálzate y baja.
Un minuto después los dos caminaban en silencio. Ella había pedido
explicaciones; él la había callado con un “ahora no” y un gesto con la mano que
sólo podía significar “sígueme”. A mitad del puente medieval él se detuvo y
rebuscó en su bolsillo. De él sacó una moneda y la lanzó con todas sus fuerzas
al río.
-¿Por qué has hecho eso?
-Es tradición.
-Pues no la conocía. ¿Pides un deseo o qué?
-No, simplemente lanzas una moneda lo más lejos que puedas.
-¿Para qué?
-Limosna para peces. Y ahora silencio, ya casi hemos llegado.
Enfilaron la calle principal adoquinada. Sus pisadas resonaban en la
calma de la noche. Sus sombras barrían el espacio entre farola y farola. Llegaron
a la plaza.
-¿Qué es eso? –preguntó ella.
Él sonrió, se frotó las manos y dando saltitos se acercó a lo que ella
señalaba. Con un grácil movimiento de sus manos retiró la lona que lo cubría al
grito de “Ta-dah!”.
-¡Es una máquina del tiempo! –explicó entusiasmado.
-Un momento... Oye, me estás diciendo que has construido una máquina del
tiempo… ¿con un Patrol?
-Así es. Me dije: ya que voy a construir una máquina del tiempo, ¿por qué
no hacerlo con clase? ¿Quieres probarla?
-¿Yo?
-¡Claro! Para eso te he traído.
-¿Vendrás conmigo?
-No, pero algo me dice que no tardaremos en volver a vernos –dijo con ese
tono misterioso del que sabe algo que tú desconoces, esa media sonrisa que
tiene escrita un “ya verás, ya” amistoso.
-¿Cómo funciona? –preguntó ella subida ya al coche, pasando las manos por
el volante, revisándolo todo.
-¿Ves el reloj en la torre de la iglesia? Pues diez metros más arriba
está el pararrayos. Exactamente en –se miró la muñeca, no tenía reloj; alzó de
nuevo la vista hacia la iglesia- dos minutos, un rayo caerá ahí mismo. Mediante
ese cable transmitiré la energía hasta ese otro cable de ahí adelante, el que
cuelga entre esos dos postes. Lo que tienes que hacer es sujetar esto así –le
entregó un largo palo de aluminio robado de la piscina municipal- como si
fueras un coche de choque y hacer contacto con el cable en el preciso instante
en el que la electricidad generada por el rayo circule por ahí. En ese momento
has de ir a no menos de cincuenta kilómetros por hora. ¿Alguna duda?
-Muchas.
-Bien, no hay tiempo para resolverlas. ¡Es la hora! ¡Acelera! –ordenó
golpeando el lateral del coche, que como un caballo azotado con una fusta salió
despedido quemando rueda.
-¿A dónde me envías? –gritó ella asomando la cabeza por la ventanilla, el
viento agitando sus negros cabellos, enredándolos con el palo rescata-niños.
-¡A dónde no, a cuándo!
En ese momento la más larga de las agujas perdía cualquier rastro de
horizontalidad en el reloj de la iglesia. Diez metros más arriba otra aguja
apuntaba a un cielo despejado y esperaba una descarga que no llegaba. En tierra,
la tercera de las agujas, la más pequeña de todas, echaba un pulso al
cincuenta, y ganaba. La última de ellas, gruesa y larga pero ligera, hueca,
chocaba contra un cable igualmente vacío y salía despedida hacia atrás sumando
a los sonidos de la plaza (a saber: motor, ruedas sobre adoquines, gritos de
emoción desde dentro de un Patrol, respiración contenida cien metros atrás) un
tintineo irregular y débil sepultado al instante por el chirrido de unos
neumáticos convertidos en lápices.
El Patrol se detuvo a escasos metros del final de la plaza y de él salió
ella, toda furia y decepción.
-¡Casi haces que me vuele la mano! –le recriminó haciéndose oír a través
de la plaza-. ¿Y el rayo? ¡No ha funcionado! ¡Eh, te estoy hablando!
Pero él no escuchaba. Él llevaba un rato boquiabierto, las manos en la
cabeza, la mirada fija en el infinito, riendo de pura incredulidad.
Ella empezó a caminar a grandes zancadas, recogió el palo de aluminio e
imaginó cuanto de él sería visible tras introducirlo por cierta cavidad con
determinada fuerza a medida que se iba acercando a su amigo. Estaba ya blandiéndolo cuando, aún sin
mirarla, él habló:
-Mira –dijo señalando a algún punto sobre su cabeza.
Ella dirigió la mirada hacia allí y en la torre de la iglesia vio el
reloj. Cuadrado, mármol blanco, dos agujas. La más larga de ellas había
comenzado ya a descender. La pequeña fija en el dos.
-Lo hemos conseguido –anunció él emocionado.
Ella miró una vez más el reloj, luego a él, y por último rebuscó en su
interior.
-¿Qué día es hoy?
-Sábado. Bueno, domingo.
-De número digo.
-¿Qué más da? ¡Hemos hecho historia! ¡Hemos viajado en el tiempo!
-Sí; tú, yo y todos y cada uno de los habitantes de este país.
-Pero ellos no han robado un Patrol a las tres menos veinte de la
madrugada. Así que con tal de devolver el coche en –consultó su muñeca de
nuevo, luego el reloj de la iglesia- algo menos de cuarenta minutos, no nos
denunciarán.
Así que se miraron, sonrieron, chocaron las manos al grito de “Fuck yeah!”, se subieron al Patrol colándose
pies por delante por las ventanillas abiertas, pulsaron play en el reproductor
de casettes haciendo sonar a todo volumen la última canción de Skrillex y
estuvieron haciendo trompos en mitad de la plaza hasta que cuatro minutos
después fueron detenidos por la policía.