Welcome!

Violators will be prosecuted. Enjoy!

martes, 28 de julio de 2015

Cuatro agujas

Esta vez el sonido le llegó nítido. Abrió los ojos e intentó hacer lo mismo con los oídos, pero no hizo falta. Un nuevo clank y un grito apagado.
-Fuera, Mila Kunis –susurró empujando a su gata, dormida sobre sus piernas, antes de levantarse de la cama. Se acercó a la ventana y la abrió, dejando que el frío aire otoñal la despertara por completo. No tuvo tiempo de esquivar la siguiente piedra.
-¡Ay! –gritó cuando recibió el impacto en plena frente.
-¡Chss! ¡Vas a despertar a todo el mundo! –le comunicaron a alaridos desde la calle. Una nueva piedra le pasó silbando junto al oído, y tras rebotar contra un enorme oso de peluche, acabó golpeando a Mila Kunis en el lomo. La gata salió disparada directa a la pared y a)la atravesó dejando un bonito agujero con forma felina; b)chocó cabeza por delante y quedó inconsciente durante dos horas, quizás más.
-¡Deja de tirar piedras! Ya tienes mi atención.
-Baja.
-¿Qué hora es?
-No sé, las tres, casi. Cálzate y baja.
Un minuto después los dos caminaban en silencio. Ella había pedido explicaciones; él la había callado con un “ahora no” y un gesto con la mano que sólo podía significar “sígueme”. A mitad del puente medieval él se detuvo y rebuscó en su bolsillo. De él sacó una moneda y la lanzó con todas sus fuerzas al río.
-¿Por qué has hecho eso?
-Es tradición.
-Pues no la conocía. ¿Pides un deseo o qué?
-No, simplemente lanzas una moneda lo más lejos que puedas.
-¿Para qué?
-Limosna para peces. Y ahora silencio, ya casi hemos llegado.
Enfilaron la calle principal adoquinada. Sus pisadas resonaban en la calma de la noche. Sus sombras barrían el espacio entre farola y farola. Llegaron a la plaza.
-¿Qué es eso? –preguntó ella.
Él sonrió, se frotó las manos y dando saltitos se acercó a lo que ella señalaba. Con un grácil movimiento de sus manos retiró la lona que lo cubría al grito de “Ta-dah!”.
-¡Es una máquina del tiempo! –explicó entusiasmado.
-Un momento... Oye, me estás diciendo que has construido una máquina del tiempo… ¿con un Patrol?
-Así es. Me dije: ya que voy a construir una máquina del tiempo, ¿por qué no hacerlo con clase? ¿Quieres probarla?
-¿Yo?
-¡Claro! Para eso te he traído.
-¿Vendrás conmigo?
-No, pero algo me dice que no tardaremos en volver a vernos –dijo con ese tono misterioso del que sabe algo que tú desconoces, esa media sonrisa que tiene escrita un “ya verás, ya” amistoso.
-¿Cómo funciona? –preguntó ella subida ya al coche, pasando las manos por el volante, revisándolo todo.
-¿Ves el reloj en la torre de la iglesia? Pues diez metros más arriba está el pararrayos. Exactamente en –se miró la muñeca, no tenía reloj; alzó de nuevo la vista hacia la iglesia- dos minutos, un rayo caerá ahí mismo. Mediante ese cable transmitiré la energía hasta ese otro cable de ahí adelante, el que cuelga entre esos dos postes. Lo que tienes que hacer es sujetar esto así –le entregó un largo palo de aluminio robado de la piscina municipal- como si fueras un coche de choque y hacer contacto con el cable en el preciso instante en el que la electricidad generada por el rayo circule por ahí. En ese momento has de ir a no menos de cincuenta kilómetros por hora. ¿Alguna duda?
-Muchas.
-Bien, no hay tiempo para resolverlas. ¡Es la hora! ¡Acelera! –ordenó golpeando el lateral del coche, que como un caballo azotado con una fusta salió despedido quemando rueda.
-¿A dónde me envías? –gritó ella asomando la cabeza por la ventanilla, el viento agitando sus negros cabellos, enredándolos con el palo rescata-niños.
-¡A dónde no, a cuándo!
En ese momento la más larga de las agujas perdía cualquier rastro de horizontalidad en el reloj de la iglesia. Diez metros más arriba otra aguja apuntaba a un cielo despejado y esperaba una descarga que no llegaba. En tierra, la tercera de las agujas, la más pequeña de todas, echaba un pulso al cincuenta, y ganaba. La última de ellas, gruesa y larga pero ligera, hueca, chocaba contra un cable igualmente vacío y salía despedida hacia atrás sumando a los sonidos de la plaza (a saber: motor, ruedas sobre adoquines, gritos de emoción desde dentro de un Patrol, respiración contenida cien metros atrás) un tintineo irregular y débil sepultado al instante por el chirrido de unos neumáticos convertidos en lápices.
El Patrol se detuvo a escasos metros del final de la plaza y de él salió ella, toda furia y decepción.
-¡Casi haces que me vuele la mano! –le recriminó haciéndose oír a través de la plaza-. ¿Y el rayo? ¡No ha funcionado! ¡Eh, te estoy hablando!
Pero él no escuchaba. Él llevaba un rato boquiabierto, las manos en la cabeza, la mirada fija en el infinito, riendo de pura incredulidad.
Ella empezó a caminar a grandes zancadas, recogió el palo de aluminio e imaginó cuanto de él sería visible tras introducirlo por cierta cavidad con determinada fuerza a medida que se iba acercando a su amigo.  Estaba ya blandiéndolo cuando, aún sin mirarla, él habló:
-Mira –dijo señalando a algún punto sobre su cabeza.
Ella dirigió la mirada hacia allí y en la torre de la iglesia vio el reloj. Cuadrado, mármol blanco, dos agujas. La más larga de ellas había comenzado ya a descender. La pequeña fija en el dos.
-Lo hemos conseguido –anunció él emocionado.
Ella miró una vez más el reloj, luego a él, y por último rebuscó en su interior.
-¿Qué día es hoy?
-Sábado. Bueno, domingo.
-De número digo.
-¿Qué más da? ¡Hemos hecho historia! ¡Hemos viajado en el tiempo!
-Sí; tú, yo y todos y cada uno de los habitantes de este país.
-Pero ellos no han robado un Patrol a las tres menos veinte de la madrugada. Así que con tal de devolver el coche en –consultó su muñeca de nuevo, luego el reloj de la iglesia- algo menos de cuarenta minutos, no nos denunciarán.

Así que se miraron, sonrieron, chocaron las manos al grito de “Fuck yeah!”, se subieron al Patrol colándose pies por delante por las ventanillas abiertas, pulsaron play en el reproductor de casettes haciendo sonar a todo volumen la última canción de Skrillex y estuvieron haciendo trompos en mitad de la plaza hasta que cuatro minutos después fueron detenidos por la policía. 

viernes, 24 de julio de 2015

Welcome to Arizona

 Un cartel, Welcome to Arizona, ilegible a través de la polvareda levantada por un Cadillac del ’68 a más de cien millas por hora; descapotable, verde metalizado, tapicería de cuero blanco, radio a todo volumen. En el asiento trasero una bolsa de viaje a medio cerrar; billetes asomando, amenazando con salir volando y unirse momentáneamente al polvo en suspensión, eventualmente al desierto. En el delantero una pareja: chico y chica. Ambos: pelo largo, rizos. Perilla él, cantando a todo pulmón, inventándose la letra sobre la marcha. Ella: brazos en alto y gritos de euforia. La canción se aleja, se apaga. Calma.
Mismo cartel, silencio. Un murmullo creciente, luces rojas y azules, sirenas sincopadas y hojalata verde con pintura blanca temblando al paso de dos coches patrulla. Interminables rectas, carriles estrechos, arena y matorrales por cunetas.
En el retrovisor un punto se agranda por momentos. Primer coche patrulla. En él, dos personas. Gafas de aviador, bigotes de actor porno de los ’70, y una expresión que sólo puede indicar una cosa: embestida inminente. Un último acelerón, volantazo a la derecha. Delante: pedal al suelo, revoluciones al máximo. En el retrovisor una nube de polvo se empequeñece por momentos. Primer coche patrulla por los aires, uniéndose al desierto. Un estallido. Fuego, humo.
Segundo vehículo salido de la nada. Más rápido, más furioso; parrilla delantera apretando los dientes, recortando distancia pulgada a pulgada. Una escopeta asomando por la ventanilla. Un disparo y la luz trasera del Cadillac hecha añicos. El coche es robado, no importa. El segundo disparo levanta un buen pedazo de asiento trasero. Una sacudida, volantazos. Cuero blanco y espumillón pulverizado. Ella rebusca entre sus pies. Bingo. Se miran. Ella sonríe. Él asiente. Se besan. Un nuevo disparo, el tercero, se lleva por delante el retrovisor. Ella en pie sobre el asiento, escopeta en mano. Apunta. Dispara. Frenazo en seco, maniobra evasiva; tarde. El coche patrulla salta por los aires. A la tercera vuelta de campana ella se cansa de contar.
El Cadillac pierde velocidad hasta detenerse. Él, pálido, se desploma sobre el volante. En su espalda: sangre y cuero blanco. Agujero a juego con el del respaldo. Ella grita, lo sacude, se llora sobre él hasta ser nada. Destroza parabrisas y puños al unísono, y no siente nada. Baja del coche escopeta en mano. No nota el aire que agita su pelo. No le molesta el polvo en sus ojos, en sus pulmones. No ve los billetes salir volando. De rodillas, aprieta el gatillo. Fundido a negro. 

Un rótulo desaparece. Otro le sustituye segundos después. Ella apaga la tele. Él se queja. Ella señala la estantería a medio montar. Él, melodramático, se lanza de rodillas al suelo, señala al cielo con ambas manos, y exclama:
-¿No lo ves? ¡Nuestra primera persecución en directo! ¿No es emocionante?
Ella, divertida, se arrodilla frente a él. Apoyando una mano en su hombro, otra en su propio corazón, y mirándolo a los ojos, dice:
-No.
Se levanta y vuelve junto a la estantería. Girándose, añade:
-No hemos venido a Arizona para ver persecuciones en las que no haya involucradas llamas, Diego. 

miércoles, 1 de julio de 2015

4:13 am

Llevaba algún tiempo sonando cuando se despertó. Su mente: racional, milimétricamente cuadriculada, engranaje perfecto de diseño suizo y ensamblaje alemán, fiable hasta reventar, maquinaria potente y eficaz, miel sobre hojuelas sobre raíles de levitación magnética. Y sin embargo no entendía por qué el teléfono no estaba en su posición habitual. Vibraba y brillaba atravesando la mesilla de noche con intenciones suicidas. Intentó comprender qué pasaba, pero fue como quien intenta mover las aletas de la nariz sin tener consciencia de ellas; frunció el ceño. Se encontraba en la tercera fase del interminable y agonizante proceso de despertar  que supone una llamada a deshoras.
La fase dos, el choque de realidad que hace vibrar las paredes del sueño, agrietándolas hasta hacerlas añicos sobre -y dentro de- tu cabeza, la bofetada de agua helada justo antes de impactar contra el suelo, el anzuelo impregnado de Red Bull que tira de tu corazón y lo hace girar a quince mil revoluciones por minuto dentro de un barril de gasolina en llamas ladera abajo en mitad de una avalancha dirección a un precipicio sobre una rompiente de rocas afiladas repletas de cocodrilos venenosos, viene precedida por la sólo a posteriori perceptible fase uno, donde el mundo exterior se filtra y obliga a la mente durmiente a improvisar una explicación a la repentina incursión.
Abrió los ojos de golpe, y de haber podido pronunciar palabra habría preguntado “¿Qué? ¿Qué?”, sin saber si esperar o no respuesta, ni entender la pregunta. Pero en la fase tres bastante se tiene con lograr reconocer el cuarto en el que te encuentras. Como quien aleja la mano del fuego al sentir el mordisco de las llamas, su mano, obedeciendo a nadie, saltó para atrapar el móvil y lo sostuvo ante sus ojos, añadiendo ceguera al sufrimiento y delegando en ellos la tarea de descifrar lo que la pantalla anunciaba.
En ese estado, la habitual línea recta, un punto en algunos casos, que une nombre con cara se asemejaría más al cable de unos auriculares guardados en un cajón lleno de ovillos de lana en el centro de un laberinto con espejos por muros. Pero no había nombre alguno. Había números. Y si sólo hay números vuelves a ceder el control y dejas que la memoria muscular actúe de nuevo, confías en que tu dedo sabrá el camino que ha de recorrer sobre el cristal, que tu mano sostendrá con seguridad el teléfono y que tu brazo lo acercará a cómo sea que se llame eso que habitualmente usas para oír.
El primer “¿Sí?” lo pronuncias al aire. Es para ti y para nadie más, las primeras líneas de un boceto, el primer borrador de un relato; el mundo no tiene por qué sufrirlo. El segundo, tras descolgar, no es mucho mejor, pero a estas alturas qué más da.
-¿Estabas durmiendo?
-No –mientes. Al otro lado de la línea saben que mientes. La “N”, la “o”, saben que mientes. Tú sabes que mientes-. ¿Quién eres?
Sin respuesta.

Intentas abrir al máximo los ojos para mantenerte despierto. Y entonces ves nada. Y sobre tu pecho una llamada perdida.