Otro año más,
abril había llegado con su tiempo inestable, de transición; de recuerdo del
invierno o avance del verano, según le diera al mes ese año; con sus treinta
días encajados entre marzo y mayo como un ser querido en un abrazo.
Abril era el mejor mes del año, mi preferido desde que tengo uso de
razón. Porque en abril era mi cumpleaños. Y en mi cumpleaños yo era lo más
importante del mundo, y todas las personas de mi alrededor tenían por una vez
que reconocerlo, arrodillarse ante mí, presentarme sus respetos, agobiarme con
sus poco originales halagos y celebrar mi vida, porque con seis años todavía
era pronto para que mis más acérrimos enemigos comenzaran a celebrar mi camino
hacia la muerte.
Pero si abril era mi mes preferido y el trece el mejor de sus días era
por la tradición que se venía repitiendo desde hacía dos años, media vida para
un ser como yo, en la que mi tía me invitaba a ver una película de entre tres
posibles, siempre las mismas tres, las únicas tres que tenía grabadas desde
hacía años, guardadas con cariño en un cajón donde no entraba el polvo, como si
fueran delicadas criaturas, como si fueran un tesoro. Lo eran.
Tres. Eran tres. Las había visto miles de veces, o lo que un niño
considera miles de veces, y podría verlas miles de veces más. Pero esa noche,
ese jueves noche, jueves santo, tenía que elegir una, sólo una. Por eso ese día
era tan especial. Por eso las tradiciones perduran durante años, durante
generaciones, y traspasan fronteras: son algo único, excepcional, puntual,
extraordinario.
-Elige –dijo la extraña, ciega, negra, suave criatura. Habló con su voz
aguda que no parecía provenir de su opaca y oscura garganta, sino de algún
punto sobre su alargada cabeza, de sus extrañas orejas, desde allá donde mi
tía, con el gesto torcido, al igual que la sonrisa, me miraba, pues era yo y no
ella quien tenía que responder.
¿Cuál me apetecía ver? ¡Todas! Todas tenían algo especial. Fruncí mi
pequeño ceño.
-¿Quieres que te las recuerde? –volvió a hablar ese ser de cuerpo largo,
de dos partes rectas y una bisagra en el medio.
No lo necesitaba. Sabía perfectamente cuáles eran mis opciones. Pero aún
así asentí con fuerza, con decisión, acercando mi cabeza un poco más al suelo.
El ser entonces se alejó de mí describiendo un amplio arco y acercó su
cabeza a la mesa donde descansaban tres cajas negras. Olfateó intensamente, así
era como él veía, y mordió con su boca sin dientes la primera de ellas. Volvió
junto a mí y dejó con delicadeza la película en mis pequeñas manos. Yo leí, y a
mi mente vinieron decenas de imágenes. Esa era la película que yo quería ver.
¿Cómo no iba a serlo? Con su gigantesco hombre rocoso, caníbal, y su
triciclo a juego; sus amigos, más pequeños: uno surcando el cielo en su
ala-delta animal, el otro montado en su veloz caracol; Morla, la pobre y
anciana Morla, resignada, resfriada; el desván, la manta, la manzana y el
libro; Fújur, esponjoso perro volador, algodón y picor detrás de las orejas; la
emperatriz en su lujosa torre; Atreyu.
Atreyu tirando de Artax, incapaz de avanzar, sumido en la tristeza, en el
lodo, hasta desaparecer; la Nada, devorándolo todo; Gmork.
Mi tía notó mi miedo, pero fue él, el suave ser, quien habló.
-¿No te gusta el lobo? –preguntó. Yo negué con fuerza, con decisión-. Ya…
Es un lobo muy malo, ¿verdad? –dijo, pero fue mi tía la que sonrió,
tranquilizándome.
La criatura sin ojos no dijo que era sólo una película, como siempre se
le dice a los niños asustados, que no era verdad, que el lobo, ese lobo negro,
gigantesco, ese lobo de mente humana, retorcida, malvada, era en realidad un
peluche. Porque entonces la criatura ciega tendría que reconocer que ella misma
tampoco existía, que no era más que dos guantes hábilmente manipulados, y que
dentro estaba la mano de mi tía, que su voz era la de ella. Y como ella, como
el lobo, Atreyu, el valeroso Atreyu, tampoco sería de verdad. Ni Bastian.
¿Qué clase de mundo sería éste si no pudieras entrar en un libro, gritar
y ser oído, darle un nombre a la Emperatriz Infantil? ¿Qué mundo sería ese en
el que no lloras con Atreyu cuando Atreyu llora por Artax, en el que no tiras
con todas tus fuerzas de unas riendas invisibles, pero más reales que nada de
lo que puedas tocar? Si el lobo, ese lobo que asusta a un niño de seis años, no
es real, si sólo es una película, ¿por qué verla? ¿Por qué elegir, en el día
más importante del año, ver algo que sólo es una película?
-Es un lobo muy malo –dije. Y sonreí.