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Violators will be prosecuted. Enjoy!

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Monstruos

Magnífica idea la tuya, sí señor: ver una película de terror a las tantas de la madrugada, con la luz apagada, a solas en tu habitación. O eso esperas, al menos: que estés a solas ¿Te imaginas que no lo estés? ¿Que ese montón de ropa sobre la silla sea en realidad un fantasma? ¿Que desde el armario, con la puerta entreabierta, te esté espiando un espíritu? ¿Que bajo tu cama haya monstruos esperando a que te duermas para arrancarte el corazón?
Pero tú no crees en esas cosas. Sabes que la ropa de la silla no envuelve fantasma alguno. Que los ojos brillantes del armario son los de un adorable ratón. Que bajo tu cama… Bajo tu cama hay monstruos, sí.
Lo sabes. Los sientes. Enciendes la luz y murmuras:
Monstruos.
Porque tienen que saber que estás dispuesto a enfrentarte a ellos. Que más les vale que se queden quietos donde están, porque si se mueven…
Y lo hacen. Porque eso es lo que hacen los monstruos. Se mueven. Se pavonean. Aparecen de la nada. Los ves por el rabillo del ojo y atraen tu mirada. Entonces se detienen ahí, en la pared.
Monstruos dices con los dientes apretados, conteniendo un escalofrío.  
A tientas, buscas algún arma. No hace falta que sea una espada o una escopeta. Es más, espero que no sea una espada o una escopeta. ¿Quién duerme con esas armas junto a su cama? ¿Quién tiene esas armas en primer lugar? Tío, en serio: deshazte de esas armas, te vas a hacer daño.
Además, para enfrentarte a este monstruo sólo hace falta valor. Mucho valor. Y quizás una chancla.
Porque es un monstruo pequeño, aunque eso lo hace mil veces peor. Lo vigilas sin descanso por miedo a perderlo de vista, pese a que su imagen haga que se te encojan las uñas de los pies.
Él no se mueve. Podría interpretarse su parálisis como un signo de miedo. La tuya desde luego lo es.
Oh, pero el maldito bicho no tiene miedo, del mismo modo que el sol no tiene calor.
¿Sabes qué tiene? Cien pares de patas que ahora se mueven a la velocidad de las pesadillas. Entran en resonancia con ellas y hacen que todo tu ser tiemble. Si ahora gritaras, tu voz sonaría aguda y quebradiza. Pero no gritas. Estás demasiado ocupado intentando no perder de vista a la maldita escolopendra.
La ves subir por la pared, dirigiéndose hacia el hueco de la persiana. Que se meta por ahí, rezas. Que desaparezca por ese agujero que sin duda lleva al ultramundo. ¡Vuelve con los tuyos!, piensas con fuerza. Pero entonces te arrepientes, porque tu mente se llena de cientos de millones de esos asquerosos bichos subiéndose unos por encima de otros.
Con lo bien que estabas cuando tu mente la ocupaban los fantasmas. ¿Qué es lo peor que te puede hacer un fantasma, de todos modos? ¿Ponerse delante de ti y hacer que veas borroso?
Pero ese bicho… Si fueras omnipotente, usarías todo tu poder para concederte un único deseo, y con ese deseo eliminarías a todas las escolopendras de la faz de la Tierra y quizás de un montón de planetas más. Por si acaso.
Y entonces desaparece. Y respiras aliviado porque lo has visto desaparecer. Sabes dónde está: en la caja de la persiana. Ahora mismo prenderías fuego a la habitación si así lograras matar al dichoso bicho. Pero claro, el humo despertaría a tus padres. Pobres, necesitan dormir. No son horas de andar quemando la casa hasta los cimientos.
Apagas la luz. Te tapas bien con las mantas. Cierras los ojos. Entonces oyes el sonido más terrorífico del mundo: el golpe sordo y amortiguado de un cuerpo pequeño y ligero cayendo sobre el colchón.
Te pones de pie sobre la cama y enciendes la luz. Gritas. Ahí está, yendo hacia tus pies. Saltas de la cama y corres hasta la puerta. Miras hacia atrás. Ni se te ocurra perderlo de vista.
Chocas contra la pared. Tanteas con la mano hasta que encuentras el marco de la puerta. El bicho decide seguirte. Cae al suelo y de nuevo ese sonido hueco. Las patas arañan las baldosas. Levantan esquirlas cerámicas. Saltan chispas. 
Te arrincona. Tú no eres más que palidez y sudor frío. Estás tan desesperado que hasta desearías ser también bicho para poder subirte por las paredes y huir de él.
Intentas hacerte grande. Gritas. Levantas los brazos. Pero esa táctica sólo funciona con los anímales, no con los monstruos.
Quisieras ver en tu misma situación a los que dicen que te tiene más miedo él a ti que tú a él. ¿Por qué iba a tenerte miedo? ¿Sólo porque eres cientos de veces más grande que él? ¿Tienes tú miedo de los árboles? Claro que no.
Pero si un árbol cae sobre ti…
Sin pensártelo, lo pisas.
Cierras los ojos. Exhalas el poco aire que queda en tus pulmones. Todo ha acabado. El monstruo ha muerto. También tú.
Pobre imbécil. Aplastar a ese bicho con el pie descalzo ha sido demasiado para tu débil corazón.
Descansa en paz y ve a ser ropa en las sillas y a espiar desde los armarios junto a tu amigo el ratón. Ve a hacer que las mejores puestas de sol de la gente que odias se vean borrosas. Y nunca más tengas miedo de los monstruos. 

martes, 1 de noviembre de 2016

Voces

Hubo un fogonazo de luz. Luego, oscuridad. Tanteé con la mano hasta que encontré la mesilla de noche. Dejé el libro sobre ella y me levanté de la cama. Había velas en la cocina. Salí de la habitación. Oí una puerta que se abría. 
-Se ha ido la luz. 
-Ya. 
Mi hermana salió al pasillo. Llegó el trueno. 
-¿Has oído eso? 
-Claro. 
-¿Qué querrán? 
De haber luz, la habría mirado confundido. 
-¿Qué querrán quiénes? 
-Las voces. 
Meneé la cabeza. Sonreí. Le seguí el juego.  
-¿Qué voces? 
-Calla. Y escucha. 
Me callé. Escuché. Sólo oí el viento silbando entre las ramas y la lluvia golpeando las ventanas. 
-Vienen de fuera. Del jardín –dijo-. Nos llaman. 
Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Me pareció verla sonriendo antes de que se girara y se dirigiera hacia la entrada de la casa. 
-¿A dónde vas? No salgas. ¿No ves la noche que hace?
-No le tengo miedo a una simple tormenta. Ya no soy una niña. 
La puerta se abrió de par en par. El viento se coló por el pasillo y me agitó el pelo. Hubo un nuevo rayo y vi a mi hermana adentrándose en el jardín. La seguí. 
La tormenta se acercaba. La lluvia era fría. Los pies descalzos se me hundían en el césped encharcado. Perdí de vista a mi hermana. 
Entonces oí su risa. Sonó a verano en medio de esa tormenta otoñal. Venía del gran roble en mitad del jardín. Pese a la total oscuridad de esa última noche de octubre, su silueta se recortaba contra el cielo negro. Era una sombra en un mundo sin luz. Asustaba. 
-¡Estamos aquí! –gritó, haciéndose oír por encima del viento y de la lluvia y de los truenos. 
-¿Quiénes?
-Nosotras, idiota. ¡Ven! Quieren conocerte. 
-¿Quiénes quieren conocerme? –pregunté. Eché a andar hacia su voz.
Un nuevo relámpago iluminó el cielo. La vi junto al gran roble en mitad del jardín. Estaba sola. Su pelo mojado se le pegaba a la cara y le ocultaba parte del rostro. Sólo podía ver su boca. 
Sonreía. Siempre sonreía. Y ahora también susurraba, como si estuviera respondiendo a preguntas que nadie había hecho. 
-Anda, ven –dijo.
Sentí su mano extendida hacia mí. Se la cogí. Me arrastró hasta el árbol. 
-Este es mi hermano –dijo entonces.
Durante un instante, esperé en silencio a que alguien hablara. Luego, chasqueé la lengua.
-Déjate de tonterías y vámonos. 
Tiré de ella, pero no se movió.
-No son tonterías. Y no seas maleducado: saluda a mis amigas.  
Tomé aire y lo expulsé lentamente, intentando calmarme. Si saludando a las amigas imaginarias de mi hermana conseguía hacer que entrara en razón y volviera al interior de la casa...
-¿Tengo también que presentarme? -pregunté tras saludar al aire. 
Mi pregunta le hizo mucha gracia. Estalló en carcajadas. Su risa sonó a pompas de jabón explotando entre las manos de una niña. A verano en el jardín. A pura felicidad. 
-Ya saben cómo te llamas, idiota. ¿Cómo si no iban a poder haber llamado por ti? 
Un nuevo rayo. Un nuevo trueno. La tormenta se acercaba. 
-Vámonos. Por favor. 
Mi voz temblaba. 
-¿Tienes miedo de ellas? 
-Tengo miedo de que un rayo caiga sobre este árbol. 
-Oh, no me hagas reír –dijo ella, y su voz sonó muy fría y distante-. ¿Miedo? Creo que nada te gustaría más que ver este árbol reducido a cenizas. 
Ya había tenido bastante por una noche. Tiré una vez más de ella. Su mano estaba fría. No se movió. Se la solté y me alejé de ella y de sus estúpidas amigas imaginarias. 
-¿A dónde vas? –preguntó entonces, furiosa-. ¿Me has traído hasta aquí y ahora te largas?
-¡Tú me has traído hasta aquí! –grité desesperado. Mi voz se rompió. Apreté con tanta fuerza los puños que las uñas se me hundieron en la piel. Sangraba. Lloraba. No entendía nada. 
-¿Por qué siempre me abandonas? -preguntó. 
-Cállate –mascullé entre dientes. 
-¿Por qué siempre sueltas mi mano?
-Cállate –dije en voz baja. 
-¿Por qué nunca subes al árbol conmigo? 
-¡Cállate! 
Se calló.
Me dio la espalda y empezó a trepar por el árbol. No me molesté en detenerla. No podría. Subía a toda velocidad por el tronco, ágil como un mono. Llegó a la primera rama y se sentó sobre ella, de espaldas a mí. Desde ahí podía ver mejor la puesta del sol, decía.
Entonces, aferrada fuertemente con las piernas, se dejó caer de espaldas. Colgada boca abajo, me sonrío. Su rostro del revés solía arrancarme una risa nerviosa. Ya no.
-Baja –le pedí con un hilo de voz-. Es peligroso. 
-No puedo. Además, mis amigas me sujetan. 
-¡Tus amigas no existen! –grité. Me acerqué al árbol.
-Claro que existen, idiota. Che me sujeta de un pie y Elle del otro. 
-¿Che y Elle? –pregunté confundido-. ¿Como las letras? 
 Ella asintió y rompió a reír. Esta vez su risa sonó al repiqueteo de cien campanas a la vez. A la más maravillosa de las melodías. A pueblo en duelo. 
-No tiene gracia. 
-Claro que sí. ¿Quieres saber por qué?
Negué con la cabeza. Retrocedí. 
-Por supuesto que no quieres, porque ya lo sabes, ¿verdad? 
-Cállate –escupí. 
-Y sabes perfectamente que ya no son letras, aunque lo fueron. Por eso son mis amigas. Las únicas que puedo tener.
-Cállate –lloré. 
-Porque existieron y ya no. Como yo. 
-¡Cállate!
Se cayó. 

martes, 30 de agosto de 2016

El nacimiento de las medusas

Esta es la historia de cómo a la puesta de sol en mi casa se la conoce por otro nombre.  
Era una tarde de julio y yo tenía cuatro años. Era un niño pequeño y nervioso. Corría a toda velocidad entre las toallas, levantando arena y gritos de admiración.
-¡Míralo! –decían.
Pero ya era demasiado tarde: no era más que una mancha pálida contra el cielo azul. Un borrón en un día despejado. Una nube de persona. Pura velocidad.
Hasta que mi padre me cogió por los pies y me obligó a sentarme en la arena. Tenía algo que contarme. Algo importante.
-¿Sabes que es eso? –Señaló-. ¡Pero no mires! Si lo miras, te quedarás ciego.
-¿Pero podré seguir corriendo?
-No –me mintió mi padre.
Sé que sus intenciones eran buenas. Aunque también podría haberse ahorrado la mentira si no hubiera señalado de forma tan irresponsable al Sol.  
-¿Sabes qué es o no?
-Sí, padre: es el Sol.
-¿Y qué es el Sol?
-Una estrella.
-Sí, claro. Y yo un corazón –dijo, y puso los brazos de tal forma que en verdad pareció un corazón, contradiciendo así el tono irónico de sus palabras.
-Es una estrella, que lo sé yo, coño.
Mi padre se rió y me revolvió el pelo. Porque un niño de cuatro años que dice “coño” es la cosa más graciosa que hay. Al menos para mi padre.
-¿Conoces Japón?
-No voy a conocer…
Él me miró sin saber qué pensar. Luego debió de recordar que mi libro preferido era un Atlas. Lo leía desde que había aprendido a leer, hacía semanas ya.
-El país del Sol naciente –dijo y yo asentí-. ¿Sabes por qué se llama así?
-¿Porque allí nace el Sol? –me aventuré.
El chasqueó los dedos y sonrió.
-¡Exacto!
Volvió a revolverme el pelo. A mí no me importaba. Si yo fuera calvo también estaría todo el día tocándole la cabeza a gente con un pelo tan bonito como el mío.
-Pero no nace como tú: saliendo disparado por el ombligo de tu madre todo cubierto de vísceras y demás porquería. No. Obviamente el Sol no nace así.
-No nace: sale –dije.
-Tampoco. El Sol lo crean en Japón. Los crean, más bien. A diario. Atiende.
-Estoy atendiendo.
-Calla. Y atiende. Esto es importante. Eso que ves en el cielo, esa cosa a la que llaman Sol y que según tú es una estrella, no es más que un farolillo de papel con un fuego dentro. Tiene este tamaño –y formó una bola con sus dos manos, con todas las yemas de los dedos en contacto.
Miré al cielo durante un segundo. El sol parecía redondo, aunque más pequeño de lo que decía mi padre.
-¿Y cómo vuela?
-Como vuelan todas las cosas: nadie lo sabe. Pero hazme caso cuando te digo que ese Sol que ves hoy lo han lanzado desde Japón esta mañana. Hay un japonés que lleva dos décadas dedicándose a encender un fuego en el interior de un farolillo de papel y de lanzarlo al aire cada mañana. Le tiene que dar cierto impulso hacia delante para que llegue hasta aquí. Y el farolillo sube hasta que el fuego se empieza a extinguir. Entonces baja.
Yo miraba al sol y a mi padre alternativamente. Cada vez veía todo con menos claridad. Me dolía la cabeza de pensar en lo que me acababa de contar.
-Vuelve al atardecer para que te cuente la parte importante.
Y aunque lo que acababa de oír ponía patas arriba la visión que yo tenía del mundo, enseguida eché a correr y se me olvidaron todos mis problemas. Y mientras corría, atardeció. Volví junto a mi padre.
-El farolillo está a punto de tocar tierra –dijo sin más, sin necesidad de recapitular todo lo hablado anteriormente-. Ahí, en ese cabo, en el extremo norte de la bahía. Allí hay otro japonés que se encarga de recoger el farolillo y llevarlo de nuevo a Japón para que puedan reutilizarlo más adelante. Por desgracia, no siempre puede hacerlo.
-¿Por qué?
-Porque en Japón, al ser una isla, apenas hay árboles. Crecen mucho en primavera, así que en verano es cuando tienen más madera. Por eso el “Sol” calienta más. Y como ese fuego dura más, pueden lanzarlo más lejos y que esté volando más tiempo.
»Pero a medida que avanza el verano, la madera escasea. Los farolillos siguen calentando mucho, pero tienen que volar durante menos tiempo. Por eso los días son más cortos. Y por eso en vez de caer allí, sobre ese cabo, empiezan a caer directamente al mar.
Ahora que lo decía, era cierto que a finales del verano el sol se ponía hacia el centro de la bahía, hundiéndose directamente en el mar.
-No: no se hunden –me dijo mi padre cuando se lo comenté-. Se apagan. Flotan en el mar. Cientos de miles de farolillos flotando en la entrada de la bahía. Y como el japonés que los recoge no tiene barco propio, casi nunca puede salir a buscarlos.
-Si hay tantos farolillos en el mar, ¿cómo es que nunca he visto ninguno?
-Oh, los has visto. Lo que pasa es que cuando caen, se dañan. Suelen chocar contra las rocas y la mitad de la esfera queda hecha jirones. Tiras –aclaró innecesariamente, y movió todos los dedos como si fuera un pianista sin articulaciones en las falanges-. Y cuando llegan a la orilla, la gente tiene mucho cuidado de no tocarlos para que no se les irrite la piel por culpa de los restos de combustible con el que prenden el fuego.
El farolillo anaranjado acababa de tomar tierra a lo lejos. Una bonita puesta de sol. Un aborto de medusa. 

Y si...

El sol acababa de ponerse, hundiéndose en el mar. Hacía frío en esa playa vacía. Ella se estremeció. Él cogió su toalla y se la echó sobre las piernas.
-Piensa un número –propuso ella.
-El ocho.
-¡Pero no lo digas en alto! Tengo que adivinarlo.
-¿Por qué?
-Porque el juego es así. Y hasta que no lo adivine, no nos vamos de aquí. Así que piensa un número, ¿vale?
-¿Un número cualquiera?
-Uno normal. Del uno al diez.
-¿Esos son los números normales para ti?
-Obviamente. Son los que puedes hacer con los dedos de las manos –dijo ella.
-¿Y el cero no?
Ella lo miró con el ceño fruncido y le enseñó el “uno” más agresivo de todos. Él se rió y levantó ambas manos, todo inocencia.
-Del uno al diez –repitió amenazadora.
Siempre conseguía ponerla de los nervios. No podía pasar cinco minutos con él sin que le entraran ganas de empujarle. A veces lo hacía, y él rodaba por la arena como si se ganara la vida como especialista de cine. Después se levantaba como si nada. Como ahora.  
-Ya lo tengo –dijo él, y se sentó de nuevo a su lado, más cerca esta vez.
Ella cogió un puñado de arena. Se le caía entre los dedos, haciéndole cosquillas. Apretó la mano, intentando detener el flujo. Pero era imposible. Seguía cayendo. Grano a grano, pero caía.  
-¿Puedo hacerte una pregunta?
-No te voy a dar pistas –dijo él.
-No. No es sobre el número.  
Sentía un cosquilleo en el estómago y en la punta de los dedos de los pies. Quizás sólo fuera hambre y frío. O puede que fuera uno de esos momentos en los que se ponía nerviosa porque sí. Cada vez le pasaba más a menudo. Cada vez pasaba más tiempo con él.
Pero esta vez tenía un motivo. Sabía en qué número estaba pensando. Y como sabía el número, en cuanto lo dijera tendrían que irse de la playa. Porque eso era lo que ella había prometido. Y no quería irse. Todavía no. Antes tenía que hacerle una pregunta.
Llevaba días queriendo hacérsela, pero nunca encontraba el momento adecuado. Podría haberlo intentado cuando él la acompañaba hasta su casa, al volver de la playa. Pero se pasaban los diez minutos del camino hablando sin parar de cualquier cosa, salvo cuando el balanceo de sus brazos hacía que sus manos se rozaran sin querer. Pero ese segundo de silencio no estaba hecho para hacer preguntas. Además, ya habría tiempo más adelante.
Como cuando llegaban al portal de su casa. Ahí la conversación cambiaba. Cada palabra adquiría una importancia suprema. Casi todo eran silencios. Y esos silencios estaban hechos para valientes. Para dar dos pasos al frente y decir las cosas que siempre habías querido decir. Para atreverse a hacer las preguntas que no te dejaban dormir. Si tan sólo uno de los dos tuviera el valor…
Pero tenían tiempo. Los días aún eran largos. Las noches, cálidas. Las despedidas, momentáneas. Y aunque cada vez les costaban más, no era difícil decir “hasta mañana”. No pensaban siquiera en el “adiós”.
No había prisas. Todavía no. ¿Cómo iba a haberlas si el tiempo se detenía cuando estaba con él? O así le gustaría que fuera. Porque ahora que el final del verano había llegado, el tiempo había vuelto a correr.
Se le escapaba entre los dedos de la mano. Grano a grano. Segundo a segundo. Con la última luz del último día del verano. Y la pregunta seguía allí, dentro de ella. Vibrando. Agitándole la respiración. Acelerándole el corazón. ¿A qué tenía miedo? ¿Qué tenía que perder?
No. Esas no eran las preguntas correctas.
¿Qué tenía que ganar ahora que el verano se acababa? ¿Qué tenía que ganar si al día siguiente volvía a la ciudad? ¿Qué importaba ahora saber si él también desearía poder pasar más tiempo juntos?
Era demasiado tarde para eso. El verano se acababa y también se acababan ellos. Además, su respuesta podría ser no. No iba a arriesgarse a que ese fuera su último recuerdo de él. Prefería quedarse con el primero. Con aquellos ojos brillantes la tarde que se conocieron, cuando le explicó que el Sol no se hundía en el mar al atardecer. 
-En realidad flota –siguió él-. Pero se apaga. Porque, como bien sabes, el Sol no es más que un farolillo de papel que alguien lanza al aire desde Japón cada mañana.
Ella creyó que en su vida había conocido a un tipo más raro. 
Aún lo pensaba. Pero era un tipo raro por el que no le importaba llegar tarde a cenar con sus padres. Era un tipo raro por el que desearía poder volver al pasado y aprovechar mejor el tiempo que tenían. 
Porque ahora sabía que el verano no duraba para siempre. Tampoco ellos. Que cada momento cuenta. O contaba, cuando todavía tenían momentos por delante.
No. Ahora que veía el final, la única pregunta que tenía sentido era…
-¿Es el ocho?
Él tuvo que notar que esa no era la pregunta que ella iba a hacerle, pero no dijo nada. Se limitó a sonreír de esa forma tan suya. Como si supiera algo que nadie más sabía.
-No es el ocho.
-¿No es “el muñeco de nieve de los números”? ¿”El tótem de equilibrio imposible”? ¿”Dos ceros fingiendo ser más grandes”? –preguntó incrédula, usando las palabras que él había usado en su día. Le encantaba el ocho. Siempre era el ocho.
-Mm-mm –negó y su sonrisa se ensanchó.
-¿Diez? ¿Nueve?
-No.
Sus ojos brillaban.
-Siete. Seis. ¿Cinco?
Él negaba y negaba. Ella no entendía nada. Y si también sonreía, sería porque la arena seguía haciéndole cosquillas al pasar entre sus dedos. Todavía quedaban unos pocos granos en su mano. ¿Cuántos?
-¿Cuatro? ¿Tres? ¿Dos?
Ya no se molestaba en mover la cabeza. La miraba a los ojos. Muy cerca. Esperando el final.
-Uno.
Si quedaban granos de arena por caer, no cayeron. 

jueves, 16 de junio de 2016

Barro

Era una tarde de sábado de mayo. El campo era de tierra. No era el mejor campo del mundo, pero era nuestro. Lo queríamos. Y a veces, tras una zancadilla o un mal apoyo, lo besábamos. Los rivales lo odiaban. Estaban acostumbrados a modernos campos de hierba artificial, donde la pelota rodaba con la suavidad de una caricia de terciopelo y no había surcos donde meter un pie y torcerse un tobillo.
Desde el banquillo veíamos cómo los terrones comenzaban a deshacerse. Las líneas de cal empezaban a difuminarse. La lluvia arreciaba por momentos. Era difícil hacerse oír por encima del estruendo de las gotas contra la cubierta de chapa de unas gradas vacías. Cayó un rayo. No tardó en llegar el trueno. Discutíamos.
El cielo estaba cada vez más oscuro. El campo era ya barro. Donde antes había surcos, ahora había charcos. El equipo rival se había refugiado en los vestuarios. Un nuevo relámpago. Un nuevo trueno. Silencio.
Íbamos a perder. Habíamos peleado toda la temporada e íbamos a perder en nuestra casa. Una victoria y el título sería nuestro.
Yo era el capitán. El brazalete rojo destacaba sobre la manga blanca. Era mi momento de hablar. Después de echarse las culpas unos a otros había llegado el silencio de los derrotados. Me aclaré la garganta. Todos me prestaron atención.
-Nos han metido tres goles. A todos. Y no hemos metido ninguno. No somos un futbolín. No hay una barra que nos ensarte por los costados y nos una por líneas, separando por siempre delanteros de medios de defensas de portero. Vamos perdiendo. Pero tenemos que olvidarnos de todo lo que ha pasado. Vamos cero a cero y tenemos que marcar un gol. No por ganar, sino porque nos gusta meter goles. Nos gusta celebrarlos todos juntos y ver como los rivales se ponen nerviosos y discuten entre ellos. Y cuando metamos, volveremos a ir cero a cero. Volveremos a empezar.
Esta vez el silencio fue distinto. Fue un silencio de cabezas altas y brillo en los ojos. El árbitro salió de los vestuarios, seguido del equipo rival. Estaban secos. Nosotros empapados. Ellos sonreían. Nosotros estábamos serios. Concentrados. Ellos torcieron el gesto cuando pisaron el campo. Si no les gustaba la tierra, mucho menos el barro.
Salimos a jugar.
 Nos encontramos con el primer gol muy pronto. Un saque de esquina bien ejecutado y un potente remate de cabeza. Cero a cero.
El segundo llegó de penalti. El portero rival se lanzó al suelo y se llevó por delante a nuestro delantero. Le hizo un gesto con la mano para que se levantara, como si no lo hubiera tocado. Como si en vez de un portero cualquiera en una liga amateur fuera el mismísimo Sergio Ramos. El árbitro le sacó tarjeta. Volvió enfadado bajo los palos y señaló al suelo, como si el barro tuviera la culpa. Pedí el balón. Lanzamiento ajustado. Cero a cero.
Entonces se echaron atrás. Se encerraron en su campo. Ya no tocaban. Y los pases en largo que tanto daño nos habían hecho en la primera parte ya no nos molestaban. Porque el balón apenas botaba al tocar el suelo y nuestros defensas lo cortaban con seguridad.
El tercer gol llegó porque tenía que llegar, por insistencia y acumulación de oportunidades. El portero no vio salir el disparo entre tantas piernas. Cuando se lanzó para atraparlo ya era demasiado tarde. Cero a cero. Seguía lloviendo.
-Tres minutos –les dijo el árbitro a los delanteros cuando sacaron de centro por cuarta vez en esa segunda mitad.
Un robo. Un mal pase. El balón salió de banda. El lateral se tomó su tiempo en ir a buscarlo. A ellos les valía el empate.
-Es imposible conducir el balón o dar un pase raso. Así no hay quien juegue al fútbol –me dijo un central rival.  
-El fútbol es mucho más que eso –contesté yo. El lateral sacó de banda. El balón se alejó de nosotros-. Sí: el fútbol es estadios llenos y céspedes cuidados, y balones reglamentarios y pases al pie. Es Busquets jugando a dos toques y Modric dando un pase de exterior. Es centrar como Beckham, controlar como Bergkamp, meter un gol como Iniesta en la final del mundial.
»Pero el fútbol también es esto de aquí. Es pasar dos horas cada sábado por la tarde corriendo detrás de un balón. Es lamentarte cada vez que te cambian aunque sepas que en quince minutos vas a volver a entrar. Es jugar por alto cuando el terreno no permite jugar por abajo. Es competir por el simple hecho de competir, de demostrar que eres mejor que tus rivales, aunque ellos sean más fuertes, más rápidos, toquen mejor el balón y estén más compenetrados. Es distraer al contrario para tener una última oportunidad de ganar antes de que acabe el partido.
Me desmarqué en profundidad. El defensa tardó en seguirme. El pase era demasiado largo. El portero estaba atento y salió al encuentro del balón. Se quedó al borde del área, esperando a que la pelota le llegara mansa tras el bote.
Pero en cuanto tocó el suelo, el balón se quedó parado. Parecía que en vez de barro hubiera velcro y el balón tuviera pelos, como si se hubieran olvidado de afeitar a la vaca antes de preparar el cuero. El portero tuvo que salir del área y jugar el balón con los pies.
Pero yo no había dejado de correr. Yo confiaba en mi campo. Llegué antes que él y elevé el balón por encima de su brazo encogido, dibujando en el aire un arcoiris de emoción. Al final estaba el oro.
O lo habría estado, si el balón hubiera botado veinte centímetros más allá, del otro lado de la línea de gol. El árbitro pitó el final. Ellos celebraron. Nosotros nos derrumbamos exhaustos y extrañamente felices. Nos habíamos vaciado sobre el campo y él nos había robado el título, pero nos regaló el mejor cero a cero de la historia. 

miércoles, 25 de mayo de 2016

Amanecer

A él no le importaba que apenas le dejara espacio en la pequeña cama. Cuando estaba con ella le bastaba con la más estrecha de las franjas de colchón. Con ella podría tumbarse sobre la almohada, o en aquel cojín que los movimientos de la noche habían tirado al suelo, o en la cabeza de una cerilla, o haciendo equilibrios sobre uno de sus finos cabellos. Eran castaños y rizados, y se llenaban de aire y de rayos de sol cuando ella movía la cabeza. Y cuando nevaba, allí se acumulaban cientos de miles de copos de nieve, todos distintos y todos bellos.
Ahora abrió los ojos y bostezó. Lo miró. Tardó unos segundos en reconocerlo. Cuando lo hizo, esbozó una tímida sonrisa. Él se esforzó en devolvérsela. Si por él fuera, se la quedaría para siempre. La guardaría muy dentro de él, aunque los afilados dientes acabaran por hacerle daño.
-¿Qué hora es? –preguntó con la más débil de las voces. Era como una delicada galleta de mantequilla, dulce y quebradiza, y daban ganas de morderla y saborear sus palabras, y nunca cansarse de ellas.
-Casi de día.
-Eso no es una hora –protestó ella, desperezándose sin perder la sonrisa.  
Se giró en la cama, dándole la espalda. Miró por la ventana. Él decidió imitarla. Tras el cristal vieron como el amanecer anunciaba su pronta llegada. Había ordenado a las nubes que vistieran sus colores y soplaran las silenciosas cornetas. Y ellas, obedientes, brillaban naranjas y rosadas sobre el horizonte, y tocaban una melodía simple, de hojas mecidas por el viento y pájaros alzando el vuelo. Era una imagen muy bella. Pero no tanto como ella.
Ella era una primavera constante en un bosque antiguo. Ella era el último día de clase y el primer baño del verano. Ella era el olor a pan recién hecho y el crujido del primer mordisco. Era plástico de burbujas entre los dedos y un beso en los labios. Ella era ese amanecer y todos los amaneceres del año, y las estrellas en una noche despejada y una suave brisa en agosto.
Ella era razón suficiente para no ir a trabajar, o para dejar de mirar el más bello de los amaneceres, que gritaba con sus colores pastel intentando reclamar su atención sin conseguirlo.
Ella era felicidad. Ella era amor.
La quería.
Era obvio, pero eso no lo hacía menos cierto. La quería. La quería más de lo que nunca había querido a nadie. La quería tanto que cada vez que los ojos se le cerraban, buscando unos minutos de necesario descanso, la veía.
Veía su dulce rostro, pálido y de mejillas sonrosadas, como si acabara de beber dos copas de vino o hubiera subido corriendo las escaleras.
Veía sus grandes ojos castaños en los que tantas veces se había visto reflejado. Lo miraban todo como si todo tuviera muchísima importancia. Podía ser la más aburrida de las piedras, y aún así la miraba concentrada. Ella le entregaba su total atención. Ella la hacía importante.
Veía su sonrisa. Era perfecta. Era una bola de nieve colina abajo. Porque cuando ella sonreía, él no podía evitar sonreír. Por muy triste que estuviera, por muy enfadado o dolorido, su sonrisa conseguía hacer que se olvidara de todo. Y ella, contenta por haber ayudado, sonreía todavía más. La creciente felicidad de uno aumentaba la felicidad del otro. Entonces ella no aguantaba más y reía a carcajadas y corría y daba vueltas, y sus cabellos rizados llenaban el aire de color. Él también reía, y su corazón se derretía y lo llenaba por dentro de  felicidad y de calor.
Ahora le tocaba a él abrir los ojos. Fue su turno entonces de mirar todo sin entender bien dónde estaba. Sin entender cuándo estaba.
Vio una cama vacía, una ventana rota y sangre en las sábanas.
Amanecía, sí. Pero toda la cama la ocupaba él. Y de no haber estado completamente hueco por dentro, se habría enfadado mucho por haberse quedado dormido. Se habría enfadado por haberse engañado de ese modo.
Tendría que haberse dado cuenta. Porque ella había hablado a través de unos labios carnosos y suaves, y se había apartado el pelo de la cara para poder ver el precioso amanecer de un día cualquiera.
Pero ese no era un día cualquiera. Era un día especial, como lo son todos los últimos días. Y sus labios eran pálidos y agrietados. Su voz ronca y débil. Su pelo…
Y aún así, la noche anterior, su sonrisa fue perfecta, de última página de la mejor de las novelas. Le golpeó con contundente tristeza, y le vació de aire y de vida. Porque ella, aunque apenas podía respirar, reunió las pocas fuerzas que le quedaban en su delicado cuerpo para intentar aliviar por última vez el dolor de él, ignorando el suyo propio.
Pero era mayo, y las colinas hacía tiempo que habían dejado de tener nieve. La bola se derritió al tocar el suelo. Todo se llenó entonces de odio y de rabia. No era justo. Y aunque había prometido que no lo haría, se echó a llorar.
-No, no –susurró ella, porque no podía hacer otra cosa.
Ella pasó una de sus pequeñas manos por sus mejillas, secándole las lágrimas. Su sonrisa era ahora triste. Él la abrazó. Encajaba perfectamente. Siempre lo había hecho. Desde el día que nació, en ese mismo hospital, en una habitación diferente. Él la quiso nada más verla, y ella se quedó dormida sobre su pecho.
Y siempre que la abrazaba la envolvía con su cuerpo y con su vida, intentando protegerla de cualquier cosa que pudiera hacerle daño.    

Pero ahora de nada servía, porque lo que le hacía daño no venía de fuera.