A él no le
importaba que apenas le dejara espacio en la pequeña cama. Cuando estaba con
ella le bastaba con la más estrecha de las franjas de colchón. Con ella podría
tumbarse sobre la almohada, o en aquel cojín que los movimientos de la noche
habían tirado al suelo, o en la cabeza de una cerilla, o haciendo equilibrios
sobre uno de sus finos cabellos. Eran castaños y rizados, y se llenaban de aire
y de rayos de sol cuando ella movía la cabeza. Y cuando nevaba, allí se
acumulaban cientos de miles de copos de nieve, todos distintos y todos bellos.
Ahora abrió los ojos y bostezó. Lo miró. Tardó unos segundos en
reconocerlo. Cuando lo hizo, esbozó una tímida sonrisa. Él se esforzó en
devolvérsela. Si por él fuera, se la quedaría para siempre. La guardaría muy
dentro de él, aunque los afilados dientes acabaran por hacerle daño.
-¿Qué hora es? –preguntó con la más débil de las voces. Era como una delicada
galleta de mantequilla, dulce y quebradiza, y daban ganas de morderla y
saborear sus palabras, y nunca cansarse de ellas.
-Casi de día.
-Eso no es una hora –protestó ella, desperezándose sin perder la sonrisa.
Se giró en la cama, dándole la espalda. Miró por la ventana. Él decidió
imitarla. Tras el cristal vieron como el amanecer anunciaba su pronta llegada.
Había ordenado a las nubes que vistieran sus colores y soplaran las silenciosas
cornetas. Y ellas, obedientes, brillaban naranjas y rosadas sobre el horizonte,
y tocaban una melodía simple, de hojas mecidas por el viento y pájaros alzando
el vuelo. Era una imagen muy bella. Pero no tanto como ella.
Ella era una primavera constante en un bosque antiguo. Ella era el último
día de clase y el primer baño del verano. Ella era el olor a pan recién hecho y
el crujido del primer mordisco. Era plástico de burbujas entre los dedos y un
beso en los labios. Ella era ese amanecer y todos los amaneceres del año, y las
estrellas en una noche despejada y una suave brisa en agosto.
Ella era razón suficiente para no ir a trabajar, o para dejar de mirar el
más bello de los amaneceres, que gritaba con sus colores pastel intentando reclamar su
atención sin conseguirlo.
Ella era felicidad. Ella era amor.
La quería.
Era obvio, pero eso no lo hacía menos cierto. La quería. La quería más de
lo que nunca había querido a nadie. La quería tanto que cada vez que los ojos
se le cerraban, buscando unos minutos de necesario descanso, la veía.
Veía su dulce rostro, pálido y de mejillas sonrosadas, como si acabara de
beber dos copas de vino o hubiera subido corriendo las escaleras.
Veía sus grandes ojos castaños en los que tantas veces se había visto
reflejado. Lo miraban todo como si todo tuviera muchísima importancia. Podía
ser la más aburrida de las piedras, y aún así la miraba concentrada. Ella le
entregaba su total atención. Ella la hacía importante.
Veía su sonrisa. Era perfecta. Era una bola de nieve colina abajo. Porque
cuando ella sonreía, él no podía evitar sonreír. Por muy triste que estuviera,
por muy enfadado o dolorido, su sonrisa conseguía hacer que se olvidara de
todo. Y ella, contenta por haber ayudado, sonreía todavía más. La creciente
felicidad de uno aumentaba la felicidad del otro. Entonces ella no aguantaba
más y reía a carcajadas y corría y daba vueltas, y sus cabellos rizados
llenaban el aire de color. Él también reía, y su corazón se derretía y lo
llenaba por dentro de felicidad y de calor.
Ahora le tocaba a él abrir los ojos. Fue su turno entonces de mirar todo
sin entender bien dónde estaba. Sin entender cuándo estaba.
Vio una cama vacía, una ventana rota y sangre en las sábanas.
Amanecía, sí. Pero toda la cama la ocupaba él. Y de no haber estado
completamente hueco por dentro, se habría enfadado mucho por haberse quedado
dormido. Se habría enfadado por haberse engañado de ese modo.
Tendría que haberse dado cuenta. Porque ella había hablado a través de unos labios carnosos y suaves, y se
había apartado el pelo de la cara para poder ver el precioso amanecer de un día
cualquiera.
Pero ese no era un día cualquiera. Era un día especial, como lo son todos
los últimos días. Y sus labios eran pálidos y agrietados. Su voz ronca y débil.
Su pelo…
Y aún así, la noche anterior, su sonrisa fue perfecta, de última página de la mejor de las
novelas. Le golpeó con contundente tristeza, y le vació de aire y de vida. Porque
ella, aunque apenas podía respirar, reunió las pocas fuerzas que le quedaban en
su delicado cuerpo para intentar aliviar por última vez el dolor de él,
ignorando el suyo propio.
Pero era mayo, y las colinas hacía tiempo que habían dejado de tener
nieve. La bola se derritió al tocar el suelo. Todo se llenó entonces de odio y de
rabia. No era justo. Y aunque había prometido que no lo haría, se echó a llorar.
-No, no –susurró ella, porque no podía hacer otra cosa.
Ella pasó una de sus pequeñas manos por sus mejillas, secándole las
lágrimas. Su sonrisa era ahora triste. Él la abrazó. Encajaba perfectamente.
Siempre lo había hecho. Desde el día que nació, en ese mismo hospital, en una
habitación diferente. Él la quiso nada más verla, y ella se quedó dormida sobre
su pecho.
Y siempre que la abrazaba la envolvía con su cuerpo y con su vida,
intentando protegerla de cualquier cosa que pudiera hacerle daño.
Pero ahora de nada servía, porque lo que le hacía daño no venía de fuera.