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jueves, 16 de junio de 2016

Barro

Era una tarde de sábado de mayo. El campo era de tierra. No era el mejor campo del mundo, pero era nuestro. Lo queríamos. Y a veces, tras una zancadilla o un mal apoyo, lo besábamos. Los rivales lo odiaban. Estaban acostumbrados a modernos campos de hierba artificial, donde la pelota rodaba con la suavidad de una caricia de terciopelo y no había surcos donde meter un pie y torcerse un tobillo.
Desde el banquillo veíamos cómo los terrones comenzaban a deshacerse. Las líneas de cal empezaban a difuminarse. La lluvia arreciaba por momentos. Era difícil hacerse oír por encima del estruendo de las gotas contra la cubierta de chapa de unas gradas vacías. Cayó un rayo. No tardó en llegar el trueno. Discutíamos.
El cielo estaba cada vez más oscuro. El campo era ya barro. Donde antes había surcos, ahora había charcos. El equipo rival se había refugiado en los vestuarios. Un nuevo relámpago. Un nuevo trueno. Silencio.
Íbamos a perder. Habíamos peleado toda la temporada e íbamos a perder en nuestra casa. Una victoria y el título sería nuestro.
Yo era el capitán. El brazalete rojo destacaba sobre la manga blanca. Era mi momento de hablar. Después de echarse las culpas unos a otros había llegado el silencio de los derrotados. Me aclaré la garganta. Todos me prestaron atención.
-Nos han metido tres goles. A todos. Y no hemos metido ninguno. No somos un futbolín. No hay una barra que nos ensarte por los costados y nos una por líneas, separando por siempre delanteros de medios de defensas de portero. Vamos perdiendo. Pero tenemos que olvidarnos de todo lo que ha pasado. Vamos cero a cero y tenemos que marcar un gol. No por ganar, sino porque nos gusta meter goles. Nos gusta celebrarlos todos juntos y ver como los rivales se ponen nerviosos y discuten entre ellos. Y cuando metamos, volveremos a ir cero a cero. Volveremos a empezar.
Esta vez el silencio fue distinto. Fue un silencio de cabezas altas y brillo en los ojos. El árbitro salió de los vestuarios, seguido del equipo rival. Estaban secos. Nosotros empapados. Ellos sonreían. Nosotros estábamos serios. Concentrados. Ellos torcieron el gesto cuando pisaron el campo. Si no les gustaba la tierra, mucho menos el barro.
Salimos a jugar.
 Nos encontramos con el primer gol muy pronto. Un saque de esquina bien ejecutado y un potente remate de cabeza. Cero a cero.
El segundo llegó de penalti. El portero rival se lanzó al suelo y se llevó por delante a nuestro delantero. Le hizo un gesto con la mano para que se levantara, como si no lo hubiera tocado. Como si en vez de un portero cualquiera en una liga amateur fuera el mismísimo Sergio Ramos. El árbitro le sacó tarjeta. Volvió enfadado bajo los palos y señaló al suelo, como si el barro tuviera la culpa. Pedí el balón. Lanzamiento ajustado. Cero a cero.
Entonces se echaron atrás. Se encerraron en su campo. Ya no tocaban. Y los pases en largo que tanto daño nos habían hecho en la primera parte ya no nos molestaban. Porque el balón apenas botaba al tocar el suelo y nuestros defensas lo cortaban con seguridad.
El tercer gol llegó porque tenía que llegar, por insistencia y acumulación de oportunidades. El portero no vio salir el disparo entre tantas piernas. Cuando se lanzó para atraparlo ya era demasiado tarde. Cero a cero. Seguía lloviendo.
-Tres minutos –les dijo el árbitro a los delanteros cuando sacaron de centro por cuarta vez en esa segunda mitad.
Un robo. Un mal pase. El balón salió de banda. El lateral se tomó su tiempo en ir a buscarlo. A ellos les valía el empate.
-Es imposible conducir el balón o dar un pase raso. Así no hay quien juegue al fútbol –me dijo un central rival.  
-El fútbol es mucho más que eso –contesté yo. El lateral sacó de banda. El balón se alejó de nosotros-. Sí: el fútbol es estadios llenos y céspedes cuidados, y balones reglamentarios y pases al pie. Es Busquets jugando a dos toques y Modric dando un pase de exterior. Es centrar como Beckham, controlar como Bergkamp, meter un gol como Iniesta en la final del mundial.
»Pero el fútbol también es esto de aquí. Es pasar dos horas cada sábado por la tarde corriendo detrás de un balón. Es lamentarte cada vez que te cambian aunque sepas que en quince minutos vas a volver a entrar. Es jugar por alto cuando el terreno no permite jugar por abajo. Es competir por el simple hecho de competir, de demostrar que eres mejor que tus rivales, aunque ellos sean más fuertes, más rápidos, toquen mejor el balón y estén más compenetrados. Es distraer al contrario para tener una última oportunidad de ganar antes de que acabe el partido.
Me desmarqué en profundidad. El defensa tardó en seguirme. El pase era demasiado largo. El portero estaba atento y salió al encuentro del balón. Se quedó al borde del área, esperando a que la pelota le llegara mansa tras el bote.
Pero en cuanto tocó el suelo, el balón se quedó parado. Parecía que en vez de barro hubiera velcro y el balón tuviera pelos, como si se hubieran olvidado de afeitar a la vaca antes de preparar el cuero. El portero tuvo que salir del área y jugar el balón con los pies.
Pero yo no había dejado de correr. Yo confiaba en mi campo. Llegué antes que él y elevé el balón por encima de su brazo encogido, dibujando en el aire un arcoiris de emoción. Al final estaba el oro.
O lo habría estado, si el balón hubiera botado veinte centímetros más allá, del otro lado de la línea de gol. El árbitro pitó el final. Ellos celebraron. Nosotros nos derrumbamos exhaustos y extrañamente felices. Nos habíamos vaciado sobre el campo y él nos había robado el título, pero nos regaló el mejor cero a cero de la historia.