Esta es la historia de cómo a la puesta de sol en mi casa
se la conoce por otro nombre.
Era una tarde de julio y yo tenía cuatro años.
Era un niño pequeño y nervioso. Corría a toda velocidad entre las toallas,
levantando arena y gritos de admiración.
-¡Míralo! –decían.
Pero ya era demasiado tarde: no era más que una
mancha pálida contra el cielo azul. Un borrón en un día despejado. Una nube de
persona. Pura velocidad.
Hasta que mi padre me cogió por los pies y me
obligó a sentarme en la arena. Tenía algo que contarme. Algo importante.
-¿Sabes que es eso? –Señaló-. ¡Pero no mires! Si
lo miras, te quedarás ciego.
-¿Pero podré seguir corriendo?
-No –me mintió mi padre.
Sé que sus intenciones eran buenas. Aunque
también podría haberse ahorrado la mentira si no hubiera señalado de forma tan
irresponsable al Sol.
-¿Sabes qué es o no?
-Sí, padre: es el Sol.
-¿Y qué es el Sol?
-Una estrella.
-Sí, claro. Y yo un corazón –dijo, y puso los
brazos de tal forma que en verdad pareció un corazón, contradiciendo así el
tono irónico de sus palabras.
-Es una estrella, que lo sé yo, coño.
Mi padre se rió y me revolvió el pelo. Porque
un niño de cuatro años que dice “coño” es la cosa más graciosa que hay. Al
menos para mi padre.
-¿Conoces Japón?
-No voy a conocer…
Él me miró sin saber qué pensar. Luego debió de
recordar que mi libro preferido era un Atlas. Lo leía desde que había aprendido
a leer, hacía semanas ya.
-El país del Sol naciente –dijo y yo asentí-.
¿Sabes por qué se llama así?
-¿Porque allí nace el Sol? –me aventuré.
El chasqueó los dedos y sonrió.
-¡Exacto!
Volvió a revolverme el pelo. A mí no me
importaba. Si yo fuera calvo también estaría todo el día tocándole la cabeza a
gente con un pelo tan bonito como el mío.
-Pero no nace como tú: saliendo disparado por
el ombligo de tu madre todo cubierto de vísceras y demás porquería. No.
Obviamente el Sol no nace así.
-No nace: sale –dije.
-Tampoco. El Sol lo crean en Japón. Los crean,
más bien. A diario. Atiende.
-Estoy atendiendo.
-Calla. Y atiende. Esto es importante. Eso que
ves en el cielo, esa cosa a la que llaman Sol y que según tú es una estrella,
no es más que un farolillo de papel con un fuego dentro. Tiene este tamaño –y
formó una bola con sus dos manos, con todas las yemas de los dedos en contacto.
Miré al cielo durante un segundo. El sol
parecía redondo, aunque más pequeño de lo que decía mi padre.
-¿Y cómo vuela?
-Como vuelan todas las cosas: nadie lo sabe.
Pero hazme caso cuando te digo que ese Sol que ves hoy lo han lanzado desde Japón
esta mañana. Hay un japonés que lleva dos décadas dedicándose a encender un fuego
en el interior de un farolillo de papel y de lanzarlo al aire cada mañana. Le
tiene que dar cierto impulso hacia delante para que llegue hasta aquí. Y el farolillo
sube hasta que el fuego se empieza a extinguir. Entonces baja.
Yo miraba al sol y a mi padre alternativamente.
Cada vez veía todo con menos claridad. Me dolía la cabeza de pensar en lo que
me acababa de contar.
-Vuelve al atardecer para que te cuente la
parte importante.
Y aunque lo que acababa de oír ponía patas
arriba la visión que yo tenía del mundo, enseguida eché a correr y se me
olvidaron todos mis problemas. Y mientras corría, atardeció. Volví junto a mi
padre.
-El farolillo está a punto de tocar tierra
–dijo sin más, sin necesidad de recapitular todo lo hablado anteriormente-.
Ahí, en ese cabo, en el extremo norte de la bahía. Allí hay otro japonés que se
encarga de recoger el farolillo y llevarlo de nuevo a Japón para que puedan
reutilizarlo más adelante. Por desgracia, no siempre puede hacerlo.
-¿Por qué?
-Porque en Japón, al ser una isla, apenas hay
árboles. Crecen mucho en primavera, así que en verano es cuando tienen más
madera. Por eso el “Sol” calienta más. Y como ese fuego dura más, pueden lanzarlo
más lejos y que esté volando más tiempo.
»Pero a medida que avanza el verano, la madera
escasea. Los farolillos siguen calentando mucho, pero tienen que volar durante
menos tiempo. Por eso los días son más cortos. Y por eso en vez de caer allí,
sobre ese cabo, empiezan a caer directamente al mar.
Ahora que lo decía, era cierto que a finales
del verano el sol se ponía hacia el centro de la bahía, hundiéndose
directamente en el mar.
-No: no se hunden –me dijo mi padre cuando se
lo comenté-. Se apagan. Flotan en el mar. Cientos de miles de farolillos
flotando en la entrada de la bahía. Y como el japonés que los recoge no tiene
barco propio, casi nunca puede salir a buscarlos.
-Si hay tantos farolillos en el mar, ¿cómo es
que nunca he visto ninguno?
-Oh, los has visto. Lo que pasa es que cuando
caen, se dañan. Suelen chocar contra las rocas y la mitad de la esfera queda
hecha jirones. Tiras –aclaró innecesariamente, y movió todos los dedos como si
fuera un pianista sin articulaciones en las falanges-. Y cuando llegan a la
orilla, la gente tiene mucho cuidado de no tocarlos para que no se les irrite
la piel por culpa de los restos de combustible con el que prenden el fuego.
El farolillo anaranjado acababa de tomar tierra
a lo lejos. Una bonita puesta de sol. Un aborto de medusa.