Desenvaina la espada. Buen momento para hacerlo, acorralado como está contra la
pared de la sala del trono. El ejército enemigo cierra filas en
torno a él, pero guarda todavía una distancia prudencial. No
quieren perder ningún hombre a no ser que sea imprescindible. No por algo así.
-Ya has creado el suficiente alboroto, muchacho. Entrega tu espada.
Es el rey quien habla. Otto von Bon, médico de profesión, descubridor de la pierna izquierda.
-Ríndete ahora y seré benévolo para contigo -continúa-. No merece la pena morir por una nimiedad así.
-Habéis mancillado mi honor. Eso no es ninguna nimiedad.
El rey se señala el pecho y mira a sus soldados con cara de sorpresa.
-¿Mancillado yo? -pregunta, casi ofendido. Después su rostro se vuelve duro. Su tono, grave-. Yo soy el rey, muchacho. Mi palabra es verdad. Y si yo digo que eres un...
Nuestro héroe aprieta los dientes y alza la espada. Doce arcos se tensan. Doce puntas de flecha apuntan a su corazón. El rey hace un gesto.
-No. Todavía no. Ríndete, muchacho. Se me está acabando la paciencia. Ríndete ahora o...
-Vale -dice nuestro héroe.
-¿Qué?
-Que
sí, que me rindo.
Ante la sorpresa general, nuestro héroe arroja
la espada contra el suelo. Se rompe en mil pedazos, más o menos. Y
es que las espadas de cristal son terriblemente quebradizas. Eso sí, a la hora adecuada del día, cuando el sol incide con el
ángulo correcto, le arranca unos brillos difíciles de igualar.
¿Merecía la pena llevar esa espada sólo por esos pequeños
momentos de belleza absoluta? Ahora nuestro héroe se da cuenta de
que no.
-Bueno,
pues venga, que alguien le ate las manos, no vaya a ser que intente
jugárnosla a traición.
Nuestro
héroe ofrece sus manos juntas para que se las aten. Todo se ha acabado. Ah, pero los
más observadores se habrán fijado en esa sonrisa ladeada y en el brillo inteligente de sus ojos. Habrán notado también el
guiño a cámara. Un esbirro comienza a dar vueltas a una cuerda
alrededor de las muñecas de nuestro héroe. Ata con firmeza un nudo
y le da el visto bueno al rey.
-¡Jai-yah!
-grita el héroe a la vez que se deshace de las ataduras con un fluido movimiento.
Y es
que entre las manos se había guardado un trozo de cristal de esa
espada que había roto antes, ¿os acordáis? Y se ha cortado un poco
también los dedos y sangra bastante, pero al menos está libre.
-¡Maldita
sea! -grita Otto von Bon-. ¡Matadlo! ¡Matadlo mucho, por Dios!
Pero nuestro héroe tiene otras intenciones. ¡Pimba!
Una patada que se lleva por delante a cuatro hombres. ¡Pachunk! Un
puñetazo a la sien y una cabeza que sale volando. ¡Strundkslkj! Un
escupitajo que se mete en los ojos de un arquero y las flechas matan
a seis de sus compañeros. ¡Blop! Alguien sentado en un retrete tres
pisos más arriba, ajeno a la batalla, un mero alivio cómico.
Nuestro
héroe despacha a todos los malos en cuestión de segundos. Y ahora
es él quien acorrala al sucinto* Otto von Bon.
*sucinto: que está expresado de manera breve, concisa y precisa. El autor nos hace saber con ese adjetivo que Otto von Bon es una persona de corta estatura. Para nada ha puesto esa palabra porque le ha venido a la mente de forma espontánea y al buscarla en el diccionario ha comprobado que podía usarla a modo de descripción, no. La mera duda ofende sobremanera al autor, gran persona él, por cierto.
-No me
mates -suplica-. Puedo darte lo que quieras. Pídeme lo que quieras.
-Quiero
tu vida.
-Así que quieres vivir como yo, ¿eh, bribón? ¿Vivir a cuerpo de rey, literalmente? Hecho. Es más: seamos reyes juntos. Haré poner un trono a la vera del otro. Haremos, perdón -se corrige el rey-. Tú y yo juntos seremos invencibles, baby.
-No.
Quiero tu vida, pero no la quiero para mí. Sólo quiero abrir un
pequeño agujero en tu cuello y pedirle a tu vida que salga un
momento a jugar.
¡Ras!
Con las manos desnudas nuestro héroe desgarra la garganta del rey.
Venga, más sangre, alegría. Cómo se nota que él no tiene que
limpiar. Pobre señora de la limpieza, que entra en el salón del
trono diez minutos después y se encuentra a nuestro héroe de
cuclillas, intentando recoger uno a uno los casi mil pedazos en los
que ha estallado su espada.
-Anda
-dice-, ya lo hago yo.
Y él
se sienta en el trono mientras ella los barre todos hacia el
recogedor. Se fuma un cigarro.
-¿Y todo esto a santo de qué? -pregunta la mujer de la limpieza-. Tanta muerte, tanta destrucción. Qué pena más grande, macho.
Y nuestro héroe, a la sazón nuevo rey, expulsa el humo y se pierde en los recuerdos pasados. Recuerdos de hace veinte minutos, y dice:
-Que sirva esto de lección. Que todos estos cadáveres sirvan de aviso para quien ose decir que yo soy un parguela.
Y la señora de la limpieza deja de barrer durante un segundo y se apoya en la escoba para decir:
-Pero lo eres, señor. De los Parguela de toda la vida.
Y nuestro héroe se da una palmada en la frente y exclama:
-¡Tate! Qué cabeza la mía, había olvidado mi apellido. Qué se le va a hacer.
Mira a cámara y se encoge de hombros Freeze frame. Risas enlatadas. Títulos de crédito. The end.