Hay
dos robles secos en el centro de un pueblo. El día que los vi hacía
calor y no soplaba el viento. Dejé la mochila en el suelo y me senté
en uno de los bancos frente a ellos, a la sombra de los edificios a
mis espaldas. Era una plaza extraña la de ese pueblo, cubierta de
césped y sin más árboles que los dos robles muertos. Una mujer se
sentó a mi lado y me ofreció agua.
-Hay
que ser cortés con los viajeros -dijo, como si yo necesitara alguna
explicación para aceptar un vaso de agua fresca tras toda una mañana
caminando bajo el sol.
Bebí.
Al acabar, la mujer cogió de nuevo el vaso y me preguntó:
-¿Sabes
por qué están secos?
-Espero
que no sea porque toda el agua del pueblo se destine a saciar la sed
de senderistas como yo.
La
mujer sonrió y negó con la cabeza.
-Aquí
el agua no es problema -dijo haciendo un gesto con el brazo,
dirigiendo mi atención al verde césped de la plaza incluso en pleno
verano.
Me
fijé mejor en los árboles. No parecía que les hubiera alcanzado
ningún rayo. No estaban quemados ni rotos. La madera era grisácea y
en lugar de hojas había una docena de pájaros descansando sobre sus
ramas. El suelo a su alrededor estaba abultado, como si los hubieran
intentado arrancar de raíz. Estaban ligeramente inclinados.
-¿Un
temporal? -me aventuré a decir.
-¿Qué
temporales hay donde vives tú que inclinan los árboles en sentidos
opuestos? No fue un temporal. Esta es otro tipo de historia. Escucha:
Ella
era una niña de la zona. Como sus padres. Como sus abuelos. Como yo.
Él, un niño extranjero de visita. Un poco como tú. Este era su
lugar favorito del valle, donde se cogieron de la mano por primera
vez y prometieron casarse cuando fueran mayores, bajo la sombra de
los robles que ellos mismos acababan de plantar. Al final del verano,
el niño regresó a la ciudad, pero prometió volver al año
siguiente.
Ese
invierno la familia de la niña abandonó el valle. Padre había
encontrado trabajo en las fábricas. La niña lloró durante días y
creyó que jamás volvería a ser feliz. Pero al ocurrió lo que
siempre ocurre cuando tienes siete años: la niña hizo nuevos amigos
en la ciudad y no tardó en olvidarse del niño con el que había
plantado unos robles en su lugar favorito del valle el verano
anterior.
Regresó
muchos años después para el entierro de su abuela: allí había
nacido y allí iba a descansar. Le tocó a ella hacer sonar las
campanas: era la única con el tamaño adecuado y la agilidad
suficiente para subir las estrechas escaleras hasta el campanario.
Desde allí arriba vio un claro. Y en medio del claro, dos robles.
Entonces recordó.
Eran
robles jóvenes, como ella. Pero lo suficientemente grandes como para
que en sus troncos se pudieran tallar mensajes con navaja.
A
diferentes alturas y con letra cada vez más pulcra había decenas de
fechas, tantas como veranos habían pasado desde que en ese claro del
bosque un niño había prometido casarse con ella. Al lado de cada
fecha, una pregunta: ¿vendrás?
El
mensaje más reciente tenía casi un año. Junto a la fecha de ese
mismo verano y estaba la misma pregunta. Pensó en tallar un tosco
“sí” bajo la inscripción, pero no tenía nada lo
suficientemente afilado con lo que escribir. Además, prefería poder
decir “sí” de viva voz, en persona.
Entonces
estalló la Gran Guerra. Él no apareció.
A
fuerza de la práctica, ella se hizo experta en tallar la madera.
Llenó la corteza de preguntas que los propios árboles terminarían
por borrar. Cuando las manos perdieron la fuerza necesaria para tallar, se dedicó a
sentarse a la sombra de los robles bajo los que algún día se iba a
casar. En otra vida, quizás.
Murió
aquí y aquí la enterraron, bajo su árbol. Aquí había vivido
junto a su marido y sus hijos y sus nietos. Nadie dijo una palabra.
Se sentaron en el césped a la sombra de los robles y escucharon el
silencio denso de las hojas un día sin viento.
Cuando
la última palada de tierra quedó compactada, ocurrió.
Hubo
un murmullo creciente, de tormenta que se acerca. Pero el día era
soleado, como hoy. Además, el ruido no venía del cielo, sino de la
tierra. Era un ronroneo débil que pronto se convirtió en vibración
imposible de obviar. Y mientras muchos miraban al suelo, el marido
sabía dónde mirar.
Las
ramas de los robles en lo más alto de las copas no se llegaban a
tocar. Una franja cada vez más pequeña de cielo azul los había
separado siempre. Con que el viento las meciera un poco habrían
entrado en contacto.
Pero
no había viento, y ellos ya se habían cansado de esperar.
Hubo
un crujido tremendo y gritos de horror. Los niños pequeños lloraron
y decenas de pájaros salieron volando. El suelo se levantó. Y
arriba, en el cielo, las ramas chocaron.
-Por
fin reunidos, los árboles murieron -dijo la mujer, levantándose del
asiento-. Ahora ya sabes por qué están secos. Buena suerte en lo
que te queda de camino.
Yo
le di las gracias y me tomé unos minutos para contemplar los árboles ese día soleado y sin viento. Al final me levanté y retomé la
marcha, dejando atrás ese pueblo erigido alrededor de dos robles
suicidas. En su abrazo de ramas hay una historia de amor.