Ha
llegado mi hora. Ya empiezo a sentir ese calor tan distinto al tuyo,
aquí, en lo alto de esta hoguera, sentada sobre un montón de
madera. Mi madera. Pero antes de que me vaya quiero que sepas que ha
merecido la pena. Mi vida es poco precio que pagar por los dos días
que he pasado contigo. Jamás me hubiera perdonado no haberlo
intentado. Jamás me arrepentiré de esta decisión.
Y es que éramos como dos pasajeros que comparten vía, pero nunca
comparten tren. Que se cruzan un segundo y no se vuelven a ver hasta
el próximo viaje, un año después. El contacto suficiente para
saber que existías. Esa fue mi perdición. Ya entonces te quería.
Te quería como sólo se puede querer lo que no se puede tener. Te
quería con la intensidad con la que se quiere abrazar a quien ya no
está. Te quería desde la tristeza de un futuro que nunca sería.
Por eso tuve que quedarme aquí. Para que tú pudieras quererme a mí
también.
Y estos dos días contigo han sido más de lo que podía pedir. Hemos
sido uno solo, fundidos en abrazos imposibles de explicar. Nuestros
besos agitaban el aire, y tan pronto llovía como lucía el sol. No
están hechos nuestros cuerpos para chocar sin que salten chispas. No
está hecho el mundo para soportar nuestro amor. Por eso me echan.
Por eso me voy.
Yo soy pura vida. Tú eres puro amor. Basta tu presencia para que la
Tierra se incline y bese al sol. Y esta vez lo he vivido a tu lado,
en vez de anclada en el espacio, alejándome de ti. Esta vez
he sentido tu calor. ¿Cómo volver al frescor del pasado?
Así que si he de morir, que sea así: ardiendo a lo grande en vez de
consumida grado a grado, año a año. Si he de morir que sea aquí:
en la playa, entre vítores y aplausos, entre besos y abrazos de
quienes se reúnen para celebrar tu llegada con dos días de retraso.
Bendito retraso...
Y no estés triste. Yo no lo estoy. Me voy, pero nuestro amor será
recordado. Nadie va a olvidar este verano: el de la primavera que
mataron.
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