No
recibí pésames al llegar al tanatorio. Toda la gente que allí
esperaba estaba más interesada en saber cómo había sido el paso de
la Vuelta por el pueblo que en contarme una vez más cómo habían
conocido a mi abuela, qué gran mujer, que Dios la acoja en su seno,
espero que hayas rezado por ella, filliño, no querrás que tu santa
abuela arda en los fuegos sulfúricos del infierno y que tenga que
cocinar durante toda la eternidad croquetas para Satanás, qué
buenas las croquetas de tu abuela, aunque qué te voy a decir a ti,
se ve a leguas que las comías bien, ¿eh?
-A
mí me parece increíble eso que hacen cuando gana uno, ¿sabes? -me
dijo un señor con bigote que había ido al tanatorio para llenarse
los bolsillos con los caramelos de cortesía que ponían en la sala
de espera-. Lo de levantar los brazos sin caerse. Yo competí de
joven, cuando el único dopaje que había era el carajillo que te
servían en el primer bar en el que parabas para avituallarte.
Competí durante seis años y no gané una sola carrera para no tener
que levantar los brazos al cruzar la meta el primero. Le tenía
demasiado aprecio a mis dientes, ¿sabes? Y ya ves ahora -dijo
sonriendo, enseñándome los pocos dientes que le quedaban, todos
amarillentos y torcidos-. Ahora me arrepiento de no haberlos perdido
de joven, celebrando una victoria… Pero bueno, ¿qué se le va a
hacer?
-Nada,
supongo.
-¿Y
quién ganó la etapa? -preguntó, metiéndose un caramelo en la
boca, con el envoltorio y todo, “así me duran más, ¿sabes?”.
-Todavía
no ha acabado.
-¿Tú
quién quieres que gane?
-No
sé. Degenkolb, supongo.
-Ah,
Degenkolb… Alemán, ¿me equivoco? Los alemanes: nuestros más
fieles aliados.
-Eh...
Creo que voy a ir junto a mi abuelo, que todavía no lo he saludado.
Me
alejé del señor lo más rápido que pude y fui a buscar a mi
abuelo. Lo vi a lo lejos, como perdido, sin saber al lado de quién
ponerse, la mano de quién coger o a quién susurrarle alguna
ocurrencia al oído. No me vio hasta que estuve a un metro de él.
Entonces alzó sus pobladas cejas por encima de las gafas y me
preguntó dónde me había metido.
-Paré
para ver pasar la Vuelta.
-¿Y
viste a Induráin?
-No,
abuelo, Induráin hace muchos años que no compite.
-Vaya.
¿Te acuerdas cuando lo vimos?
Me
acordaba, sí. Diecinueve años atrás: septiembre del ‘95, por la
mañana. Era la Vuelta a Galicia la que pasó ese día por delante de
casa. Y, como ahora, todo el pueblo había salido a las aceras para
ver pasar al pelotón. Iban despacio, hablando unos con otros. Y
entre todos los ciclistas vi a Induráin.
Yo
tenía seis años, y ese día fui consciente por primera vez en mi
vida de que Induráin era algo más que un monigote así de pequeño
que se pasaba las tardes de julio dentro de la televisión del salón
de mis abuelos, con el buen día que hacía fuera y lo divertido que
era jugar con el chafarís en el jardín, tan fresquita el agua y ese
arco iris en miniatura que siempre se formaba con los rayos de sol.
-A
la tarde no dejabas de hablar de él -siguió mi abuelo-. Decías que
de mayor querías ser biciclista, como Induráin. Y la abuela te
decía que vale, pero que fueras con cuidado para no abrirte la
crisma, que ella te iba a querer igual con la cabeza vendada o sin
vendar, pero que luego vendrían los lloros y por ahí sí que no
pasaba, que le rompía el corazón oírte llorar. Luego jugasteis a
las cartas.
-Siempre
le ganaba... -recordé.
-Siempre
te dejaba ganar.
Los
dos nos quedamos callados unos segundos. A nuestro alrededor, las
conversaciones se iban animando: había que aprovechar el tiempo, que
una reunión familiar como esa no tenía lugar todos los días,
afortunadamente.
-¿Te
he contado que yo corrí con Induráin?
-Ya,
abuelo, pero con Prudencio. Y a pie.
-Pero
le gané. No está mal.
No
estaba nada mal, no. Sobre todo teniendo en cuenta que mi abuelo le
sacaba cuarenta años a Prudencio Induráin, “el hermano
maravilla”, o cualquier otro apodo que le pusiera la prensa de la
época.
-Una
vez salí en bici a por el pan y acabé en Padrón -siguió mi
abuelo-. Soplaba el viento del sur y me dejé llevar. No veas el
cabreo que se cogió la abuela cuando volví a casa por la tarde, ya
comido. Me senté a la mesa, y aunque ya no me quedaba hueco para el
cocido, por ella, lo comí. Por ella le habría pegado un mordisco a
la luna para que estuviera siempre en cuarto menguante. Después de
ese atracón estuve dos meses durmiendo la siesta y la abuela se
enfadó todavía más conmigo. Se sintió tan sola durante ese
tiempo…
Hubo
otro largo silencio lleno de sollozos.
-Abuelo…
-No,
déjame llorar -me dijo sin molestarse en secarse las lágrimas de
los ojos-. No hay nada malo en llorar cuando algo te duele.
Recuérdalo, ¿vale? Porque a ti te queda mucha vida por delante. Te
quedan muchas caídas que sufrir, sobre todo ahora que no hay nadie
que te diga que andes con cuidado. Llora y aprieta bien la venda de
tu cabeza y levántate. Cáete, pero siempre ponte en pie. Por ti.
Por mí. Por la abuela, que Dios te acoja en su seno, cariño -dijo
mirando al cielo-, y que los ángeles engorden de comer tantas
croquetas. Te quiero.
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