Uno.
No entra en la cabeza de un niño de siete años encontrarse algo así al volver de la playa. A esa edad parece imposible que a un día feliz no lo siga otro. Ese verano, los días con Polo fueron días felices. Ahora no son más que fotografías desordenadas cogiendo polvo en el fondo de mi memoria.
Dos.
En el parque, cuando se tumbaba panza arriba, la cabeza al borde del
banco, mirándonos del revés, las orejas colgando, asomando los dientes, parecía un
gremlin. Era pura energía. Se daba la vuelta y bajaba de un
salto y echaba a correr entre las piernas de la gente, tropezando
como tropiezan todos los cachorros. Lo llamábamos y allí que
venía corriendo Polo, un borrón negro bajo el sol de agosto, sus orejas de gremlin al viento. Tan feliz. Tan felices.
Tres.
Al salir del colegio, mi hermana y yo
pasábamos por delante de la finca donde habían metido a Lar. Tenía
espacio de sobra para correr, no como en casa, donde había que
tenerlo siempre encerrado. Allí eran solo él y los limoneros.
Le sobraba tanta energía que tenía todo el suelo lleno de agujeros.
Siempre pasábamos de largo, ignorándolo, hasta que un día nos acercamos a la verja y allá que vino él, delgado, con
ojos tristes, comido por la sarna. Se puso de pie y sacó las patas
entre los barrotes, gimoteando, acercando la cabeza para que lo
acariciáramos. No sé si hacía eso con cada persona que se detenía
ante él o si nos había reconocido. Sentimos lástima por Lar.
Cuatro.
Durante unos días no hubo perros en casa.
Cinco.
Blanca llegó como perrita de emergencia. Como un parche. Como ayuda
humanitaria en tiempos de crisis. Papá, que se había opuesto a la
llegada de Polo hasta que lo vio, no puso ninguna pega esta vez.
Seis.
La cancilla de arriba tenía que estar siempre cerrada por si Lar no
estaba atado.
Siete.
Mi hermano fue el primero en encontrárselo. Salió del coche
corriendo, deseando jugar con Polo tras toda la tarde sin verlo. Mi
hermana y yo íbamos unos pasos por detrás, llamando también por
él, como si a nosotros sí fuera a hacernos caso, con esa felicidad
inquebrantable de los niños de siete años.
A
Polo lo enterramos en el jardín. A Lar lo regalamos a un conocido
que tenía una finca de limoneros que necesitaba protección. La
llenó toda de agujeros.