Sopla un viento frío y seco que anuncia nubes grises en el
horizonte. Se acercan poco a poco como ovejas esponjosas y rellenas de humedad.
Va a llover, ya veréis. De otra cosa no sabré. Sonrío. Me gusta la lluvia.
-¿Qué época es, muchacho? –me pregunta un
anciano del lugar.
-¡Señor, es casi Navidad!
No le gusta mi entusiasmo juvenil. Es normal. Y
odia que le llame señor. Por eso lo hago: para fastidiarle. Y porque cuando se
enfada hace crujir todos sus nudillos y gruñe como la tormenta que se avecina.
Porque con la lluvia se avecina tormenta. A paso lento, como ovejas rellenas de
relámpagos y truenos y piedras de granizo que las hacen pesadas y les
dificultan el andar.
-Lo que faltaba –dice mi padre mirando al
cielo-: Tormenta. Por si no tuviéramos bastante con lo cerca que está la
Navidad.
Mi madre asiente imperceptiblemente. Está de
acuerdo. Todo el mundo lo está. Y no porque mi padre sea alguien especialmente
sabio y todas sus palabras sean recibidas como lluvia del cielo, sino porque lo
que ha dicho es algo que todo el mundo sabe y que nadie necesita que le
recuerden. Pero de vez en cuando viene bien que alguien lo diga en voz alta
para que todo el mundo pueda asentir como mi madre y recordar en compañía las
cosas importantes de la vida.
-No pareces muy preocupado –me dice mi madre.
Mi madre tiene ojo para estas cosas. No estoy
nada preocupado. Los mayores son los que más se preocupan por estas cosas.
Especialmente por la tormenta. En todos sus años de vida han visto cosas
horribles. Yo, sin embargo, sólo he visto la belleza de los rayos pintando
retratos en el cielo. Yo sólo he sentido los truenos retumbar en mi interior,
arrancando ruido de rocas resquebrajándose al mismísimo silencio.
-Me gustan las tormentas –confieso.
Lo digo en voz baja porque sé que no es una
opinión popular. Mi madre sonríe. A ella también le gustan, aunque por otros
motivos. Creo que le hacen sentir viva. Cuando uno deja de crecer, son esos
momentos de riesgo los que sirven para dar perspectiva a la vida.
Pero mi madre no hablaba de la tormenta.
-Me refería a la Navidad –me dice con su voz
fresca-. Estás en una edad difícil, hijo. Lo sabes.
Lo sé. Lo sabe todo el mundo. Por eso llevan
unos días mirándome con tanta preocupación. O llevaban. Ahora les preocupa el
cielo. Las ovejas comienzan a trotar.
-Es mejor no pensar en esas cosas –le digo a mi
madre.
Es lo que le dicen todos los hijos a todas las
madres. Es lo que nuestras madres le decían a las suyas cuando tenían nuestra
edad. Pero no es lo que siento.
En realidad, no hago otra cosa que pensar en la
Navidad. En las luces de colores y en las bolas de metal. En las estrellas
doradas y en la nieve en las ventanas y en el mazapán. En el portal de Belén y
en las cenas en familia y en los regalos envueltos con papel en el que sale
Papa Noel. Hasta en el fuego de la chimenea calentando la habitación. Lo sé:
está mal. Pero es lo que siento.
Y lo que yo decía: ha comenzado a llover. Y antes del estallido
de la tormenta llega un ronroneo familiar y el crujido de las ruedas sobre el
camino de tierra.
-Ya vienen –murmura mi madre.
El coche se detiene más cerca que de costumbre.
Ya vienen, sí. Dos hombres se bajan y nos miran a todos. Se fijan en mí. Uno me
señala y el otro asiente satisfecho. Mi madre se echa a llorar. Abren el
maletero.
Esperemos que saquen una pala y no un hacha. Me
gustaría volver al bosque y contarle a mis futuros hijos cómo me sentí con
todos esos regalos a mis pies. Con todas esas luces por el cuerpo. Con esa estrella en la cabeza. Me gustaría preocuparme por ellos cuando llegue la Navidad.
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