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jueves, 28 de noviembre de 2013

Caminos de papel (II)

1
Chico conoce a ardillas, luego a chica

Hacía dos horas que había partido sin mirar atrás. El polvo del camino apenas se levantaba a su paso debido a la insultantemente baja velocidad a la que sus piernas conseguían impulsar el vehículo de casi cuatro ruedas en el que viajaba cómodamente sentado.
     Alrededor de su cuerpo, envolviéndolo, llevaba: un pantalón vaquero bastante gastado; una camiseta que en su día fue blanca y que para él seguía siéndolo, pero que habría que ver qué pensaría de ella una mujer; dos calcetines casi iguales, cada uno en uno de sus pies, y que no dejaban asomar prácticamente ningún dedo; calzado deportivo en un estado sorprendentemente aceptable; calzoncillos, de estos que parecen pantalones cortos, sueltos, a cuadros. Nada más, nada menos. Y gafas de sol, pero eso en la cara.
     Él estaba compuesto de: dos brazos, que partían de sus hombros, que eran dos también, y se extendían hasta las manos, las cuales estaban apoyadas en el manillar del triciclo; un par de sudorosas y cansadas piernas que se alternaban para empujar los pedales situados a ambos lados de la rueda delantera; un tronco, con su caja torácica, su abdomen y una espalda al otro lado; y sobre el cuello estaba la cabeza, casi toda ella cubierta de pelo.
     No llevaba nada en sus bolsillos. No tenía tampoco ninguna mochila, maleta, bolsa, saco, hatillo, caja, cesta, riñonera, bolso, baúl, arcón, contenedor, frasco o cualquier otro tipo de recipiente en el que guardar objetos personales o pertenencias. No necesitaba nada.
     Pedaleó hasta que el sol se puso, y entonces siguió pedaleando. No tenía sueño. Se había levantado hacía sólo unas horas. Su cuerpo le pidió un par de paradas técnicas en toda la noche y él obedeció. El amanecer le pilló pedaleando. Tras once horas había recorrido toda una distancia. No tenía mapa ni forma alguna de llevar la cuenta de los kilómetros. De pronto no pasó nada, pero minutos después... 
      -¡Eh! -gritó alguien.
     Levantó los pies de los pedales y el triciclo se detuvo en apenas dos segundos. No tenía frenos ni falta que hacía. Buscó con sus ojos quién había gritado así y encontró una ardilla al borde del camino.
      -Vaya, señora ardilla, sí que tiene una voz potente para ser tan pequeñita.
     -¡Eh! -repitió la ardilla, más alto y más fuerte que antes. No, espera, eso es lo mismo. Más alto y durante más tiempo. Fue un... -¡Ehhhhh!
      -La ardilla salió corriendo -narró él.
     Cuando el grito sonó una tercera vez se dio cuenta de que no había sido la ardilla quien lo había emitido, por supuesto. Buscó y buscó girando su cabeza y su cuerpo en todas direcciones hasta que por fin encontró, esta vez sí, a la damisela que reclamaba su atención.        Allí estaba, subida a un árbol: era otra ardilla.
   -¿Por qué gritas, ardilla? ¿Necesitas ayuda para bajar de ahí? -preguntó gesticulando innecesariamente con las manos.
   -¿Pero qué coño te pasa? Deja de hablar con las ardillas. Estoy aquí -dijo visiblemente enfadada una muchacha.
   Estaba a un lado del camino, sentada en el suelo, con la espalda apoyada en un árbol. No era el mismo al que estaba subida la segunda de las ardillas, aunque en una de sus ramas había también uno de esos simpáticos animales.
    -No había visto tantas ardillas juntas en mi vida... -comentó, más para él que para las propias ardillas. Se fijó en la chica.
      Empezó por sus clavículas, que quedaban a la vista gracias al generoso escote del vestido que llevaba. Su piel clara se le ceñía al cuerpo como un guante. Tenía una cara dominada por dos enormes ojos del color del que están hechos los sueños: tirando a verdosos. El pelo, largo y ondulado, descendía desde su cabeza y acariciaba sus hombros hasta detenerse a la altura de algún punto de su espalda, sin perder nunca el color castaño. Sus piernas... ¡Dios mío! ¡No tenía piernas! Ah, sí, sí tenía. Lo que pasa es que estaba sentada con ellas cruzadas y el vestido se las tapaba. Volvió a subir la vista, recorriendo su cuerpo por la línea que iba desde su ombligo hasta su nariz, y la detuvo en sus labios. Unos labios carnosos que se abrían y cerraban dejando entrever unos dientes blancos como lo había sido su camiseta el día que la había comprado. Supuso que lo que estaba pasando era que ella estaba hablando, así que decidió escuchar.
     -¿Cómo te llamas? -fue lo que dijo ella.
     -No me acuerdo -respondió él tras unos segundos.
     Ella le miró, entrecerrando un poco sus gigantescos ojos.
     -¿No te acuerdas o no me lo quieres decir?
     -¿Qué diferencia hay?
     -Bueno, si no te acuerdas seguramente tengas dañada la parte del cerebro que se encarga de la memoria. Probablemente alguna otra también, porque ya me dirás a que venía todo eso de hablar con las ardillas.
   -Hay gente que le habla a sus perros. O a sus bebés. No es tan raro. Y por lo de mi nombre... Digamos que no me quiero acordar.
   -¿Cómo he de llamarte entonces?
   -¿Para qué quieres hacerlo?
   -Porque quiero pedirte un favor y estaría bien saber tu nombre. Necesito que me lleves en tu triciclo -añadió ella. De pronto, sonrió-. Nunca pensé que fuera a decir esa frase en mi vida.
   -¿Llevarte a dónde?
   -A donde sea...
   Su rostro se ensombreció y su mirada se apagó. Fue sólo un instante, pero él se dio cuenta. Se fijó entonces en sus ojeras, en su pelo alborotado, en su cuerpo cubierto en sudor y su vestido manchado de tierra.
   -Sube -dijo abandonando el triciclo y ofreciéndole con un gesto de la mano el asiento, ahora vacío. 

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