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Chico
conoce a ardillas, luego a chica
Hacía
dos horas que había partido sin mirar atrás. El polvo del camino
apenas se levantaba a su paso debido a la insultantemente baja
velocidad a la que sus piernas conseguían impulsar el vehículo de
casi cuatro ruedas en el que viajaba cómodamente sentado.
Alrededor
de su cuerpo, envolviéndolo, llevaba: un pantalón vaquero bastante
gastado; una camiseta que en su día fue blanca y que para él seguía
siéndolo, pero que habría que ver qué pensaría de ella una mujer;
dos calcetines casi iguales, cada uno en uno de sus pies, y que no
dejaban asomar prácticamente ningún dedo; calzado deportivo en un
estado sorprendentemente aceptable; calzoncillos, de estos que
parecen pantalones cortos, sueltos, a cuadros. Nada más, nada menos.
Y gafas de sol, pero eso en la cara.
Él
estaba compuesto de: dos brazos, que partían de sus hombros, que
eran dos también, y se extendían hasta las manos, las cuales
estaban apoyadas en el manillar del triciclo; un par de sudorosas y
cansadas piernas que se alternaban para empujar los pedales situados
a ambos lados de la rueda delantera; un tronco, con su caja torácica,
su abdomen y una espalda al otro lado; y sobre el cuello estaba la
cabeza, casi toda ella cubierta de pelo.
No
llevaba nada en sus bolsillos. No tenía tampoco ninguna mochila,
maleta, bolsa, saco, hatillo, caja, cesta, riñonera, bolso, baúl,
arcón, contenedor, frasco o cualquier otro tipo de recipiente en el
que guardar objetos personales o pertenencias. No necesitaba nada.
Pedaleó
hasta que el sol se puso, y entonces siguió pedaleando. No tenía
sueño. Se había levantado hacía sólo unas horas. Su cuerpo le
pidió un par de paradas técnicas en toda la noche y él obedeció.
El amanecer le pilló pedaleando. Tras once horas había recorrido
toda una distancia. No tenía mapa ni forma alguna de llevar la
cuenta de los kilómetros. De pronto no pasó nada, pero minutos
después...
-¡Eh! -gritó alguien.
-¡Eh! -gritó alguien.
Levantó
los pies de los pedales y el triciclo se detuvo en apenas dos
segundos. No tenía frenos ni falta que hacía. Buscó con sus ojos
quién había gritado así y encontró una ardilla al borde del
camino.
-Vaya, señora ardilla, sí que tiene una voz potente para ser tan pequeñita.
-¡Eh! -repitió la ardilla, más alto y más fuerte que antes. No, espera, eso es lo mismo. Más alto y durante más tiempo. Fue un... -¡Ehhhhh!
-Vaya, señora ardilla, sí que tiene una voz potente para ser tan pequeñita.
-¡Eh! -repitió la ardilla, más alto y más fuerte que antes. No, espera, eso es lo mismo. Más alto y durante más tiempo. Fue un... -¡Ehhhhh!
-La
ardilla salió corriendo -narró él.
Cuando
el grito sonó una tercera vez se dio cuenta de que no había sido la
ardilla quien lo había emitido, por supuesto. Buscó y buscó
girando su cabeza y su cuerpo en todas direcciones hasta que por fin
encontró, esta vez sí, a la damisela que reclamaba su atención. Allí estaba, subida a un árbol: era otra ardilla.
-¿Por
qué gritas, ardilla? ¿Necesitas ayuda para bajar de ahí? -preguntó
gesticulando innecesariamente con las manos.
-¿Pero
qué coño te pasa? Deja de hablar con las ardillas. Estoy aquí
-dijo visiblemente enfadada una muchacha.
Estaba
a un lado del camino, sentada en el suelo, con la espalda apoyada en
un árbol. No era el mismo al que estaba subida la segunda de las
ardillas, aunque en una de sus ramas había también uno de esos
simpáticos animales.
-No
había visto tantas ardillas juntas en mi vida... -comentó, más
para él que para las propias ardillas. Se fijó en la chica.
Empezó
por sus clavículas, que quedaban a la vista gracias al generoso
escote del vestido que llevaba. Su piel clara se le ceñía al cuerpo
como un guante. Tenía una cara dominada por dos enormes ojos del
color del que están hechos los sueños: tirando a verdosos. El pelo,
largo y ondulado, descendía desde su cabeza y acariciaba sus hombros
hasta detenerse a la altura de algún punto de su espalda, sin perder
nunca el color castaño. Sus piernas... ¡Dios mío! ¡No tenía
piernas! Ah, sí, sí tenía. Lo que pasa es que estaba sentada con
ellas cruzadas y el vestido se las tapaba. Volvió a subir la vista,
recorriendo su cuerpo por la línea que iba desde su ombligo hasta su
nariz, y la detuvo en sus labios. Unos labios carnosos que se abrían
y cerraban dejando entrever unos dientes blancos como lo había sido
su camiseta el día que la había comprado. Supuso que lo que estaba
pasando era que ella estaba hablando, así que decidió escuchar.
-¿Cómo
te llamas? -fue lo que dijo ella.
-No
me acuerdo -respondió él tras unos segundos.
Ella
le miró, entrecerrando un poco sus gigantescos ojos.
-¿No
te acuerdas o no me lo quieres decir?
-¿Qué
diferencia hay?
-Bueno,
si no te acuerdas seguramente tengas dañada la parte del cerebro que
se encarga de la memoria. Probablemente alguna otra también, porque
ya me dirás a que venía todo eso de hablar con las ardillas.
-Hay
gente que le habla a sus perros. O a sus bebés. No es tan raro. Y
por lo de mi nombre... Digamos que no me quiero acordar.
-¿Cómo
he de llamarte entonces?
-¿Para
qué quieres hacerlo?
-Porque
quiero pedirte un favor y estaría bien saber tu nombre. Necesito que
me lleves en tu triciclo -añadió ella. De pronto, sonrió-. Nunca
pensé que fuera a decir esa frase en mi vida.
-¿Llevarte
a dónde?
-A
donde sea...
Su
rostro se ensombreció y su mirada se apagó. Fue sólo un instante,
pero él se dio cuenta. Se fijó entonces en sus ojeras, en su pelo
alborotado, en su cuerpo cubierto en sudor y su vestido manchado de
tierra.
-Sube
-dijo abandonando el triciclo y ofreciéndole con un gesto de la mano
el asiento, ahora vacío.
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