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sábado, 30 de noviembre de 2013

Caminos de papel (III)


2
La enternecedora historia de Andson, el triciclo

   -¿Por qué un triciclo?
   Ella se llamaba Edja. Él le dijo que podía llamarle Ehl.
   -¿Por qué un triciclo? -repitió Edja.
   -Porque en una bicicleta sería más incómodo llevarte.
   Ehl iba caminando y empujaba el triciclo apoyando una de sus dos manos en el respaldo del asiento. Sobre éste estaba Edja. Sobre Edja no había nada ni nadie, salvo el cielo.
  La otra mano de Ehl estaba metida en su bolsillo, hasta que la sacó e hizo con ella un movimiento que se podría interpretar como una ventana al pasado.

Soy antiguo. Muy antiguo. Nací en el viejo mundo. Fue el mío un parto natural. Ensamblado a mano por un sólo hombre, el mismo que creó cada parte de mí, desde el manillar hasta las ruedas, que fueron tres. ¡Tres! ¡Cómo me envidiaban mis hermanas! Había una apoyada contra la pared. De unos ganchos del techo colgaban dos más. Y supe más tarde que tras la puerta gris del fondo se encontraban hacinadas al menos una docena de ellas. Mientras tanto yo descansaba en mitad de la habitación, estable como un taburete. Papá me empujaba a veces para que no le molestara mientras hacía más hermanitas o arreglaba a las estropeadas. Ahí dentro fui feliz.

    -Me imagino que no habrás pagado por él, ¿verdad?
   -¿Insinúas que me lo regalaron? -preguntó Ehl mientras hacía uso de la sonrisa con la que todos nacemos.
   -No sé. ¿Te lo regalaron?
  -No, pero tampoco lo robé. Lo cogí prestado. En serio -añadió ante la mirada de Edja-. Tengo intención de devolverlo.
   -¿De quién era?
   -De quién es -le corrigió Ehl.

Mi padre me vendió un día a una persona pequeña. No sé si a vosotros os han vendido vuestros padres alguna vez, supongo que sí, así que os podréis imaginar lo mal que me sentí en ese momento. Esa persona, que resultó ser un niño, se subió encima de mí y apoyó sus pies en mis pedales. Al principio no sabía que pasaba, hasta que sentí un empujón. Luego otro. Y otro. Y supe lo que era la velocidad. ¡Oh, sí! Salí de casa y entré en el mundo exterior. El viento me recibió con su frío abrazo y a mí me dio igual. Me deshice de él para seguir avanzando. Siempre en línea recta, pedalada a pedalada. Y de pronto, un tirón del manillar y estoy girando. ¡Oh! Y giro, y avanzo, y freno, y sigo girando, y mis ruedas resbalan sobre la gravilla haciendo que pierda el control y me encanta... Ahí fuera fui feliz.

   -Lo encontré en Olton. ¿Conoces Olton? -Edja asintió-. Estuve allí anoche, creo. Todavía no he dormido. No sé cuándo es hoy y cuándo ayer.
   -Ahora es hoy.
   -Gracias.
   -¿De quién es?
   -Estaba en el sótano de una casa derruida.
   -Entonces no es de nadie -dedujo Edja.

Mi niño creció. Se hizo más alto y más pesado. Pero yo también crecí. Volví a ver a mi padre y me hizo más grande y más robusto. Le perdoné que me hubiese vendido de pequeño. Al acabar me hizo un regalo: un timbre. Lo acarició e hizo tilín. Pude ver a mis hermanas. Las vi en casa y me compadecí de ellas, de su falta de equilibrio. Las vi fuera y me quedé maravillado. ¡Cómo se movían! ¡Cuánta agilidad! Yo pensaba que sabía lo que era la velocidad. Cuan equivocado estaba. Las vi adelantarme como si yo fuera una piedra y ellas fueran yo. Me asusté la primera vez que vi a una perder el equilibrio e inclinarse, pero no se cayó. Giró. Entendí entonces que su inestabilidad en casa se debía a que no habían nacido para estar quietas. Ellas eran hijas de mi padre, como yo, pero también del movimiento. Cuando papá murió una parte de todos nosotros se fue con él. Ellas seguían teniendo al movimiento, yo lo perdí todo. Mi niño se olvidó de mí. No le guardo rencor. ¿Quién va a querer montar en un triciclo huérfano? Ahí abajo fui triste.

   -No es de nadie -le confirmó Ehl.
   -Entonces, ¿a quién se lo vas a devolver?
   -A quién quiera moverse con él.

Andson. Así me llamó el joven que me rescató tras limpiarme el polvo acumulado durante no-sé-ni-quiero-saber cuánto tiempo. Mis arrugadas ruedas volvieron a respirar y recuperaron la forma. Hizo crujir mi entumecido manillar hasta que perdió la rigidez y mi rueda delantera pudo bailar de nuevo, orgullosa, desafiante, riéndose de las traseras como siempre había hecho. Sentí de nuevo peso sobre mi asiento y unos pies sobre mis pedales. La tensión aumentó hasta que se hizo incontenible. Y entonces volví a nacer.
   Yo también soy hijo del movimiento. Lo olvidé y por eso me olvidaron. Pero ahora estoy aquí otra vez. Siempre hacia delante. Rompiendo el abrazo del viento. En el camino soy feliz.


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