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lunes, 2 de diciembre de 2013

Caminos de papel (IV)

3
La eterna lucha entre el hombre y el manzano, entre otras cosas

Los tres seguían por el camino: Edja, Ehl y Andson. No se habían cruzado con nadie en toda la mañana. Era lo habitual en los tiempos que corrían. Decidieron parar para descansar junto a un riachuelo que se había estado acercando al camino en los últimos metros. Ehl ayudó a Edja a bajar de Andson y la llevó en brazos hasta el agua. Pesaba poco, menos que un caballo. La depositó en el suelo. Edja metió los pies en el agua. Ehl se acordó de que tenía que comer.
     Al otro lado del río un manzano observaba al extraño trío que acababa de llegar. Vio como el hombre fijaba sus ojos en él y una sonrisa aparecía en su rostro. Oh no, pensó el manzano. Intentó mover con todas sus fuerzas sus raíces fuertemente enterradas para huir del hombre que ya estaba cruzando el riachuelo frotándose las manos ante el festín que le esperaba entre sus ramas. Durante un momento pensó que lo iba a lograr. Se vio a sí mismo levantando elegantemente unos gigantescos pies hechos de madera de la tierra y corriendo como había visto correr a numerosos animales en sus cerca de noventa años de vida. Pero no pasó nada. Por dios, que estamos hablando de un árbol... Su único movimiento fue el que producía el hombre al ir cogiendo las manzanas de sus ramas. Y el viento, que en ese momento comenzaba a soplar con más fuerza.
     Ehl cruzó el río de nuevo. Le dio un par de manzanas a Edja. Él estaba comiendo una sin necesidad de usar las manos, que estaban ocupadas en hacer malabares con cuatro manzanas más. Luego con tres. Dos. Más malabares con una única manzana. Después ninguna. Se sentó al lado de Edja con las manos vacías y el estómago lleno. Se fijó en los pies desnudos de ella.
    -¿Cómo te torciste el tobillo? -preguntó Ehl.
    -Pisé mal.
    -¿Cómo de mal?
    -Fatal.
    -Vas descalza.
    -Ya lo sé.
    -¿Ibas descalza cuando pisaste fatal?
    -No.
    -¿Te duele mucho? -preguntó Ehl. Edja se miró el tobillo.

Edja se miró el tobillo. Lo tenía bastante hinchado. Corriendo por el bosque, con el corazón a mil por hora y la adrenalina disparada, apenas había notado dolor. Pero ahora, tras unos minutos descansando sentada contra ese árbol al borde del camino, se dio cuenta de lo mucho que le dolía. Quizá lo tuviera roto, pero lo importante es que estaba a salvo, al menos de momento, pero necesitaba largarse de ahí. Cuanto antes. Lo más lejos posible. A pie no lo iba a lograr. Se imaginó siendo rescatada por un príncipe azul a lomos de un caballo blanco, como en las historias que le contaba su abuela. Se río de su ingenuidad. Y sin embargo ocurrió. No era exactamente un príncipe. Y desde luego eso no era un caballo. Era un hombre a lomos de un triciclo. Gritó.

Gritó. Gritó mientras corría. Gritó cuando se torció el tobillo, perdiendo un zapato. Gritó al caer y sentir el peso del hombre sobre su cuerpo. Gritó al verse inmóvil, indefensa. Gritó al notar el aliento a alcohol de una boca de dientes amarillos en su boca de dientes blancos y asustados. Gritó cuando el hombre le levantaba el vestido con una mano. Gritó, esforzándose por cerrar las piernas y estirando el brazo libre, barriendo el suelo. Gritó cuando no pudo más y sus piernas cedieron. Gritó cuando su mano chocó contra algo. Gritó una última vez. Cuando le hundió el cráneo con la piedra ya no gritaba. No gritó diez, once, doce veces.


     -Podría ser peor -dijo Edja, antes de darle un mordisco a la manzana que le había dado su príncipe azul. 

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