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Violators will be prosecuted. Enjoy!

miércoles, 23 de octubre de 2013

La parábola del niño solitario.

   Salió volando por culpa de la explosión. Describió una parábola perfecta; era como si el rozamiento no influyera en su trayectoria. En el aire consiguió girarse y pudo ver su casa reducida a escombros, envuelta en llamas y sucia, muy sucia. Él había estado ahí hacía dos, ahora tres segundos, en su habitación, cuando se produjo la detonación.
Atravesó una nube y comprobó que no era más que vapor de agua y algodón de azúcar a partes iguales. Sólo le dio tiempo a pegar un bocado de camino al punto más alto de su viaje, otros dos segundos después, allá, dónde una vez hubo un arco iris un día que llovió y luego hizo sol. Hoy no había nada, sólo él cumpliendo a rajatabla la segunda ley de Newton, su preferida. Durante un instante dejó de subir pero no empezó a bajar. Fue muy, muy, muy poco tiempo, pero lo vivió como si fuera muy, muy poco tiempo, y creyó flotar.
Le sorprendió que le sorprendiera flotar cuando llevaba volando por encima de su pueblo natal un cierto tiempo. Siempre había pensado que volar sería mucho más emocionante que flotar, pero hasta que uno no sale disparado por culpa de una bomba no puede comprobarlo. Él pudo. Y entonces empezó a caer. A caer, a caer, a caer, a caer. Tardó exactamente lo mismo en bajar que en subir y recorrió la misma distancia. Así es la física.
El descenso se le hizo muchísimo más corto, eso sí. Casi todo el tiempo lo pasó pensando en como aterrizar. ¿Como un gato? ¿Como un paracaídas? ¿Como una albóndiga? Ya sabes, carne picada… No era la mejor opción, pero era la única que sabían hacer los seres humanos. Él era un ser humano también, ergo…
Pero había visto mucha televisión. No sólo series de acción o películas de vaqueros. Él, según qué veranos, se pasaba horas y horas delante de la tele y había aprendido mucho. Vaya si lo había hecho. Así que cerró los ojos, se puso paralelo al suelo con las piernas rectas, juntas, y los brazos estirados, en cruz. Justó antes del impacto, lo hizo. Doble carpado hacia delante. ¡Lo clava!

Entre aplausos de los curiosos allí reunidos, regresa cabizbajo a casa. Menuda le va a caer cuando su madre vea el estropicio que ha montado…   

miércoles, 16 de octubre de 2013

16 de octubre (otra vez).

Al entrar en su habitación me di cuenta de que algo no iba bien. ¿Qué era eso que se veía con total claridad? ¡El suelo! La luz otoñal que se colaba por la ventana podía por fin completar su recorrido sin verse interrumpida por capas y capas de ropa, tanto sucia como limpia como snif snif, meh, aún vale. 
            Ya en el pasillo, y una vez hube cerrado la puerta con el extraño pomo que funcionaba desde no se sabe cuantos siglos de manera inversa a la estándar, intenté encontrar pistas que me dijeran qué estaba pasando ahí. Silencio. Total y absoluto silencio. Y de repente…
     La puerta. No están llamando, es otra cosa. Arañazos. Me aproximo lentamente, pues no me quiero cansar. Apoyo mi mano de abrir puertas en el chisme de abrir puertas, ejerciendo la acción de abrir puertas para, finalmente, abrir la puerta. Del otro lado, una bestia salvaje se me abalanza con sus fieras garras y sus temibles colmillos. ¡Es Luíña!

     -Lúa, ¿qué está pasando aquí?

     Obtengo por respuesta su cuerpo sobre mis pies, boca arriba, rodando y rodando.

     -¿Aún no sabes hablar?
     -No.
     -Vaya por dios… ¿Y Fiona? ¿Dónde está Fiona, Lúi?
     -Sígame por aquí, perro de dos patas.

     Salimos al mundo exterior, en el que el cielo, siempre gris o azul o negro, es visible sobre nuestras cabezas. Ahí encontramos a Fiona. Siempre majestuosa, elegante y con cara de papona.

     -Fío, ¿qué está pasando?
     -Estoy amasando.
     -¿Desde cuándo?
     -Miau.

     Otro callejón sin salida. Otra ventana sin cristal. Una última bala. Bajo las escaleras, salto la verja verde que alcanza en su punto más alto los 30 centímetros de altura. La exuberante naturaleza del jardín de abajo me abruma. Veo a Manolito correteando con gracilidad, desnudo, liberado de su armadura, fumando un cigarro, pero él no es mi objetivo.
     Rodilla al suelo, mano en la tierra que hace menos de un año fue excavada.
    
     -¿Qué está pasando?

     Espero la respuesta, que no tarda en llegar desde abajo, desde muy arriba.

     -Ya no está.
     -¿A qué te refieres? ¿Ya no está como tú?
     -No, justo lo contrario. Yo no estoy en este mundo pero sí en esta casa. Ella al revés.
     -¿Dónde?

El sol, saliendo por el mar y poniéndose por la tierra, ilumina y calienta unas calles repletas de mezcla. De espaldas a los coches, ella lee un cartel en una lengua que todavía no domina. Pollastre. Y se ríe. 

sábado, 5 de octubre de 2013

Muñones.

odjodfodjfjfosjofjajfoafofhhvoofsodfsosdfossdojojvcdhdodsahdahogoffffjoidosohfgddspssdsjodvndsdoshffououuoshuofdsfsdojfoiefhbvncxx,lldssoewoforgurwewewpeopccoioissdeedhdfsdsñdlljfeoieoeoidfdjdssdfddjdsjdjdsoeioeruerowasdjchhdfdhdshdfodsfhgheoefhslodsjsdflosjsdjdjdjildsjildsjidsjisdfijksduifsduirsjidsfjnvcnhdfsjhdsfjdsfjsaieijkdshfdsuhjsujsdjuhdsujhsdhudsfuhjsa

viernes, 4 de octubre de 2013

En la distancia.

Ahí estás, una vez más. No sé cómo, pero siempre te acabo encontrando. O tú a mí. Puede que el buscarte entre la multitud cada vez que existe la mínima posibilidad de que te halles entre ella ayude. O puede que sea magia. 
Y siempre sucede igual, menos algunas veces, y es así:
Te veo por casualidad al buscarte y entonces ya es demasiado tarde. Una, dos, tres veces mi mirada se dirige hacia ti, hasta que me ves. Entonces yo hago como que no, para que seas tú la que tomes la iniciativa, la que des el primer paso. Cuando vuelvo a mirar ya estás viniendo hacia mí, como siempre sonriente, pero tu incapacidad para atravesar a la gente retrasa el encuentro. Soy yo el que tengo que hacer el esfuerzo, que no me cuesta nada, de sortear el entramado de personas que se empeñan en separarnos, ahora y siempre. Hasta que por fin lo conseguimos, uno frente al otro. Es entonces cuando se vuelve raro. 
¿De qué hablar tras todos estos años? La fluidez, la capacidad para entablar conversación, ha desaparecido, si es que algún día estuvo ahí. Cuando los temas se agotan, más pronto que tarde, cada uno vuelve a lo suyo, siempre sin despedirse. Y es entonces cuando se vuelve aún más raro. 
Porque después de eso vuelvo a buscarte con la mirada y ahí estás tú, mirándome. Una vez. Y otra. Y otra. Y siento que necesito acercarme de nuevo. Sé que no tengo nada más que contar, nada que añadir, pero no puedo evitarlo. Y vuelve a suceder. 
Un leve intercambio de palabras y silencio. Un silencio que se asemeja mucho a los denominados incómodos. Y sin previo aviso nos volvemos a separar, para volver a unirnos casi al instante donde nos sentimos más cómodos: en la distancia. 
Porque ahí, a varios metros el uno del otro, donde hablar es inútil, simplemente mirándonos, es donde más cómodo me encuentro. Porque contigo no quiero hablar. No necesito hablar. Cuando estamos cerca yo lo que quiero es estar. Es sentir. Es mirar. Es besar. 

jueves, 3 de octubre de 2013

Silencio.

Está sola, en el pasillo, como todas las noches. Es su sitio favorito, donde más cómoda se encuentra. El largo pasillo del viejo psiquiátrico abandonado. Antes solía pasar las noches en aquella casa cerca del río, pasando el puente, antes de entrar al bosque. Se tuvo que mudar en cuanto se enteró de que la habían comprado unos empresarios de la capital para abrir un restaurante de lujo en el pueblo. Vagó durante días por el frondoso bosque, avanzando lenta pero constantemente de noche, descansando de día, buscando dónde refugiarse. El edificio se lo encontró por casualidad. Ella no sabía que estaba ahí, pero le pareció el sitio ideal para instalarse. 
Entró por una ventana, por la misma por la que había entrado años atrás, supuso, la rama del árbol que crecía a escasos centímetros de la fachada oeste del psiquiátrico. No le costó mucho encontrar el sitio perfecto. Durante unos días fue feliz, creyéndose sola en su pasillo, sin más compañía que la de su inseparable amigo el silencio. 
Y así está esa noche, sola, en el pasillo, como todas las noches. Es su sitio favorito, donde más cómoda se encuentra. Pero el largo pasillo del viejo psiquiátrico abandonado no es el lugar tranquilo que ella pensaba que era. 
Para empezar, esa noche no está sola. Tendría que haberse dado cuenta hacía tiempo. ¿Hacía cuánto que no oía al silencio? En su lugar primero el crujir del cristal de una ventana, la misma que ella había usado para entrar días atrás. Después, el sonido que más la aterrorizaba del mundo entero: pasos. 
Con los pasos, las voces, y ella allí, atrapada al final del pasillo del segundo piso. A su derecha, puertas y más puertas, todas cerradas, a lo largo de la pared. A su izquierda lo mismo. Suponía que eran habitaciones, y que esas habitaciones tenían ventanas. No podía arriesgarse a entrar en ninguna de ellas, no esa noche. De frente, los pasos. Y las voces. Lejos aún, pero acercándose a ella. Y pudo ver... Y eso hizo que se pegara más a la pared. La luz barría el suelo de izquierda a derecha. Se paraba ante cada puerta y desparecía dentro de cada habitación durante unos segundos, pero siempre volvía. Y cada vez era en las puertas más próximas a ella donde la luz se detenía. 
Ella estaba acurrucada, reducida a su mínima expresión, muerta de miedo ante el inevitable encuentro. Si tuviera corazón, los latidos de éste la delatarían sin dudarlo. Una de las voces dijo algo y ella vio como la luz dejaba de barrer el suelo para avanzar en su dirección. Más y más cerca, rozando sus pies, ella plegándose sobre sí misma, hecha una lámina contra la pared, siendo la pared. Y luego nada.  

Los chicos salieron del viejo psiquiátrico abandonado por la misma ventana por la que habían entrado, la que habían tenido que romper para poder pasar, algo decepcionados pero a la vez aliviados. Esperaban que hubiera algo sobrenatural allí dentro, algún fantasma, ruidos inexplicables, pintadas con sangre... Pero nada. Nada de nada. Sólo silencio y oscuridad. 

martes, 1 de octubre de 2013

Borrador

Interior. Cafetería. Media tarde. Sentado solo en una mesa sin más sillas que la suya, teclea frenéticamente entre sorbo y sorbo de su cada vez más frío café con leche. El tecleteo sirve de base para las decenas de alegres conversaciones que tienen lugar a su alrededor. Cuando no sabe qué escribir sigue tecleando para mantener el ritmo, que no cese ese murmullo percusivo, y que no se le enfríen los dedos. Al hacerlo teclea cosas sin sentido, por supuesto, pero ya tendrá tiempo después para borrarlo, para reescribirlo. Lo importante es no perder jamás el ritmo. Puede estar pidiendo otro café, esta vez solo, con azúcar, luego no tan solo al fin y al cabo, y ni así detener el baile de sus dedos sobre el teclado de su portátil, el cuál, como si de un vegetal se tratara, sólo se mantiene con vida mientras está enchufado. Tirar del cable significaría un fundido a negro y una pérdida permanente de todo lo hasta ese momento volcado sobre la blanca hoja virtual. Decide guardar. Quizás no debería haber usado la expresión “vegetal”. Resulta un tanto violento. ¿Persona con daños cerebrales irreparables mantenida artificialmente con vida mediante el uso de máquinas? Se queda en vegetal. Total, ¿qué es lo peor que puede pasar? ¿Una manifestación delante de su casa de esas “personas”?, piensa. ¡Vaya si le gustaría presenciar semejante evento…! Sus, como se dice, sus pancartas no, los cánticos que se gritan… ¿Consignas? Sí. ¿Sí? ¿Proclamas? Lo que sea. Vamos, que bip bip bip y como mucho biiiiiiiiip. Se ríe. Dice bip bip en alto, sin darse cuenta, pero nadie le mira. Están absortos en sus conversaciones. O absortos sin más, que también ocurre. A él le gustaría estar hablando con alguien y no dejándose las yemas en ese estúpido teclado negro, pero qué se le va hacer. Además, es mentira, es gris. Negra es su alma de poeta que… Y se pega un tiro. Menos no se merece tras vomitar eso en su obsesión por no perder el ritmo, el ansiado ritmo, el tocotó tocotó, si fuera un caballo, el tíquiti tíquiti tí de la tecleación que brota del fondo de su tercera taza de café. Ljkljll y al sacar la mano del bolsillo descubre que no tiene dinero para pagar. No le sorprende. Decide aplicar su método preferido, su único método, para salir no sólo de esta, sino de todo tipo de situaciones: esperar a que algo pase. Y ese algo resulta que acaba de entrar en la cafetería, justo a tiempo. Pelo negro y largo, ojos claros, pechos. Su prototipo de mujer. La sigue con la mirada. La de ella barre el local buscando probablemente a algún amigo o novio. Sea lo que sea parece no encontrarlo. Camina lentamente hacia él. Quizás sólo busque un sitio donde sentarse. Todas las mesas están ocupadas. La de él es la única con menos de dos personas. Exactamente con una. Sus miradas se cruzan por primera vez, pese que a él no le acabe de convencer esa expresión. Una mirada, piensa, es como un rayo que sale de los ojos de una persona siguiendo una trayectoria rectilínea hasta donde la capacidad visual de cada uno alcance. Que se crucen las miradas de dos personas sería como si lo hicieran dos espadas. Un choque, empate y ya. Lo interesante es cuando esos rayos, la mirada, no se cruzan, sino que penetran en los ojos de la otra persona. Igual que con las espadas, vamos. En el cruce pueden saltar chispas, pero es la penetración lo que se busca. Y sí, resulta raro ponerse a divagar sobre estas cosas mientras sostienes la mirada a una chica que se te acerca irremediablemente, inevitablemente, pero él es así, esclavo del ritmo y de la cafeína. ¿Merece la pena parar, dejarlo ahora, con tal de no perder el combate cuyo premio es el propio contrincante? ¿Cómo se sabe cuándo es el momento de dejar de escribir y responder al hola que ella acaba de pronunciar? Hola. Hablar y escribir a la vez es muy complicado, así que si no te importa que escriba lo que digo y no al revés, cosa que sería infinitamente más extraña… dice él, como en este caso. Podría parar, sí, pero este no es el final. ¿Qué cual es, preguntas divertidamente intrigada? Desde el momento en que entraste por esa puerta lo supe, hace ya casi medio minuto. El final está a una pregunta tuya. A dos palabras que tu dulce voz ha de pronunciar. No, esas no son. Además, no te lo puedo decir, tendrás que esperar a leerlo. Se queda callada, la cabeza ligeramente ladeada. Se aparta un mechón de la cara, pensativa. Y sonríe. Cree que tiene la respuesta. Oh, ¿la tienes? ¿Eso crees? Está bien, adelante. ¿Quieres una cuenta atrás? Veintiséis. Veinticinco. Veinti… Vale, vale. Tres. Dos. Uno. Ahora él sonríe al decir: Puedes, si me invitas al café.