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lunes, 24 de abril de 2017

Vida

La iglesia estaba llena: de gente, de murmullos, de sollozos. El cura se acercó al atril. El silencio entonces fue absoluto. Silencio de piedra y respeto. Silencio de funeral. Fuera llovía.
Fijé la vista en mis zapatos. Me los había dejado mi padre. Yo no tenía. Me quedaban grandes. Mis pies bailaban nerviosos dentro de la piel negra que con tanto esmero había bruñido horas antes. Ahora estaban manchados de barro y no me podía importar menos. El cura recitaba su sermón.
-Come algo.
Fuera llovía, y a través de la ventana del salón veía a la gente llegar apretujada bajo paraguas negros. Cogí el canapé que mi madre me ofrecía y dejé que su mano revolviera mi pelo mojado antes de que fuera a atender a los recién llegados.
Dejé el canapé donde pude y eché un vistazo alrededor. Mis primos mayores hablaban animados con mis tíos. Mis primos pequeños jugaban a ser perros entre piernas trajeadas. Yo estaba allí de pie, solo. Al otro lado del salón estaba mi abuela, sentada en su sillón. Con un gesto de su mano me pidió que fuera a estar solo con ella.
Me senté a su lado sin decir nada. Ella no me hizo hablar ni me obligó a comer. La gente se acercaba a darle el pésame. Se disculpaban por no haberla visto en la iglesia. No había ido. Al alejarse me dedicaban medias sonrisas de condolencia.
-Feliz cumpleaños, por cierto –me dijo mi abuela cuando el ajetreo disminuyó.
Fuera seguía lloviendo y comenzaba a anochecer, y ella era la primera persona que me felicitaba. Quise darle las gracias. Quise sonreír. No fui capaz.
Sentí el peso de su mano sobre la mía. Me miró a los ojos y me sonrió. Fue una sonrisa como ninguna de las que había visto en los dos últimos días. Una sonrisa auténtica.  
-Anda que vaya ocurrencia la de tu abuelo…
Me eché a reír. Rompí a llorar. Y al final sentí que el aire volvía a mis pulmones y que mis músculos se destensaban. Sentí que mi cuerpo era mío de nuevo. Sentí la ropa mojada y fría contra mi piel. Fui consciente de lo ridículos que eran esos zapatos enormes manchados de barro.
-¿Por qué no subes a cambiarte? –sugirió mi abuela.
Asentí y me levanté de la silla. La besé en la mejilla y esquivé a mi madre y a su bandeja de canapés. Subí las escaleras. Mis pies chapoteaban dentro de los zapatos. La puerta de mi habitación estaba abierta. Sobre la cama, un paquete. 
Mi corazón empezó a latir con fuerza. Las piernas me temblaban. Las manos me sudaban. Cerré la puerta y me dejé caer al suelo. Me abracé las piernas y apoyé la frente en las rodillas. Cerré los ojos.
-No puede ser.
-¿Qué es lo que no puede ser?
Mi abuelo levantó entonces la mirada de su periódico. Apoyó su taza de café humeante y me miró por encima de sus gafas de media luna, en precario equilibrio sobre la punta de su nariz aguileña. Se fijó en el libro que sostenía en mis manos.
-Oh, ya veo.
La corbata me apretaba. Me deshice de ella. Me quité la chaqueta mojada y los zapatos manchados. Me acerqué a la cama. El paquete estaba envuelto con papel de estraza y atado con cordel de esparto. Había sido así desde el día que cumplí once años. En una esquina, escrita con caligrafía pulcra y cursiva, estaba mi dirección.
-¿Por qué pone “habitación sobre las escaleras”?
-Ya lo entenderás –dijo mi abuelo desde la puerta, y me animó a cortar el cordel y rasgar el papel.
Corté el cordel con las mismas tijeras que había usado aquel día, seis años atrás. Las manos me temblaban cuando rasgué el papel. Tuve cuidado de dejar intacto el trozo donde la pluma temblorosa de mi abuelo había escrito mi nombre por última vez.
La ventana estaba entreabierta. Olía a tormenta y a libro nuevo y a…
-Te la acabas de perder –decía mi abuelo cada vez que le sorprendía dejando el paquete en mi habitación.
Olía a lechuza y a humo de pipa y a silla de cuero y a escritorio de madera y a ojos azules. Cogí el libro y acaricié su lomo.
Mi abuelo se recostó en su silla de cuero y se atusó su larga barba blanca. A mí me temblaba la barbilla y me hervían las palabras en las venas. Tenía los ojos irritados tras toda la noche leyendo. Tras unas horas llorando.
-No puede morir –dije-. Tiene que ser un error.
-Todo el mundo muere.
-Pero sin él todo está perdido…
Mi abuelo se incorporó con dificultad de su silla y rodeó el escritorio hasta llegar junto a mí. Sus ojos azules se clavaron en los míos. Se tomó su tiempo antes de hablar.
-Sin él será más difícil. Pero la vida sigue. Por un tiempo puede parecer que no hay esperanza, pero la hay.
-Pero ahora está solo. No tiene ayuda. No tiene guía.  
Mi abuelo frunció el ceño. Todos sus años se hicieron visibles en las arrugas de su rostro. Había perdido mucho peso en los últimos meses.
-Que alguien muera no significa que no pueda seguir ayudando. La muerte no es el final.
-¿Hablas de fantasmas?
Mi abuelo se rió. Tosió y se aclaró la garganta.
-Hablo de recuerdos –dijo, y me dio unos golpecitos en el pecho, sobre el corazón.
Del piso de abajo llegaron risas. Se había celebrado una muerte. Tocaba celebrar una vida.
Cerré los ojos y dejé que se inundaran. Cuando los abrí me fijé en la portada de ese último libro. Unos ojos verdes tras unas gafas redondas me devolvieron la mirada. Me toqué la frente distraído, como si mis cicatrices también estuvieran a la vista. Acaricié la suya.
Tomé aire. Abrí el libro.