El sol acababa de ponerse, hundiéndose en el mar. Hacía
frío en esa playa vacía. Ella se estremeció. Él cogió su toalla y se la echó
sobre las piernas.
-Piensa un número –propuso ella.
-El ocho.
-¡Pero no lo digas en alto! Tengo que
adivinarlo.
-¿Por qué?
-Porque el juego es así. Y hasta que no lo
adivine, no nos vamos de aquí. Así que piensa un número, ¿vale?
-¿Un número cualquiera?
-Uno normal. Del uno al diez.
-¿Esos son los números normales para ti?
-Obviamente. Son los que puedes hacer con los dedos
de las manos –dijo ella.
-¿Y el cero no?
Ella lo miró con el ceño fruncido y le enseñó
el “uno” más agresivo de todos. Él se rió y levantó ambas manos, todo
inocencia.
-Del uno al diez –repitió amenazadora.
Siempre conseguía ponerla de los nervios. No
podía pasar cinco minutos con él sin que le entraran ganas de empujarle. A veces lo hacía, y él rodaba por la arena como si se ganara la vida como especialista de cine. Después se levantaba como si nada. Como ahora.
-Ya lo tengo –dijo él, y se sentó de nuevo a su
lado, más cerca esta vez.
Ella cogió un puñado de arena. Se le caía entre
los dedos, haciéndole cosquillas. Apretó la mano, intentando detener el flujo.
Pero era imposible. Seguía cayendo. Grano a grano, pero caía.
-¿Puedo hacerte una pregunta?
-No te voy a dar pistas –dijo él.
-No. No es sobre el número.
Sentía un cosquilleo en el estómago y en la
punta de los dedos de los pies. Quizás sólo fuera hambre y frío. O puede que
fuera uno de esos momentos en los que se ponía nerviosa porque sí. Cada vez le
pasaba más a menudo. Cada vez pasaba más tiempo con él.
Pero esta vez tenía un motivo. Sabía en qué
número estaba pensando. Y como sabía el número, en cuanto lo dijera tendrían
que irse de la playa. Porque eso era lo que ella había prometido. Y no quería
irse. Todavía no. Antes tenía que hacerle una pregunta.
Llevaba días queriendo hacérsela, pero nunca
encontraba el momento adecuado. Podría haberlo intentado cuando él la
acompañaba hasta su casa, al volver de la playa. Pero se pasaban los diez minutos
del camino hablando sin parar de cualquier cosa, salvo cuando el balanceo de sus
brazos hacía que sus manos se rozaran sin querer. Pero ese segundo de silencio
no estaba hecho para hacer preguntas. Además, ya habría tiempo más adelante.
Como cuando llegaban al portal de su casa. Ahí
la conversación cambiaba. Cada palabra adquiría una importancia suprema. Casi
todo eran silencios. Y esos silencios estaban hechos para valientes. Para dar
dos pasos al frente y decir las cosas que siempre habías querido decir. Para
atreverse a hacer las preguntas que no te dejaban dormir. Si tan sólo uno de
los dos tuviera el valor…
Pero tenían tiempo. Los días aún eran largos.
Las noches, cálidas. Las despedidas, momentáneas. Y aunque cada vez les
costaban más, no era difícil decir “hasta mañana”. No pensaban siquiera en el
“adiós”.
No había prisas. Todavía no. ¿Cómo iba a
haberlas si el tiempo se detenía cuando estaba con él? O así le gustaría que
fuera. Porque ahora que el final del verano había llegado, el tiempo había vuelto
a correr.
Se le escapaba entre los dedos de la mano.
Grano a grano. Segundo a segundo. Con la última luz del último día del verano.
Y la pregunta seguía allí, dentro de ella. Vibrando. Agitándole la respiración.
Acelerándole el corazón. ¿A qué tenía miedo? ¿Qué tenía que perder?
No. Esas no eran las preguntas correctas.
¿Qué tenía que ganar ahora que el verano se
acababa? ¿Qué tenía que ganar si al día siguiente volvía a la ciudad? ¿Qué
importaba ahora saber si él también desearía poder pasar más tiempo juntos?
Era demasiado tarde para eso. El verano se
acababa y también se acababan ellos. Además, su respuesta podría ser no. No iba
a arriesgarse a que ese fuera su último recuerdo de él. Prefería quedarse con
el primero. Con aquellos ojos brillantes la tarde que se conocieron, cuando le
explicó que el Sol no se hundía en el mar al atardecer.
-En realidad flota –siguió él-. Pero se apaga.
Porque, como bien sabes, el Sol no es más que un farolillo de papel que alguien
lanza al aire desde Japón cada mañana.
Ella creyó que en su vida había conocido a un
tipo más raro.
Aún lo pensaba. Pero era un tipo raro por el
que no le importaba llegar tarde a cenar con sus padres. Era un tipo raro por
el que desearía poder volver al pasado y aprovechar mejor el tiempo que tenían.
Porque ahora sabía que el verano no duraba para siempre. Tampoco ellos. Que
cada momento cuenta. O contaba, cuando todavía tenían momentos por delante.
No. Ahora que veía el final, la única pregunta
que tenía sentido era…
-¿Es el ocho?
Él tuvo que notar que esa no era la pregunta
que ella iba a hacerle, pero no dijo nada. Se limitó a sonreír de esa forma tan
suya. Como si supiera algo que nadie más sabía.
-No es el ocho.
-¿No es “el muñeco de nieve de los números”? ¿”El
tótem de equilibrio imposible”? ¿”Dos ceros fingiendo ser más grandes”? –preguntó
incrédula, usando las palabras que él había usado en su día. Le encantaba el ocho. Siempre era el
ocho.
-Mm-mm –negó y su sonrisa se ensanchó.
-¿Diez? ¿Nueve?
-No.
Sus ojos brillaban.
-Siete. Seis. ¿Cinco?
Él negaba y negaba. Ella no entendía nada. Y si
también sonreía, sería porque la arena seguía haciéndole cosquillas al pasar
entre sus dedos. Todavía quedaban unos pocos granos en su mano.
¿Cuántos?
-¿Cuatro? ¿Tres? ¿Dos?
Ya no se molestaba en mover la cabeza. La
miraba a los ojos. Muy cerca. Esperando el final.
-Uno.
Si quedaban granos de arena por caer, no
cayeron.
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