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Violators will be prosecuted. Enjoy!

jueves, 29 de agosto de 2013

Relato sin título. Podría llamarse, no sé, de verdad, no sé... mmmm, nada, ni idea.

-¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? ¿Y esa sangre? ¿Qué...? ¿Y tú mano?
-El cocodrilo -dijo en un susurro, gastando su último aliento antes de morir. 

Me acerqué al cuerpo inherte, intentando no pisar la sangre. Iba en chanclas y no quería mancharme los pies. Me puse de cuclillas a su lado y le pinché en un costado con un palo. Había uno allí, en el salón. ¿De dónde había salido ese palo? Ese misterio no podía quedar sin explicación. Lo observé de cerca. Era un palo muy bonito, muy recto pero con un acabado rústico. Mediría algo menos de medio metro. Era ligero y contundente, muy agradable al tacto. Traté de recordar. ¿Lo había cogido yo en alguna de mis excursiones al bosque adyacente a mi casa? No era posible. Nunca había ido a ese bosque. Es más, no existía tal bosque. Me estaba confundiendo con el que había al lado de una casa rural a la que habíamos ido hacía dos veranos. 

Me puse de pie. Estar así agachado mucho rato acaba con las rodillas de uno. Además, la sangre fluía como un río de sangre hacia mí. Ojalá se hubiera desplomado sobre la alfombra, pensé. De ese modo la sangre se habría concentrado en ella. Pero no. Mi hijo yacía sobre la recién colocada tarima flotante. ¡Maldita sea! Tendré que esperar a que venga mi mujer para que limpie este estropicio. Y mientras tanto yo aquí, sin saber de dónde viene este palo. 

Palo. Hijo muerto. Palo. Hijo muerto. Palo. Hijo muerto. Hijo muerto. Palo. Mis ojos pasaban de uno a otro somo si estuvieran disputando un emocionante partido de tenis, sólo que en este caso observaba dos objetos inanimados. Pero entonces recordé. 

El palo lo había traído mi hijo. Había llegado esa misma mañana de sabe Dios dónde y traía consigo ese magnífico palo. Mira papá, me dijo, mira que palo más magnífico traigo conmigo. Sí, hijo, sí. ¿No te gusta papá? No me toques los cojones, hijo. 

Por eso estaba el palo ahí. No, espera. Mi hijo se había ido llorando, por las alergias supongo, y el palo iba con él. Intenté recordar más. Estaba muy cerca ya, un último esfuerzo. Hijo. Palo. Hijo llorando con palo. Malditas lagunas. El alcoholismo, por mucho que digan lo contrario, no me había ayudadon con mis problemas de memoria. Hijo. Palo. Hijo llorando con paloHijo muerto. 
No. No era así. Hijo. Palo. Hijo llorando con palo. Cocodrilo. Hijo muerto. ¡Claro! Ahora lo recuerdo todo. Como un flash viene a mi memoria lo sucedido hace dos minutos. 

Mi hijo entrando en el salón con el palo. Mi hijo preguntándome si puede ir a jugar con el cocodrilo. Claro, hijo, claro que puedes. Eh, eh, eh, ¿a dónde te crees que vas con ese palo? El palo se queda aquí. ¿Pensabas usar el palo con el cocodrilo? Qué eres, ¿maricón? Anda, largo. 

Ahora recuerdo haber escuchado un estruendo como de fauces cerrándose violentamente y el característico sonido de una mano siendo amputada. Y entonces llegó mi hijo y murió aquí, ante mis propios ojos. 

¡Maldito cocodrilo! La rabia inundó mi ser como la sangre de mi primogénito inundaba el salón. Pasé sobre su cadáver y me dirigí a su habitación siguiendo el rastro de sangre. Allí estaba, en el suelo, inmóvil, el asesino de mi hijo. Lo agarré por la cola, lo arrastré por el pasillo y lo lancé por el aire. Lejos, muy lejos, hasta la carretera. No pasó mucho tiempo hasta que un coche le pasó por encima. Mi venganza se había completado. 

Así que, cariño, respondiendo a tu pregunta: Sí, el Cocodrilo Sacamuelas que está destrozado en medio de la calle es el de nuestro hijo.

miércoles, 28 de agosto de 2013

De noche

No estoy solo en mi habitación. Hay algo más. ¿O alguien? No, alguien no. La luz está encendida, si hubiera otra persona la vería. O quizás no... 

Ruedo sobre mi espalda, lanzó la mitad superior de mi cuerpo hacia el suelo, apoyando las manos en el frío suelo de baldosas. Las piernas permanecen arriba, en la cama. Ahí no hay nadie.

Noto algo detrás de mí. Levanto la cabeza. No veo nada. Vuelvo a mi posición inicial sobre el colchón. Y entonces lo oigo. No, antes de oírlo lo siento. 

A mi izquierda, un redoble de pisadas anuncian su llegada. Me giro y lo veo. Me ve. Se para. Un escalofrío recorre mi espina dorsal. La suya está formada por decenas de vagones. De cada uno de ellos emergen docenas de patas. Comienza a ascender por la pared. 

Él está más asustado de ti que tú de él. Los cojones. Da un millón de pasos, avanzando un centímetro en dirección a mis pies, subiendo y subiendo. Amenaza con caerse. Dios mío, se va a caer.

Cinco patas en el aire, otras trescientas aun en contacto con la pared. No por mucho tiempo. Lo veo a cámara lenta. Prácticamente oigo el grito mientras cae. El sonido que me llega claramente es el ruido seco que produce al impactar contra el colchón. Me incorporo tan rápido que por un momento consigo verme a mí mismo tumbado en la cama, con el terror dibujado en mi rostro, mientras veo al bicho colarse entre el colchón y la estantería. Respiro. Mierda...

Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda. ¿Qué coño es eso? ¿¡Qué coño es eso!? ¿¿¡¡QUÉ COÑO ES ESO!!?? Dos, cuatro, seis, ocho patas hacen una araña. Tiene el tamaño de una pelota de tenis y está en el suelo, junto a la puerta, a un metro de mí. Un puto metro nos separa. 

Intenta pasar por debajo de la puerta. Es como si un elefante quisiera entrar por mi ventana. Decide trepar. No lo consigue. El ruido de sus miembros contra la madera es ensordecedor. Saltan astillas. 

En un segundo pienso en ochocientas noventa y dos armas que puedo usar contra la araña. Mierda, mierda, mierda. ¿Cojo el libro? Lo tiro desde aquí y se acabó. Me da igual despertar a mis padres, lo entenderán. Es ella o yo. Los tenis... Los tenis están en el suelo. En el suelo está la araña. No pienso acercarme ahí. Un momento...

Sobre el estante está el matamoscas. Spray. No tengo que acercarme. Lo cojo y apunto. Aprieto. No le gusta. No le gusta nada. Pero no se muere. Patalea y la baldosa se llena de arañazos. Se acerca. Busca el refugio de mi cama. Vuelvo a apretar el gatillo. Esta vez no lo suelto. Se acerca. No se muere. Tengo el dedo congelado y la maldita araña no se muere. MUERE, HOSTIA, MUERE. 

Empiezo a intoxicarme y la araña, cubierta de una capa de insecticida, sigue acercándose.  Ojalá tuviera un mechero, pienso. Lanzallamas y se acabó. ¿POR QUÉ NO SE MUERE? NO, NO TE METAS DEBAJO DE MI CAMA. ¡NO! Se trastabilla, retrocede, gira, se cae. Dos, cuatro, seis, ocho patas dejan de moverse. Respiro hondo, aliviado. Toso.


lunes, 19 de agosto de 2013

Ohio

-Toma, conduce tú. 
-¿Yo?
-Sí, tú, Jimmy. 
-No me llames Jimmy. Jimmy es mi padre. 
-Bueno, pues conduce, James -dijo Jack mientras le entregaba las llaves del coche que acababan de alquilar. 
-¿No puede conducir John?
-¡Que conduzcas tú, hostia ya!
-Vale, vale. 

Jimmy se subió al coche. Jimmy no, James. Jimmy es su padre. Tras él (en el tiempo, no en el espacio) subieron Jack, John y el otro Jack, Jack Johnson. 
James introdujo la llave en el contacto. Ajustó el espejo retrovisor, se puso el cinturón de seguridad, comprobó que el volante estuviera unido a la columna de dirección tirando de él enérgicamente y, con un leve pero eficaz giro de muñeca, arrancó el coche.

-Brrrumm, brruuumm -dijo el coche. 
-Bueno, ¿a qué esperas? -le espetó Jack. Jack era mucho de espetar las cosas. 
-Un segundo, déjame que... mmm... ¿lleváis todos el cinturón puesto? ¿Sí? Sí, lo indica aquí. Hay que ver qué modernos son estos coches de ahora, ¿no? Recuerdo cuando mi padre, Jimmy, tenía que atar nuestro viejo coche, un Ford del 72, al tren que pasaba cerca de casa para que cogiera la suficiente velocidad para arrancar. Si no no había manera. Y mira ahora, con lucecitas que dicen quién lleva el cinturón puesto y quién no. 
-James, cállate y arranca. 
-Sí.

James, visiblemente nervioso, alternaba la mirada entre el espejo retrovisor y la extraña palanca de cambios. Desde el asiento trasero, Jack (Johnson) se dio cuenta de lo que pasaba.

-Oye, James, nunca has conducido un coche de estos, ¿verdad?
-Qué dices... Cientos de decenas de veces. 
-Ya. Pues mete primera y vámonos. 
-Sí... 
-Ja -comenzó a reír Jack, sentado en el asiento delantero derecho, puesto que el izquierdo era el reservado al conductor- jaja -concluyó-. James, James, James, James, James...
-¿¡James qué!? -vociferó rojo como un globo rojo James. 
-¡No sabés conducir un coche automático!

Tres cuartas partes del coche entero estallaron en carcajadas. James no sabía donde meterse. Lo que decía Jack, por mucho que le costara admitirlo, era cierto. Su padre no le había enseñado a llevar un coche con cambio automático. Tampoco le había enseñado a afeitarse, puesto que Jimmy, el padre de James, había sido barbilampiño de nacimiento. A James la barba le llegaba desde diez centímetros más abajo de la barbilla hasta su cara.

-No, no sé... -admitió finalmente tras veintidós minutos de risas continuas.

Jack, secándose las lágrimas con su mano derecha, empujó la palanca con su mano izquierda desde la posción neutra hasta la de echar a andar.

-Ya está. Ahora sólo tienes que acelerar y frenar. Y girar, claro. Pero no hay marchas ni embrague ni todas esas mierdas del siglo XVII que utilizan los europeos en sus coches. ¡ESTO ES AMÉRICA!

James, henchido de orgullo nacional, hundió el pie derecho en el acelerador. Los cuatro muchachos comenzaron a gritar al unísono el nombre de su gran patria, ¡A-MÉ-RI-CA!, aunque John no podía evitar decir entre dientes y a toda velocidad "Estados unidos de" antes de cada grito, lo que pronto le dejó sin respiración y casi muere de la forma más tonta. Enfilaron la carretera dejando atrás el polvoriento aparcamiento. Comenzaba para ellos el verano de sus vidas.

viernes, 2 de agosto de 2013

La biblia. Génesis. Parte 1.

Día 1. Nazco. No es exactamente un nacimiento, más bien una creación espontánea. Antes no había nada, ahora haigo yo. Mi castellano es algo rudimentario, pues quedan millones de años, o miles, hasta que se invente. Decido llamarme Dios, acrónimo de "Debería Intentar Oír el Silencio", una frase de mi canción favorita en el futuro, cuando se invente la música. 
 
Día 1. No existen los días, pues no existe una Tierra que rote periódicamente sobre su eje, por lo que este diario es bastante confuso. Tendré que crearla, pues. 
 
Día 1. Mi primer intento de crear la Tierra no ha salido como esperaba. Me ha quedado demasiado grande y terriblemente gaseosa. La voy a poner aquí, algo alejada del Sol. Había creado el Sol antes, claro está, porque todo estaba muy oscuro y frío.
 
Día 1. Este nuevo planeta, que tampoco va a ser la Tierra, me ha salido algo más pequeño que el otro, pero igualmente gaseoso. Ni con un aro alrededor me ha convencido para crear la vida en él.
 
Día 1. Otros dos a la basura. A la basura no, pero los he mandado aún más lejos del sol. Son azules, bastante bonitos, pero les falta contundencia. Voy a hacerlos con roca. 
 
Día 1. Buah, menuda puta mierda acabo de hacer. Este para el fondo, ni planeta debería llamarse. 
 
Día 1. Debería descansar. 
 
Día 1. Uno que no me había salido mal, pequeñito y acogedor, lo he puesto demasiado cerca del sol y como que no funciona. Otro bastante mono, rojizo él, creo que lo he dejado demasiado lejos, pero podría servir. 
 
Día 1. Ahora sí. He hecho dos practicamente iguales. Ya le he cogido el tranquillo. Los voy a llamar Tierra 1 y Tierra 2. Que cada uno gire para un lado, pero que el Tierra 1, el más cercano al sol, lo haga mucho más despacio que el 2. Voy a volver a descansar. Mañana, ahora que ya existe, sigo.