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Violators will be prosecuted. Enjoy!

miércoles, 31 de octubre de 2012

Humano. Capítulo 10.


Season finale

Una vez la balsa se detuvo me puse de pie sobre ella. Decenas de ojos fijos en mí. Yo, a su vez, les devolvía sonriente la mirada. Castores. De todos los tamaños, pero con una única forma: la de castor. Ahí estaban, junto a la presa que habían construido. Llevaba esperando este momento meses. Durante el transcurso de mi viaje por Canadá no había parado de imaginar como vivían y se organizaban estos simpáticos ingenieros de la naturaleza. Así que, sin serlo, me creía un experto en sus costumbres. Los miré uno a uno. Puede que me saltara alguno que estuviera medio escondido detrás de alguna rama o debajo del agua. Cuando acabe el primer barrido volví a empezar. Hasta que localicé a quien estaba buscando. Ahí estaba, fuera del agua, a unos metros de la orilla. Me aclaré la voz y confíe en que toda la corteza que había comido durante mi viaje hubiera hecho efecto y supiera hablar castorí.

Humano. Capítulo 9.


Una balsa hace “toc” cuando choca con madera

Necesitaba hacer una balsa. El río bajaba caudaloso debido al deshielo. En la parte donde me encontraba las aguas eran tranquilas, pero sin duda me encontraría con unos cuantos rápidos antes de llegar a mi destino. Hice un dibujo sobre la tierra, un humilde boceto. Era una cara sonriente. Después dibuje una balsa, para hacerme una idea de lo que necesitaba. Madera. No era difícil, Canadá está lleno de madera, como ya os dije. Conseguí los trozos adecuados y los uní de alguna forma verosímil. Ya tenía mi balsa. Pero necesitaba remos. Por suerte, en el río había algo que podía utilizar.

martes, 30 de octubre de 2012

Humano. Capítulo 8.


Listen baby, ain’t no mountain high

Como os decía, Canadá está lleno de árboles. Lleno a rebosar. Y de animalitos. Cuando descubrí que los animales que mataba estaban llenos de carne, dejé de comer corteza. Yo no lo llamaría genocidio, pero muchos renos murieron hasta ese descubrimiento. A partir de entonces, con cazar uno tenía suficiente comida para bastante tiempo. El día que aprendí a cocinar la carne en vez de comerla cruda ya fue la leche. Menudo manjar. Jugosa por dentro, chamuscada por fuera.
Dormía siempre en la misma cabaña. Me costó tres días hacerla. Era una pasada. Planta única, techo, paredes, plegable. No conseguía trasladarla más de unos metros cada día. Lo que había ganado en calidad de sueño lo había perdido en velocidad de avance. Así que tomé una decisión. Cogí un palo y me tiré a hacer kilómetros y más kilómetros. Estuve caminando, si no recuerdo mal, mucho. Los primeros cinco días no paré ni una sola vez. Ni para dormir, ni para comer ni para hacer mis necesidades. Los días cada vez eran más largos. El frío invierno se retiraba a su cada vez más pequeño escondrijo en el norte. Las plantas, y no es que me crea una especie de deidad, florecían a mi paso. Oía crecer a los árboles. Me gustaba imaginármelos como un grandullón estirándose por la mañana, dándole la bienvenida a un nuevo día, a una nueva estación. Iba dejando atrás senderos que nunca volvería a disfrutar. Paisajes que jamás volvería a ver. Pero eso es lo bonito de viajar. Tú y la naturaleza, en perfecta sintonía. Tus pies por un lado, tus pensamientos por otro. Tus pasos marcan el ritmo. La melodía viene sola. “Forjarán mi destino, las piedras del camino”. Escalando las más escarpadas paredes. “But I would walk 500 miles, and I would walk 500 more, just to be the man who walk 1000 miles”. Recorriendo las interminables llanuras. “There ain’t no mountain high enough, ain’t no valley low enough, ain’t no river wide enough”. Hasta que lo encuentro. Encuentro ese río suficientemente ancho, que no sólo no me frena, sino que es lo que estaba buscando desde que salí de Groenlandia. Ahora podrá comenzar la primera parte de mi plan.

lunes, 29 de octubre de 2012

Humano. Capítulo 7.


Oh, Canada!

La primera vez que vi un árbol… No, es broma. Nadie recuerda la primera vez que vio un árbol. Ni lo tiene grabado en video. Pero es que llevo ya unos meses en Canadá, y aquí hay árboles a patadas. ¿Cómo llegué hasta aquí? Caminando.
Lo que yo creía que ya no era Groenlandia porque no veía el mar, era en realidad Groenlandia. No se si habéis visto un mapamundi alguna vez, pero es una isla grande de cojones. Yo llegué por mar a la costa. No recuerdo si iba solo o acompañado. Sé que después viví con unos apestosos esquimales en el interior, no sabría decirte exactamente a qué altura, hasta que decidí marcharme. Sólo sé que recorrí muchos, muchísimos campos de fútbol hasta llegar otra vez a la costa. Todo nieve y más nieve. Hielo y más hielo. Blanco de día, oscuro de noche. Frío de día, más frío de noche. Me alimentaba de recuerdos. Bebía la tinta de mis tatuajes. Mi única compañía era mi sombra. Crucé a Canadá en oso polar.
Al principio Canadá no era muy diferente de Groenlandia, pero paulatinamente la nieve dio paso a la hierba. El hielo a los árboles. En el primer bosque que encontré maté un par de renos. Luego me entró hambre y comí un poco de corteza de árbol. No me encontré a nadie en dos semanas. Un buen día, se produjo el milagro. ¡Personas! Hablaban francés. Antes de que empezaran a atosigarme les corté: “Pa pa pa pá, je ne comprend pas, je suis un turisté, aujourd'hui est un mot extrêmement longue comparée en français avec le castillan”. Continué mi camino. Aquel que estaba marcado a fuego en mi piel. Aquel que sólo yo sabía. Aquel que no sólo me alejaba más de mi objetivo principal, encontrar a mis hijos, sino que de salir todo bien me metería en más problemas de los que un solo hombre es capaz de imaginar en seis horas. Y no sé vosotros, pero hay hombres con una imaginación portentosa.

domingo, 28 de octubre de 2012

Humano. Capítulo 6.


La redondez del círculo (polar ártico)

Pasé un mes en el poblado esquimal, recuperando fuerzas y planeando mis próximos movimientos. Me gané su simpatía con mi amabilidad y mi don de gentes. Les hice creer que sabía su idioma, pero en realidad sólo decía cosas como “ak”, “gikdor” y alguna palabra en francés que recordaba de mis tiempos en la escuela. Me reía con profusión. Si algo me enseñó mi madre era a reírme con profusión. Siempre me decía: “Tú ríe mucho, hijo, ríe hasta reventar”. Porque ella era sabia, pero no muy culta, y la palabra profusión no la conocía. Conocía otras palabras, como alicates, buganvilla, estor o trepidante. Pero profusión no. “No hace falta ser un buen chef para degustar un buen plato”, que diría Heaviside.
Hice muchos amigos entre los esquimales, a los que yo cariñosamente llamaba “sucios indios achaparrados”, “comedores de hielo” y otras lindezas propias de alguien con estudios como yo. Por eso me dio mucha pena la noche en que partí. Me desperté a una hora que yo, por tener reloj, sabía cual era, pero ellos no. Me vestí con las ropas que me habían regalado a los pocos días de llegar. Me deslicé fuera del iglú que habían construido para mí, intentando no despertar a las mujeres que se habían ofrecido a calentar mi cuerpo en las frías noches del invierno septentrional. Sorteé las demás viviendas, abriéndome paso a través del poblado que no sólo había sido mi residencia durante los últimos treinta días. Había sido mi hogar. Cuando llegué al último iglú, aquel que marcaba el final del pueblo, rebusqué en mis bolsillos hasta encontrar lo que necesitaba, me agaché con los ojos bañados en lágrimas hasta quedar a pocos centímetros de la base de esa construcción helada, encendí el mechero, le prendí fuego al poblado y sin mirar atrás me adentré en la espesa noche del Ártico.

viernes, 26 de octubre de 2012

Humano. Capítulo 5.


50 tonos de blanco

La primera vez que vi la nieve tenía cinco años. No lo recuerdo, pero está grabado en video. Así que lo he visto decenas de veces. Docenas incluso. Salgo bajando del coche, con una sonrisa que me daba dos vueltas y media a la cara, abrigado desde la cabeza hasta lo que vendrían a ser los minúsculos pies de niño pequeño que gastaba por aquel entonces. Saltando. Corriendo sin control, persiguiendo la nieve, que al estar quieta no era un rival difícil. Abrazándola. Amándola. Comiéndola. Pisoteando la estúpida nieve que tanto quemaba en la boca. Estúpida y helada nieve. Dios, como la odié. Al llegar a casa, esperé a tener 16 años para que mi madre me dejara usar sin la supervisión de un adulto los fogones de la cocina, calenté agua, abrí el congelador y derretí a esa estúpida, estúpida nieve casera.
Así que como podéis imaginar, cuando me desperté con una resaca terrible tumbado en un trineo tirado por perros, gracia, lo que se dice gracia, no me hizo. A ver, reír me reí, pero eso es porque yo soy de naturaleza alegre. También tosí, pero porque el aire era muy frío. No soy de naturaleza tosedora. Estoy hecho un toro. Físicamente soy un animal. Uno de los buenos, no una lagartija o un perro-patada de esos.
Esta vez sí que estaba solo. El trineo era pequeño. Rebusqué durante segundos pero no había ni rastro de Pepe o Paco. Supuse que no estaba ya en Groenlandia, porque yo de geografía voy justito, pero sé que es una isla. Y por ahí no se veía el mar por ningún lado. Solo hielo y nieve. Horizontes y más horizontes se sucedían al ritmo que marcaban los perretes. Ay los perretes, como me gustan los jodíos.
De repente, a lo lejos, vislumbré más nieve. Y más. Y más. Y un pueblo. Un pueblo esquimal, con sus iglús y sus gentes esquimales. Me acogieron como a un igual. Quizás fuera por los coloretes que aun asomaban en mi cara del alcohol de la noche anterior. Que, ojo ahí, no recordaba nada, como es habitual. Pero beber, amigos, había bebido. El que supuse que era el jefe de la tribu se acercó a mí. Como yo no hablo esquimalí y el no hablaba idioma de persona normal, no entendí lo que me decía. Así que me puse a pensar en mis cosas. Normalmente mis cosas son gilipolleces, como qué voy a cenar o qué echan por la tele. Pero estaba en medio de ninguna parte, allá donde a Cristo se le encogieron los cataplines por el frío polar, así que tenía cosas más importantes en las que pensar. Como por qué estaba allí, o a dónde ir después. Por suerte, esa misma noche, en el sorprendentemente cálido interior de un iglú, me descubrí dos nuevos tatuajes que me serían de gran ayuda para encontrar mi camino. 

jueves, 25 de octubre de 2012

Humano. Capítulo 4.


Los detectives salvajes

Estamos en Groenlandia. Así, como suena. Pepe será todo lo buen marinero que el quiera, pero es dormirse y coger yo el timón y desviarnos totalmente del rumbo. No, si la culpa será mía al final, por permitirle que confíe en mí. Ahora lo hecho, hecho está. Llevamos dos semanas aquí, compartiendo una bonita habitación de un acogedor hotelito en un pueblo de mierda. Nuestras indagaciones comenzaron al día siguiente de instalarnos. Porque una cosa te digo: podremos estar a miles de kilómetros de los andes, que está a miles de kilómetros del hospital donde deberíamos estar, pero no pararé hasta encontrar a mis descendientes. Contratamos un intérprete de groenlandés que trabajaba a cambio de pescado. Tal cual una foca. Patético. Pero muy profesional. Comenzamos a interrogar a todos los habitantes del pueblo. Les preguntábamos si me habían visto haría unos 19 años por ahí. La respuesta no por previsible dejaba de ser dolorosa. Como un martillo en manos de un herrero, golpeaba mi corazón rítmicamente. No, no, no. Yo en el fondo sabía que decían la verdad, ya que no había salido de España en mi vida. Pero me negaba a perder la esperanza. Si todas las pistas nos habían llevado hasta esa isla, por algo sería. Torturamos a varias personas. A muchas, diría yo. No es algo de lo que me sienta orgulloso. Cruzárselas por la calle al día siguiente no es agradable ni para el torturado ni para el torturador, creedme. Fueron pasando los días. Pasaron las semanas. Hasta dos, que son las que llevamos aquí. Y por fin hoy a la mañana tuvimos la primera buena noticia desde hacía mucho tiempo: hemos encontrado un bar. Mira que no me gusta mucho beber, pero cuando la vida te da tantos palos como me está sucediendo a mí, es necesario refugiarse en el alcohol, aunque sea durante una noche. Y quien sabe, quizás mañana veamos todo con más claridad. 

martes, 23 de octubre de 2012

Humano. Capítulo 3.


O lo bien que queda poner un título así

Es domingo. Por el sol diría que son las 12 de la mañana. Por el viento en la cara diría que estoy en un jodido barco en mitad del océano. No recuerdo nada de anoche, lo cuál sólo puede significar una cosa: noche antológica. Los mejores recuerdos de mi vida son los que no tengo. Puede parecer triste, pero a mí lo que me entristece es la gente que no se divierte tan brutalmente como yo. “Party hard y no mires con quien”, como decía mi padre. Para que os hagáis una idea de cómo soy, tengo los brazos cubiertos de tatuajes y no recuerdo haberme hecho ninguno. Cuando estaba en la universidad mi más entrañable pasatiempo era despertarme el viernes a las cinco de la tarde como muy temprano y, con la misma ilusión con la que un niño entra al salón de su casa el día de navidad, descubrir qué obra de arte había estampado en mi piel guiado por mi subconsciente alcoholizado. Eso en las noches más light. Así que despertar desnudo en la cubierta de un pequeño pesquero no era una novedad para mí.
Supongo que no estoy solo, pero no veo a nadie más. Oye, que igual cogí, me acerqué al puerto, me introduje de un salto en el barco con gracia felina, apunté hacia mar adentro, levé anclas, encendí motores y me puse a dormir mientras las hélices hacían el trabajo duro. Ah, pero no. Aquí hay dos personas más. No los había visto porque soy gilipollas y veo fatal, pero estaban aquí enfrente de mí. Paco y Pepe, Pepe y Paco, quienes si no. Mi séquito. Mis leales escuderos. Dos catetos para mí, su hipotenusa. Los dos repugnantes testículos para ese falo majestuoso que vendría siendo yo. Ellos, por suerte, están vestidos. Menos mal. Alabado sea el señor por librarme de la traumática visión que sería ver sus desnutridos y obesos cuerpos, respectivamente, desnudos. Realmente son los dos tirando a flaquillos. Paco tiene el pelo largo y pelusa por bigote. Pepe es calvo. O al revés, yo no me fijo en esos detalles, no soy maricón.
Uno de los dos está detrás del timón. El otro está vomitando por la borda. Novato. Parece que el timonel intenta comunicarse conmigo. Le veo mover los labios, pero no le puedo escuchar porque estoy pensando esto. Voy a parar.
Os lo resumo, que estuvimos hablando un buen rato. Estamos yendo a Argentina. Resulta que ayer les conté lo de mi plan, como tenía previsto. Enseguida nos vinimos arriba y empecé a contarles datos que nos serían de ayuda para empezar la búsqueda. Como estaba totalmente borracho la mitad de lo que decía era mentira, así que en vez de sugerirles empezar por el hospital donde sabía que habían nacido mis tres pequeños, les conté no se que historia de mafias internacionales de robo de bebés, ajustes de cuentas, dragones y algo de sexo. El caso es que ataron esos cabos imaginarios y dedujeron que todas las pistas guiaban a un mismo lugar: los andes. Una vez que me contaron eso, estuve tentado de tirar del equivalente marino del freno de mano y dirigirme de nuevo hacia la costa para hacer las cosas con algo de sentido común. Pero pensándolo bien, la sola idea de ir al hospital y enfrentarme a los kilómetros de papeleo que supondría reclamar a mis hijos me aburría soberanamente. Así que me callé, les felicité por su perspicacia y me dejé llevar. Al fin y al cabo, un viaje en barco a Argentina no es algo que se haga todos los días. 

viernes, 19 de octubre de 2012

Humano. Capítulo 2


“Prohibido cantar”

Me considero una persona sensible, amable, voraz y humilde. Mi nota como padre, en el caso de que viniera alguien a hacerme una encuesta y me preguntara: “Y usted, señor, ¿que nota se pondría a sí mismo en el caso de que alguien viniera a hacerle una encuesta y le preguntara por la nota que se pondría como padre?”, es un 9. No lo digo yo, es un hecho. Por eso he abandonado mi hogar, en contra de mi voluntad, y he emprendido esta loca, loca aventura de encontrar a mis auténticos hijos a los que, en el caso de que sean relativamente guapos y listos, querré como solo un padre puede querer: sin mariconadas. Así que aquí estoy, saliendo por el portal de mi casa, dándome cuenta de que es sábado y que había quedado con los colegas para tomar unos cacharros, con lo que mi búsqueda queda pospuesta sin dilación hasta el lunes. Un hombre divorciado de cuarentaypocos años necesita divertirse con sus amigotes de vez en cuando. Lo demás puede esperar. Mis amigos, mis hermanos del alma, mis compañeros de asiento en este viaje que es la vida, son patéticos. Los dos. Y no lo digo yo. Lo dicen ellos. A ver, no lo dicen pero yo sé que lo piensan. Y si no lo hacen, deberían. Porque mira que dan pena los pobres. Yo me río de ellos bastante, pero sin disimular, para que se enteren. Y lo digo yo, que era el mantenido de una prostituta. Porque a mí lo de trabajar me cansa. Cuando mi mujer me abandonó y me quedé al cargo de lo que luego resultaron ser tres críos aleatorios, ellos dos fueron los únicos que no me dieron la espalda. Por eso seguimos saliendo juntos. Además de que tienen pasta para invitar a cubatas, que como viven con sus madres no gastan en hipotecas ni alquileres. Yo soy su líder, y como tal, les voy a pedir hoy mismo que se me unan en mi descabellada aventura. Y así baje Dios todopoderoso, creador de todo lo creable, que rompió el molde conmigo, su más excelsa criatura, y sea testigo presencial de este épico mensaje que estoy gritando en mitad de la acera que viene a decir algo así como: prepárate mundo, que allá vamos. 

jueves, 18 de octubre de 2012

Humano. Capítulo 1


 Aventura se escribe con “av” de avioneta

¿Os he contado alguna vez cómo conocí a vuestra madre? Jeje. Es broma. Como ya sabéis, era puta. Y nos abandonó hace cinco años. Pues resulta que no era vuestra madre. No, no me miréis así, yo estoy tan sorprendido o más que vosotros. Me acaban de llamar del hospital. Al parecer hubo una confusión y nos entregaron los bebés que no eran. Las tres veces. Por eso sois negros y vuestra “madre” y yo no. Yo siempre creí que como Lola era meretriz y tal, erais hijos de algún cliente suyo y que a mí me había engatusado con triquiñuelas para casarme con ella y hacerme cargo de lo que a todas luces eran unos hijos bastardos. Y va y resulta que no, que vuestros padres son de Senegal. Así como pasa esto, pasa otra cosa. Hay tres posibles hijos míos pululando por ahí. No soy un iluso, sé que hay muchas probabilidades de que tampoco sean míos. Pero seguramente sí, porque una vez fui a donar esperma y al acabar en la habitación estábamos yo, el bote y un montón de botecitos recién nacidos. Así de potente es vuestro padre, chavales. Padre entre comillas, “padre”, porque si hacéis memoria recordaréis que no sois mis hijos legítimos, por lo de la llamada esa que me acaban de hacer. Y eso es un poco todo el asunto. Voy a iniciar una búsqueda hoy mismo para encontrar a mis verdaderos hijos y quererlos en sustitución de vosotros. Puede que me lleve años y que acabe sin dinero, pero da igual. Necesito conocer a mis verdaderos descendientes. A vosotros os tenía cariño, pero desde hace un rato como que no me importáis una mierda. Ya tengo la maleta preparada, así que me largo. Tenéis unos tupers en la nevera. Cuando se os acaben, bajáis las persianas, apagáis las luces y os piráis a la puta calle. Dejad las llaves donde siempre, que seguramente tenga que volver por aquí y paso de ir con ellas a cuestas, que no quiero perderlas. Y a llorar a Senegal. 

martes, 16 de octubre de 2012

16 de octubre


Tenía 21 años el día que cumplió 22. Se despertó temprano, como siempre. El reloj apenas marcaba las dos de la tarde. Salió de su habitación y se metió en la alacena debajo de la escalera. Era allí donde fingía dormir cada 16 de octubre. Desde los 11 años esperaba una carta, pero ésta nunca llegaba. “Este año sí”, pensaba. “Los dos patitos son mágicos, este año llegará”, se decía. Como realmente en su casa no había ninguna alacena debajo de la escalera, porque para empezar no había escalera, se metió en la despensa y se sentó sobre una farrapeira. Una limpia, no de las que usaban las perras para dormir. Cerró la puerta como pudo y encendió la luz. Después la apagó porque se dio cuenta de que estaba fingiendo dormir. Tenía que engañar a esos astutos magos. Sacó el móvil, abrió el Twitter y escribió: “Qué mal se duerme en mi alacena el día de mi cumpleaños @hogwarts_school.”. Se rió de la brillantez de su plan. “Muajajaja. Muajajajajaja. Muajajajajajaja. Guau, guau. Calla Lúa”. Siguió esperando pacientemente durante un largo minuto. Abrió la puerta un poquito, se asomó y la volvió a cerrar. Creía haber escuchado algo. “Son ellos”, pensó. “Muajajajajaja achús. Maldito polvo de despensa”. ¿Polvo mágico, quizás? Pasó la mano por uno de los estantes, dejando una estela de limpieza y llevándose consigo litros y litros de polvo mágico (unidades internacionales). Cerró los ojos y sopló. También pedía un deseo al mismo tiempo. Y respiraba. Y más cosas, pero tampoco me voy a poner a describir todas y cada una de las cosas que pasaban en ese instante de tiempo. Justo en el mismo momento en que la última mota de polvo abandonaba la palma de su mano derecha, pasaron doce segundos y un papel se deslizó mágicamente por debajo de la puerta. No tenía membrete (porque no sé lo que es). Estaba en blanco. Menuda decepción. O quizás había un mensaje, un mensaje secreto... Rebuscó entre las cosas que se amontonaban allí dentro y encontró lo que quería. ¡Limón! ¡Un limón! Un limón, para los que no lo sepáis, es una fruta así como amarilla que cortas a la mitad y después cortas una rodaja y la pones en la Coca-Cola. Pero también tiene otra función. Cortó el limón con un cuchillo, exprimió un poco sobre la hoja y lo extendió con la mano. Si el mensaje había sido escrito con tinta invisible, el limón desvelaría el texto. Cogió la hoja por las esquinas superiores y sopló para acelerar el proceso. Nada. A no ser que... Le dio la vuelta a la hoja. Allí estaba el mensaje oculto. “So clever”, pensó. “Damn, you magicians”, dijo esta vez en alto. Comenzó a leer. Siguió leyendo. Acabó de leer. Salió de su estúpido escondite, por llamarlo de alguna forma. Recogió el imán que había en el suelo y pegó el papel de nuevo a la nevera, el sitio al que pertenecía, y del que una caprichosa corriente de aire había arrancado y transportado a lo largo de la cocina hasta la despensa.
Tienes pasta en la nevera de abajo. Saca el pan del congelador. Recoge la cocina. Ten cuidado al cruzar la calle. No cojas caramelos de desconocidos. Fdo: tu madre”.
Otro año más igual, otra nueva decepción. Pero por lo menos tenía la comida hecha.