Era una tarde de sábado de mayo. El campo era de tierra. No
era el mejor campo del mundo, pero era nuestro. Lo queríamos. Y a veces, tras
una zancadilla o un mal apoyo, lo besábamos. Los rivales lo odiaban. Estaban
acostumbrados a modernos campos de hierba artificial, donde la pelota rodaba
con la suavidad de una caricia de terciopelo y no había surcos donde meter un
pie y torcerse un tobillo.
Desde el banquillo veíamos cómo los terrones
comenzaban a deshacerse. Las líneas de cal empezaban a difuminarse. La lluvia
arreciaba por momentos. Era difícil hacerse oír por encima del estruendo de las
gotas contra la cubierta de chapa de unas gradas vacías. Cayó un rayo. No tardó
en llegar el trueno. Discutíamos.
El cielo estaba cada vez más oscuro. El campo
era ya barro. Donde antes había surcos, ahora había charcos. El equipo rival se
había refugiado en los vestuarios. Un nuevo relámpago. Un nuevo trueno.
Silencio.
Íbamos a perder. Habíamos peleado toda la
temporada e íbamos a perder en nuestra casa. Una victoria y el título sería
nuestro.
Yo era el capitán. El brazalete rojo destacaba
sobre la manga blanca. Era mi momento de hablar. Después de echarse las culpas
unos a otros había llegado el silencio de los derrotados. Me aclaré la
garganta. Todos me prestaron atención.
-Nos han metido tres goles. A todos. Y no hemos
metido ninguno. No somos un futbolín. No hay una barra que nos ensarte por los
costados y nos una por líneas, separando por siempre delanteros de medios de
defensas de portero. Vamos perdiendo. Pero tenemos que olvidarnos de todo lo
que ha pasado. Vamos cero a cero y tenemos que marcar un gol. No por ganar,
sino porque nos gusta meter goles. Nos gusta celebrarlos todos juntos y ver como
los rivales se ponen nerviosos y discuten entre ellos. Y cuando metamos,
volveremos a ir cero a cero. Volveremos a empezar.
Esta vez el silencio fue distinto. Fue un
silencio de cabezas altas y brillo en los ojos. El árbitro salió de los
vestuarios, seguido del equipo rival. Estaban secos. Nosotros empapados. Ellos
sonreían. Nosotros estábamos serios. Concentrados. Ellos torcieron el gesto
cuando pisaron el campo. Si no les gustaba la tierra, mucho menos el barro.
Salimos a jugar.
Nos
encontramos con el primer gol muy pronto. Un saque de esquina bien ejecutado y
un potente remate de cabeza. Cero a cero.
El segundo llegó de penalti. El portero rival
se lanzó al suelo y se llevó por delante a nuestro delantero. Le hizo un gesto
con la mano para que se levantara, como si no lo hubiera tocado. Como si en vez
de un portero cualquiera en una liga amateur fuera el mismísimo Sergio Ramos.
El árbitro le sacó tarjeta. Volvió enfadado bajo los palos y señaló al suelo,
como si el barro tuviera la culpa. Pedí el balón. Lanzamiento ajustado. Cero a
cero.
Entonces se echaron atrás. Se encerraron en su
campo. Ya no tocaban. Y los pases en largo que tanto daño nos habían hecho en
la primera parte ya no nos molestaban. Porque el balón apenas botaba al tocar
el suelo y nuestros defensas lo cortaban con seguridad.
El tercer gol llegó porque tenía que llegar,
por insistencia y acumulación de oportunidades. El portero no vio salir el
disparo entre tantas piernas. Cuando se lanzó para atraparlo ya era demasiado
tarde. Cero a cero. Seguía lloviendo.
-Tres minutos –les dijo el árbitro a los
delanteros cuando sacaron de centro por cuarta vez en esa segunda mitad.
Un robo. Un mal pase. El balón salió de banda.
El lateral se tomó su tiempo en ir a buscarlo. A ellos les valía el empate.
-Es imposible conducir el balón o dar un pase
raso. Así no hay quien juegue al fútbol –me dijo un central rival.
-El fútbol es mucho más que eso –contesté yo.
El lateral sacó de banda. El balón se alejó de nosotros-. Sí: el fútbol es
estadios llenos y céspedes cuidados, y balones reglamentarios y pases al pie. Es
Busquets jugando a dos toques y Modric dando un pase de exterior. Es centrar
como Beckham, controlar como Bergkamp, meter un gol como Iniesta en la final
del mundial.
»Pero el fútbol también es esto de aquí. Es
pasar dos horas cada sábado por la tarde corriendo detrás de un balón. Es
lamentarte cada vez que te cambian aunque sepas que en quince minutos vas a
volver a entrar. Es jugar por alto cuando el terreno no permite jugar por
abajo. Es competir por el simple hecho de competir, de demostrar que eres mejor
que tus rivales, aunque ellos sean más fuertes, más rápidos, toquen mejor el
balón y estén más compenetrados. Es distraer al contrario para tener una última
oportunidad de ganar antes de que acabe el partido.
Me desmarqué en profundidad. El defensa tardó
en seguirme. El pase era demasiado largo. El portero estaba atento y salió al
encuentro del balón. Se quedó al borde del área, esperando a que la pelota le
llegara mansa tras el bote.
Pero en cuanto tocó el suelo, el balón se quedó
parado. Parecía que en vez de barro hubiera velcro y el balón tuviera pelos,
como si se hubieran olvidado de afeitar a la vaca antes de preparar el cuero.
El portero tuvo que salir del área y jugar el balón con los pies.
Pero yo no había dejado de correr. Yo confiaba
en mi campo. Llegué antes que él y elevé el balón por encima de su brazo encogido,
dibujando en el aire un arcoiris de emoción. Al final estaba el oro.
O lo habría estado, si el balón hubiera botado
veinte centímetros más allá, del otro lado de la línea de gol. El árbitro pitó
el final. Ellos celebraron. Nosotros nos derrumbamos exhaustos y extrañamente
felices. Nos habíamos vaciado sobre el campo y él nos había robado el título,
pero nos regaló el mejor cero a cero de la historia.
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