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viernes, 27 de octubre de 2017

Palabras

El niño entró corriendo en casa, empapado y muerto de risa. Muerto de miedo. La tormenta lo había cogido por sorpresa mientras jugaba a la guerra en el jardín. Él era el comandante de las tropas francesas y las dirigía con decisión a través de los bosques y las colinas de las Ardenas. Cometía algún que otro error y perdía a algún que otro hombre aquí y allá, pero bastante bien lo hacía para ser un niño de siete años. Cualquier despiste se le perdonaba, tan mono era. ¡Ja! Lo que no sabían los franceses era que ese comandante al que habían elegido era en realidad un infiltrado inglés, entrenado desde la cuna para destrozar al ejército galo desde dentro. Y estaba funcionando hasta que cayeron las primeras gotas. Hasta que el primer rayo rompió el gris del cielo y el primer trueno tornó el silencio en esa risa nerviosa del niño.

Ahora temblaba de frío. Se quitó las botas manchadas de barro y se envolvió en una mullida toalla de playa. Era roja. Lo habían herido. Qué mala pata. Se arrastró por el pasillo, siempre pegado a la pared por si perdía el equilibrio. Seguro que algo lo había delatado allí fuera. ¿Sería la forma en la que siempre evitaba hablar para que su acento de Southampton no resultara evidente? Siempre decía a todo que oui. ¿Pues sabes qué? Ahora les iba a decir a todos esos franceses que non, mes amis, arrêter, beaucoup de fille, une hache, rimes qui se perdent dans la traduction. Y a ver qué pasaba. A ver cómo actuaban ahora que él los había abandonado. Porque estaba claro que no tenía pensado volver a salir ahí. ¿Con esa tormenta? Vamos. Con lo bien que se estaba ahí dentro, envuelto en su toalla de playa, sentado en la butaca de papá, con la chimenea apagada porque mamá no le dejaba hacer fuego, leyendo su libro favorito: el diccionario.

Al niño le encantaba el diccionario porque estaba lleno de palabras. Amaba las palabras. Las amaba tanto que le daba igual lo que otra gente dijera de ellas. Por eso nunca leía las definiciones. No. El niño miraba fijamente la palabra y dejaba que fuera ella quien le contara su historia.

Abrió el diccionario al azar. Tenía tiempo para una sola palabra antes de irse a la ducha. Para una sola historia antes de que el frío se le metiera dentro. Con los ojos cerrados paseó un dedo por la hoja. Los abrió y leyó:

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