Welcome!

Violators will be prosecuted. Enjoy!

jueves, 26 de noviembre de 2015

Una historia sin final

Otro año más, abril había llegado con su tiempo inestable, de transición; de recuerdo del invierno o avance del verano, según le diera al mes ese año; con sus treinta días encajados entre marzo y mayo como un ser querido en un abrazo.
Abril era el mejor mes del año, mi preferido desde que tengo uso de razón. Porque en abril era mi cumpleaños. Y en mi cumpleaños yo era lo más importante del mundo, y todas las personas de mi alrededor tenían por una vez que reconocerlo, arrodillarse ante mí, presentarme sus respetos, agobiarme con sus poco originales halagos y celebrar mi vida, porque con seis años todavía era pronto para que mis más acérrimos enemigos comenzaran a celebrar mi camino hacia la muerte.
Pero si abril era mi mes preferido y el trece el mejor de sus días era por la tradición que se venía repitiendo desde hacía dos años, media vida para un ser como yo, en la que mi tía me invitaba a ver una película de entre tres posibles, siempre las mismas tres, las únicas tres que tenía grabadas desde hacía años, guardadas con cariño en un cajón donde no entraba el polvo, como si fueran delicadas criaturas, como si fueran un tesoro. Lo eran.
Tres. Eran tres. Las había visto miles de veces, o lo que un niño considera miles de veces, y podría verlas miles de veces más. Pero esa noche, ese jueves noche, jueves santo, tenía que elegir una, sólo una. Por eso ese día era tan especial. Por eso las tradiciones perduran durante años, durante generaciones, y traspasan fronteras: son algo único, excepcional, puntual, extraordinario.
-Elige –dijo la extraña, ciega, negra, suave criatura. Habló con su voz aguda que no parecía provenir de su opaca y oscura garganta, sino de algún punto sobre su alargada cabeza, de sus extrañas orejas, desde allá donde mi tía, con el gesto torcido, al igual que la sonrisa, me miraba, pues era yo y no ella quien tenía que responder.
¿Cuál me apetecía ver? ¡Todas! Todas tenían algo especial. Fruncí mi pequeño ceño.
-¿Quieres que te las recuerde? –volvió a hablar ese ser de cuerpo largo, de dos partes rectas y una bisagra en el medio.
No lo necesitaba. Sabía perfectamente cuáles eran mis opciones. Pero aún así asentí con fuerza, con decisión, acercando mi cabeza un poco más al suelo.
El ser entonces se alejó de mí describiendo un amplio arco y acercó su cabeza a la mesa donde descansaban tres cajas negras. Olfateó intensamente, así era como él veía, y mordió con su boca sin dientes la primera de ellas. Volvió junto a mí y dejó con delicadeza la película en mis pequeñas manos. Yo leí, y a mi mente vinieron decenas de imágenes. Esa era la película que yo quería ver.
¿Cómo no iba a serlo? Con su gigantesco hombre rocoso, caníbal, y su triciclo a juego; sus amigos, más pequeños: uno surcando el cielo en su ala-delta animal, el otro montado en su veloz caracol; Morla, la pobre y anciana Morla, resignada, resfriada; el desván, la manta, la manzana y el libro; Fújur, esponjoso perro volador, algodón y picor detrás de las orejas; la emperatriz en su lujosa torre; Atreyu.
Atreyu tirando de Artax, incapaz de avanzar, sumido en la tristeza, en el lodo, hasta desaparecer; la Nada, devorándolo todo; Gmork.
Mi tía notó mi miedo, pero fue él, el suave ser, quien habló.
-¿No te gusta el lobo? –preguntó. Yo negué con fuerza, con decisión-. Ya… Es un lobo muy malo, ¿verdad? –dijo, pero fue mi tía la que sonrió, tranquilizándome.
La criatura sin ojos no dijo que era sólo una película, como siempre se le dice a los niños asustados, que no era verdad, que el lobo, ese lobo negro, gigantesco, ese lobo de mente humana, retorcida, malvada, era en realidad un peluche. Porque entonces la criatura ciega tendría que reconocer que ella misma tampoco existía, que no era más que dos guantes hábilmente manipulados, y que dentro estaba la mano de mi tía, que su voz era la de ella. Y como ella, como el lobo, Atreyu, el valeroso Atreyu, tampoco sería de verdad. Ni Bastian.
¿Qué clase de mundo sería éste si no pudieras entrar en un libro, gritar y ser oído, darle un nombre a la Emperatriz Infantil? ¿Qué mundo sería ese en el que no lloras con Atreyu cuando Atreyu llora por Artax, en el que no tiras con todas tus fuerzas de unas riendas invisibles, pero más reales que nada de lo que puedas tocar? Si el lobo, ese lobo que asusta a un niño de seis años, no es real, si sólo es una película, ¿por qué verla? ¿Por qué elegir, en el día más importante del año, ver algo que sólo es una película?

-Es un lobo muy malo –dije. Y sonreí. 

viernes, 16 de octubre de 2015

16 de octubre vol. 4

-Orcán sólo quiere jugar.
Se impulsó en el fondo y saltó por los aires, saliendo por completo del agua, dibujando una parábola en su perfecta imitación de un cometa; las gotas que dejaba atrás, la cola. Cayó sobre él, que no pudo hacer más que levantar los brazos en un fallido intento por protegerse. El impacto fue blando, pero la fuerza lo sumergió hasta dar con su espalda en la arena. Sintió un dolor agudo entre los omóplatos. Gritó burbujas. Ella se apartó por fin, alejándose con dos poderosos coletazos, como era natural. Él salió a la superficie usando cada músculo para ascender a través del agua. Ambos eran magníficos nadadores. Engulló aire hasta que la quemazón en sus brazos y piernas se extinguió por completo. El dolor en la espalda comenzaba a extenderse.
-Tienes algo ahí.
Su cuello de humano no le permitía la rotación suficiente para poder verse la espalda. Su falta de flexibilidad, que por momentos le acercaban más a una silla que a un niño, le impidió llegar con sus manos al origen del dolor.
-¿Qué es?
-Un pez.
-¡Quítamelo!
-¡Está clavado! ¿Ves como tenías que usar fanequeras?
Respiró hondo tres veces. Empezaba a notar dormida toda la espalda, aunque ahora que lo pensaba no recordaba haberla sentido despierta antes.
-¿De qué me iban a servir unas fanequeras?
-Orcán sólo quería jugar. –Una tímida sonrisa, una pregunta eludida.
-Pues por culpa de Orcán tengo una faneca clavada en la espalda. Quítamela.
El pez era resbaladizo. Orcán decidió que lo mejor era usar los dientes. Un mordisco, un rápido movimiento de cabeza; pez y niño fueron dos nuevamente.
-A lo mejor ahora tienes poderes. Como Spiderman. Haz así, a ver si puedes lanzar redes.
Quiso protestar, decirle a su hermana que una picadura de faneca, aunque fuera en el medio y medio de la espalda, justo entre dos vértebras, no otorgaba poderes de ningún tipo, que la faneca tendría que ser radiactiva para que fuera así. Quiso también explicarle que, en todo caso, los poderes serían los propios de una faneca, no de una araña, por lo tanto no podría lanzar redes. Pensó en aclararle, ya de paso, que lo que lanzaba Spiderman no eran redes, sino telas de araña. No hizo nada de eso, como tampoco hizo el gesto que le pidió. No pudo levantar el brazo. No pudo mover la lengua. Sus piernas no pudieron sostener su cuerpo. Sus pulmones no pudieron ni respirar agua. Fanecaman por siempre escondido en la arena, un metro de mar sobre su cabeza.
-Orcán solo quería jugar.

-Y por eso no podéis bañaros todavía.
-Un momento... ¿Dices que si nos bañamos antes de haber hecho la digestión vamos a jugar a Orcán, sea lo que sea eso, y una faneca se nos va a clavar en la espalda y nos va a paralizar con su veneno y vamos a morir ahogados, mamá?
Se quedó callada. Habría sido más fácil decirles que les iba a dar un corte de digestión que los mataría instantáneamente, como le había pasado al hijo de unos amigos de una amiga suya una vez, que es lo que decían todas las buenas madres cuando no querían que sus hijos se bañaran nada más llegar a la playa. Pero ¿una historia sobre una orca/perro que en su afán por jugar acababa matando indirectamente a su hermano al convertirlo en un niño/faneca? ¿A qué clase de mente enferma se le ocurre semejante cosa? Sacudió su cabeza.

-Bueno, pues haced lo que queráis, pero como os ahoguéis os mato. 

martes, 28 de julio de 2015

Cuatro agujas

Esta vez el sonido le llegó nítido. Abrió los ojos e intentó hacer lo mismo con los oídos, pero no hizo falta. Un nuevo clank y un grito apagado.
-Fuera, Mila Kunis –susurró empujando a su gata, dormida sobre sus piernas, antes de levantarse de la cama. Se acercó a la ventana y la abrió, dejando que el frío aire otoñal la despertara por completo. No tuvo tiempo de esquivar la siguiente piedra.
-¡Ay! –gritó cuando recibió el impacto en plena frente.
-¡Chss! ¡Vas a despertar a todo el mundo! –le comunicaron a alaridos desde la calle. Una nueva piedra le pasó silbando junto al oído, y tras rebotar contra un enorme oso de peluche, acabó golpeando a Mila Kunis en el lomo. La gata salió disparada directa a la pared y a)la atravesó dejando un bonito agujero con forma felina; b)chocó cabeza por delante y quedó inconsciente durante dos horas, quizás más.
-¡Deja de tirar piedras! Ya tienes mi atención.
-Baja.
-¿Qué hora es?
-No sé, las tres, casi. Cálzate y baja.
Un minuto después los dos caminaban en silencio. Ella había pedido explicaciones; él la había callado con un “ahora no” y un gesto con la mano que sólo podía significar “sígueme”. A mitad del puente medieval él se detuvo y rebuscó en su bolsillo. De él sacó una moneda y la lanzó con todas sus fuerzas al río.
-¿Por qué has hecho eso?
-Es tradición.
-Pues no la conocía. ¿Pides un deseo o qué?
-No, simplemente lanzas una moneda lo más lejos que puedas.
-¿Para qué?
-Limosna para peces. Y ahora silencio, ya casi hemos llegado.
Enfilaron la calle principal adoquinada. Sus pisadas resonaban en la calma de la noche. Sus sombras barrían el espacio entre farola y farola. Llegaron a la plaza.
-¿Qué es eso? –preguntó ella.
Él sonrió, se frotó las manos y dando saltitos se acercó a lo que ella señalaba. Con un grácil movimiento de sus manos retiró la lona que lo cubría al grito de “Ta-dah!”.
-¡Es una máquina del tiempo! –explicó entusiasmado.
-Un momento... Oye, me estás diciendo que has construido una máquina del tiempo… ¿con un Patrol?
-Así es. Me dije: ya que voy a construir una máquina del tiempo, ¿por qué no hacerlo con clase? ¿Quieres probarla?
-¿Yo?
-¡Claro! Para eso te he traído.
-¿Vendrás conmigo?
-No, pero algo me dice que no tardaremos en volver a vernos –dijo con ese tono misterioso del que sabe algo que tú desconoces, esa media sonrisa que tiene escrita un “ya verás, ya” amistoso.
-¿Cómo funciona? –preguntó ella subida ya al coche, pasando las manos por el volante, revisándolo todo.
-¿Ves el reloj en la torre de la iglesia? Pues diez metros más arriba está el pararrayos. Exactamente en –se miró la muñeca, no tenía reloj; alzó de nuevo la vista hacia la iglesia- dos minutos, un rayo caerá ahí mismo. Mediante ese cable transmitiré la energía hasta ese otro cable de ahí adelante, el que cuelga entre esos dos postes. Lo que tienes que hacer es sujetar esto así –le entregó un largo palo de aluminio robado de la piscina municipal- como si fueras un coche de choque y hacer contacto con el cable en el preciso instante en el que la electricidad generada por el rayo circule por ahí. En ese momento has de ir a no menos de cincuenta kilómetros por hora. ¿Alguna duda?
-Muchas.
-Bien, no hay tiempo para resolverlas. ¡Es la hora! ¡Acelera! –ordenó golpeando el lateral del coche, que como un caballo azotado con una fusta salió despedido quemando rueda.
-¿A dónde me envías? –gritó ella asomando la cabeza por la ventanilla, el viento agitando sus negros cabellos, enredándolos con el palo rescata-niños.
-¡A dónde no, a cuándo!
En ese momento la más larga de las agujas perdía cualquier rastro de horizontalidad en el reloj de la iglesia. Diez metros más arriba otra aguja apuntaba a un cielo despejado y esperaba una descarga que no llegaba. En tierra, la tercera de las agujas, la más pequeña de todas, echaba un pulso al cincuenta, y ganaba. La última de ellas, gruesa y larga pero ligera, hueca, chocaba contra un cable igualmente vacío y salía despedida hacia atrás sumando a los sonidos de la plaza (a saber: motor, ruedas sobre adoquines, gritos de emoción desde dentro de un Patrol, respiración contenida cien metros atrás) un tintineo irregular y débil sepultado al instante por el chirrido de unos neumáticos convertidos en lápices.
El Patrol se detuvo a escasos metros del final de la plaza y de él salió ella, toda furia y decepción.
-¡Casi haces que me vuele la mano! –le recriminó haciéndose oír a través de la plaza-. ¿Y el rayo? ¡No ha funcionado! ¡Eh, te estoy hablando!
Pero él no escuchaba. Él llevaba un rato boquiabierto, las manos en la cabeza, la mirada fija en el infinito, riendo de pura incredulidad.
Ella empezó a caminar a grandes zancadas, recogió el palo de aluminio e imaginó cuanto de él sería visible tras introducirlo por cierta cavidad con determinada fuerza a medida que se iba acercando a su amigo.  Estaba ya blandiéndolo cuando, aún sin mirarla, él habló:
-Mira –dijo señalando a algún punto sobre su cabeza.
Ella dirigió la mirada hacia allí y en la torre de la iglesia vio el reloj. Cuadrado, mármol blanco, dos agujas. La más larga de ellas había comenzado ya a descender. La pequeña fija en el dos.
-Lo hemos conseguido –anunció él emocionado.
Ella miró una vez más el reloj, luego a él, y por último rebuscó en su interior.
-¿Qué día es hoy?
-Sábado. Bueno, domingo.
-De número digo.
-¿Qué más da? ¡Hemos hecho historia! ¡Hemos viajado en el tiempo!
-Sí; tú, yo y todos y cada uno de los habitantes de este país.
-Pero ellos no han robado un Patrol a las tres menos veinte de la madrugada. Así que con tal de devolver el coche en –consultó su muñeca de nuevo, luego el reloj de la iglesia- algo menos de cuarenta minutos, no nos denunciarán.

Así que se miraron, sonrieron, chocaron las manos al grito de “Fuck yeah!”, se subieron al Patrol colándose pies por delante por las ventanillas abiertas, pulsaron play en el reproductor de casettes haciendo sonar a todo volumen la última canción de Skrillex y estuvieron haciendo trompos en mitad de la plaza hasta que cuatro minutos después fueron detenidos por la policía. 

viernes, 24 de julio de 2015

Welcome to Arizona

 Un cartel, Welcome to Arizona, ilegible a través de la polvareda levantada por un Cadillac del ’68 a más de cien millas por hora; descapotable, verde metalizado, tapicería de cuero blanco, radio a todo volumen. En el asiento trasero una bolsa de viaje a medio cerrar; billetes asomando, amenazando con salir volando y unirse momentáneamente al polvo en suspensión, eventualmente al desierto. En el delantero una pareja: chico y chica. Ambos: pelo largo, rizos. Perilla él, cantando a todo pulmón, inventándose la letra sobre la marcha. Ella: brazos en alto y gritos de euforia. La canción se aleja, se apaga. Calma.
Mismo cartel, silencio. Un murmullo creciente, luces rojas y azules, sirenas sincopadas y hojalata verde con pintura blanca temblando al paso de dos coches patrulla. Interminables rectas, carriles estrechos, arena y matorrales por cunetas.
En el retrovisor un punto se agranda por momentos. Primer coche patrulla. En él, dos personas. Gafas de aviador, bigotes de actor porno de los ’70, y una expresión que sólo puede indicar una cosa: embestida inminente. Un último acelerón, volantazo a la derecha. Delante: pedal al suelo, revoluciones al máximo. En el retrovisor una nube de polvo se empequeñece por momentos. Primer coche patrulla por los aires, uniéndose al desierto. Un estallido. Fuego, humo.
Segundo vehículo salido de la nada. Más rápido, más furioso; parrilla delantera apretando los dientes, recortando distancia pulgada a pulgada. Una escopeta asomando por la ventanilla. Un disparo y la luz trasera del Cadillac hecha añicos. El coche es robado, no importa. El segundo disparo levanta un buen pedazo de asiento trasero. Una sacudida, volantazos. Cuero blanco y espumillón pulverizado. Ella rebusca entre sus pies. Bingo. Se miran. Ella sonríe. Él asiente. Se besan. Un nuevo disparo, el tercero, se lleva por delante el retrovisor. Ella en pie sobre el asiento, escopeta en mano. Apunta. Dispara. Frenazo en seco, maniobra evasiva; tarde. El coche patrulla salta por los aires. A la tercera vuelta de campana ella se cansa de contar.
El Cadillac pierde velocidad hasta detenerse. Él, pálido, se desploma sobre el volante. En su espalda: sangre y cuero blanco. Agujero a juego con el del respaldo. Ella grita, lo sacude, se llora sobre él hasta ser nada. Destroza parabrisas y puños al unísono, y no siente nada. Baja del coche escopeta en mano. No nota el aire que agita su pelo. No le molesta el polvo en sus ojos, en sus pulmones. No ve los billetes salir volando. De rodillas, aprieta el gatillo. Fundido a negro. 

Un rótulo desaparece. Otro le sustituye segundos después. Ella apaga la tele. Él se queja. Ella señala la estantería a medio montar. Él, melodramático, se lanza de rodillas al suelo, señala al cielo con ambas manos, y exclama:
-¿No lo ves? ¡Nuestra primera persecución en directo! ¿No es emocionante?
Ella, divertida, se arrodilla frente a él. Apoyando una mano en su hombro, otra en su propio corazón, y mirándolo a los ojos, dice:
-No.
Se levanta y vuelve junto a la estantería. Girándose, añade:
-No hemos venido a Arizona para ver persecuciones en las que no haya involucradas llamas, Diego. 

miércoles, 1 de julio de 2015

4:13 am

Llevaba algún tiempo sonando cuando se despertó. Su mente: racional, milimétricamente cuadriculada, engranaje perfecto de diseño suizo y ensamblaje alemán, fiable hasta reventar, maquinaria potente y eficaz, miel sobre hojuelas sobre raíles de levitación magnética. Y sin embargo no entendía por qué el teléfono no estaba en su posición habitual. Vibraba y brillaba atravesando la mesilla de noche con intenciones suicidas. Intentó comprender qué pasaba, pero fue como quien intenta mover las aletas de la nariz sin tener consciencia de ellas; frunció el ceño. Se encontraba en la tercera fase del interminable y agonizante proceso de despertar  que supone una llamada a deshoras.
La fase dos, el choque de realidad que hace vibrar las paredes del sueño, agrietándolas hasta hacerlas añicos sobre -y dentro de- tu cabeza, la bofetada de agua helada justo antes de impactar contra el suelo, el anzuelo impregnado de Red Bull que tira de tu corazón y lo hace girar a quince mil revoluciones por minuto dentro de un barril de gasolina en llamas ladera abajo en mitad de una avalancha dirección a un precipicio sobre una rompiente de rocas afiladas repletas de cocodrilos venenosos, viene precedida por la sólo a posteriori perceptible fase uno, donde el mundo exterior se filtra y obliga a la mente durmiente a improvisar una explicación a la repentina incursión.
Abrió los ojos de golpe, y de haber podido pronunciar palabra habría preguntado “¿Qué? ¿Qué?”, sin saber si esperar o no respuesta, ni entender la pregunta. Pero en la fase tres bastante se tiene con lograr reconocer el cuarto en el que te encuentras. Como quien aleja la mano del fuego al sentir el mordisco de las llamas, su mano, obedeciendo a nadie, saltó para atrapar el móvil y lo sostuvo ante sus ojos, añadiendo ceguera al sufrimiento y delegando en ellos la tarea de descifrar lo que la pantalla anunciaba.
En ese estado, la habitual línea recta, un punto en algunos casos, que une nombre con cara se asemejaría más al cable de unos auriculares guardados en un cajón lleno de ovillos de lana en el centro de un laberinto con espejos por muros. Pero no había nombre alguno. Había números. Y si sólo hay números vuelves a ceder el control y dejas que la memoria muscular actúe de nuevo, confías en que tu dedo sabrá el camino que ha de recorrer sobre el cristal, que tu mano sostendrá con seguridad el teléfono y que tu brazo lo acercará a cómo sea que se llame eso que habitualmente usas para oír.
El primer “¿Sí?” lo pronuncias al aire. Es para ti y para nadie más, las primeras líneas de un boceto, el primer borrador de un relato; el mundo no tiene por qué sufrirlo. El segundo, tras descolgar, no es mucho mejor, pero a estas alturas qué más da.
-¿Estabas durmiendo?
-No –mientes. Al otro lado de la línea saben que mientes. La “N”, la “o”, saben que mientes. Tú sabes que mientes-. ¿Quién eres?
Sin respuesta.

Intentas abrir al máximo los ojos para mantenerte despierto. Y entonces ves nada. Y sobre tu pecho una llamada perdida. 

lunes, 13 de abril de 2015

Café con leche y cerveza

-He resuelto el caso.
-Hola a ti también. Deja que me siente antes al menos... -dijo el detective recién llegado mientras reclamaba la atención del camarero con una mirada certera, directa a los ojos del joven muchacho. Éste acudió flotando a trompicones entre las mesas, derribando nada, por suerte. 
Eran las ocho de la mañana de un lunes de abril y la cafetería estaba prácticamente vacía salvo por la mesa que ahora ocupaban los dos detectives. El más joven de ellos, el que había citado a su compañero a tan temprana hora, trataba de aplacar los nervios por lo que estaba a punto de contarle al otro llevándose una y otra vez la cerveza a los labios. Una cerveza de la que se hablaría durante años en las cenas de la familia Gómez Pérez, propietarios de la pequeña cafetería “Café Bar Restaruante”. Una cerveza a la que José Ramón hijo, el pequeño Jomón para los amigos, bautizó oficialmente –y con todo el derecho del mundo, pues fue él quién la sirvió- como “La vencedora de cafés si los cafés y las cervezas, junto con otras bebidas o productos a la venta, disputaran una carrera y quien, no sé, quien venciera, como si de una carrera, ¿sabes? El primero que se sirva en un día, lo que primero pida alguien… Nosotros abrimos sobre las ocho, ¿no?, algo antes a veces, entonces sería… El tipo, un tipo, entra, o una tipa, una señorita, vamos, y lo que pida es como una apuesta, un… y claro, lo normal es que gane un café con leche o algo así, no una cerveza”. La elocuencia nunca fue el fuerte de Jomón, pero al igual que quien no tiene piernas tiene cabeza, Jomón era el orgulloso poseedor de la letra más pequeña y aun así legible a este lado del meridiano de Greenwich y por tanto, debido al carácter esférico del planeta y al semicircunferencial del meridiano, de todo el mundo. El mismo don que le ayudó a conseguir el graduado escolar a base de “material de apoyo y/o consulta extra-oficial para uso potencial en exámenes”, como él lo llamaba, le sirvió para que la placa con la inscripción en el pequeño pedestal sobre el que descansaba el botellín en cuestión no fuera del tamaño de una sábana doblada cuatro veces.
-Escúchame, y escúchame bien, porque sólo lo diré una vez -comenzó el detective con la más autoritaria de sus voces, la que empleaba en situaciones de vida o muerte, o cuando a él le apetecía, pues era suya al fin y al cabo-. Quiero un café con leche, y quiero que el color de ese café con leche tenga exactamente -pronunció con énfasis-, exactamente digo -repitió- este tono de marrón -concluyó entregándole al camarero una pequeña tira de papel. –No me importa cuanto tiempo te lleve conseguirlo, ni cuantos litros de café o leche tengas que usar. Si no es exactamente de ese tono –señaló el papel que ahora se agitaba en las manos del aterrorizado camarero- no te molestes en venir. Y ya sabes que es lo que digo cuando digo exactamente.
-Sí, señor, como este marrón –balbuceó Jomón, agitando descontroladamente el papelito marrón.
-Y cuando digo que no te molestes en venir lo digo completamente en serio. ¿Sabes que le hice al último camarero que creyó que yo no sería capaz de apreciar la diferencia entre mi marrón y el marrón de lo que él llamó “su café con leche, tal como me lo ha pedido, señor”?
-¿Lo mató? –se aventuró a contestar el joven Jomón.
El detective asintió lentamente con la cabeza sin apartar la mirada de los aterrorizados ojos del camarero.
-¿A que esperas? –ladró el detective. No había terminado de puntuar la última interrogación cuando la mitad inferior del camarero desapareció detrás de la barra.
-Creía que no te gustaba el café –dijo entre risas el joven McFlannagannagannan.
“Piensa en una piedra rebotando por la hasta ese momento lisa superficie de un oscuro lago escocés”, decía su abuelo cada vez que se presentaba a alguien. “McFlannagannagannan”, decía, moviendo su mano de izquierda a derecha con ondulaciones cada vez más pequeñas, “así se pronuncia, dejando que se extinga poco a poco”.
-Hay dos cosas que no me gustan en esta vida: el café y madrugar.
-¿Qué me dices de Hitler? O del racismo, por ejemplo.
-¡Maldita sea, McFlannagannagannan! Es una forma de hablar. Y es demasiado temprano para aguantar tus gilipolleces. Odio madrugar y lo único que me funciona para que se me haga algo más llevadero es joderle la mañana a un pobre inocente.
-¿De qué era el papelito que le diste?
-No sé, lo encontré en mi bolsillo. Pobre imbécil, ni siquiera era marrón. Como no use zumo de naranja en vez de leche…
-¿Es eso una sonrisa, Paquer?
-Vete a la mierda. Decías que has resuelto el caso. ¿He oído bien? ¿Lo decías en serio?
-Sí. No te habría hecho venir a esta hora si no fuera así.
-¿Por eso desayunas con cerveza? ¿Para celebrarlo?
-No, he estado toda la noche en vela, no cuenta como desayuno, o como madrugar, así que no me mires como si fuera un alcohólico.
-¡Pero lo eres!
-Ya, pero no por esto en concreto. Mira, ¿quieres saber de qué forma apasionante lo he resuelto o no?
-Me vale con que me digas qué pasó, no cómo lo has averiguado.
-Joder, Paquito, le quitas la gracia a la vida. Está bien… -Redoble de tambor. -Fue un suicidio.
-Venga, hombre…  
-¿Qué? ¿Qué? –pero como retando, moviendo la cabeza como si quisiera romper con un movimiento ascendente del mentón una tabla sujetada por dos karatekas no lo suficientemente buenos como para formar parte activa de la exhibición de final de curso en el pabellón local, como diciendo “¿No me crees? ¿Quién coño te crees que eres para dudar de mi palabra, subnormal? Venga, payaso, contradíceme”.
-Vale, digamos que te creo. –McFlannagannagannan se recostó en el asiento expresando claramente un “faltaría más” con su lenguaje corporal. -¿Por qué dices que fue un suicidio?
-¿Por qué que fue un suicidio, preguntas? –McFlannagannagannan echó la cabeza hacia atrás y expulsó desde el fondo de sus pulmones la risa más falsa que Paco había oído jamás, una risa cargada de haches, una risa de cortacésped arrancando, la clase de risa que si la repites varias veces te deja sin oxígeno en el cerebro y hace que todo te vueltas, dicen. –Paco, Paquito. ¿Cuántos años tienes? ¿Cincuenta y seis? ¿Cuántos años llevas en esto? Abre los ojos, Paquer. Es obvio que fue un suicidio. Hay que ser realmente inútil para no verlo al instante. Sin ofender.
-Dime, oh, Flanni el omnisciente, ¿cómo es que has tardado cinco días en descubrirlo?
-Será que se me ha pegado tu ineptitud. Pero este fin de semana que he estado lejos de ti la respuesta vino a mi mente clara como una analogía perfecta. ¡Paco, el tío no tenía manos!
-Hombre, gracias por la información. ¿Sabías también que murió porque el paracaídas no se le abrió?
-Guárdate tu ironía para otro, Paco. Y abre los putos ojos, ¿quieres? ¿Por qué iba un hombre sin manos a saltar en paracaídas?
-¿Por qué iba cualquiera a hacerlo?
-No es eso a donde quiero ir a parar. –McFlannagannagannan hizo una pausa tratando de escoger las palabras correctas. -¿Cómo iba la víctima a abrir el paracaídas?
-Tirando de la anilla.
-¿Con qué? ¿Con puto qué?
-El desgraciado no tenía manos… -dijo Paco llevándose una de las suyas a la boca (dentro no, cubriéndola con la palma).
-¡No tenía jodidas manos! –exclamó McFlannagannagannan golpeando la mesa con rabia. –Intenta tirar de una anilla con un muñón. No se puede. ¿No es lo que dicen? “Lo único que nos diferencia de los humanos es que ellos pueden saltar en paracaídas pues pueden tirar de la anilla debido a la habilidad de sus dedos”. No, espera…
-¿Quién dice eso? ¿Los perros?
-Ya, no, está mal. ¿Cómo era? “Lo único que nos diferencia de los monos…” Da igual. El caso es que no tenía manos.
-Y tampoco las tenía antes de saltar, ¿no?
-Claro que no. No le salieron disparadas al chocar contra el suelo como si estuviera hecho de piezas de lego.
-Ya… Pero aún así eso no prueba que fuera un suicidio, ¿no?
-Esa parte es a la que le he estado dando vueltas toda la noche.
-¿Y bien?
-Es la explicación más razonable teniendo en cuenta que es la única forma que tiene para suicidarse una persona sin manos.
Cuando McFlannagannagannan estaba ensayando mentalmente esta conversación antes de que Paco llegara se imaginaba a sí mismo en el centro de un gran estadio lleno de gente con todos los focos fijos sobre él, y con un gran porcentaje del público muriendo asfixiado al estar aguantando la respiración para escuchar claramente (porque algún idiota se había olvidado de amplificar su voz para que llegara a los cientos de miles de personas allí reunidas) cada una de las palabras que salían de su boca. Y al llegar a este punto, al hacer esa afirmación cuanto menos controvertida, millones de gargantas harían “Ahhh”, “Ohhhh”, “¡No puede ser!”, al unísono.
Allí, en la cafetería, el público no estaba tan entregado como en su cabeza.
-Boh.
Pero el joven y entusiasta Flanni no se vino abajo.
-¡Piénsalo! Imagina por un momento que no tienes manos y quieres quitarte la vida. Eres un detective, tienes a tu disposición una pistola, ¿verdad, Paquer? Oh, que pena que no tengas dedos para apretar el gatillo. Tendrás que tomarte un puñado de pastillas. ¿Cómo las sacas del bote? O peor aún, de esas tabletas que tienes que apretar individualmente y hacer que atraviesen el suelo de papel de aluminio como si de un parto se tratara. No queda otra que llenar la bañera y meterse junto con la tostadora, ¿no? ¡Error! ¿Cómo coño tienes pensado abrir el paquete de pan de molde?
-Pero no hace falta…
-Y podría continuar durante horas. Créeme, es la única forma.
-Voy a pasar por alto lo de la tostadora, pero da igual. ¿No es más fácil saltar desde lo alto de un edificio o desde un puente?
-Por favor, Paco, no me hagas reír. ¿Tirarse de un puente? Uh, voy a saltar al agua, el material más blando que existe… Quizás debería hacerlo envuelto en plástico de burbujas. Y lo otro, lo del edificio, ¿cómo haría para subir hasta ahí? ¿Es Spiderman nuestro hombre ahora? –McFlannagannagannan no se pudo contener y se vio obligado a llenar el local con esa risa mataneuronas suya. –Es la única forma. Punto.
-Alguien puede dejar el bote de las pastillas abierto.
-¿Cómo dices?
-Dejando de lado que no hace falta meter pan en la tostadora para suicidarse con ella, digo que alguien puede dejar el bote abierto y entonces yo, el yo sin manos, sólo tendría que tragarme un montón de pastillas.
-Sí, y hacer cómplice de suicidio a un amigo. Estoy hablando de actuar solo, Paquito.
-Es decir, que alguien deje abierto unas aspirinas lo implicaría en el suicidio pero ¿a suicidarse tirándose en paracaídas lo llamas “actuar solo”? 
-Te levantas y no tienes manos, como desde hace años. Le dices a un amigo que te ponga guantes. Antes de que digas nada, ese amigo sólo te está poniendo unos guantes, como tantos otros días, para que los niños pequeños de la calle no se asusten al ver tus asquerosos muñones. No está haciendo nada malo. Llegas al aeródromo y dices que quieres saltar en paracaídas. Te subes a la avioneta y te ponen el paracaídas, ya que no van a confiar en que un novato se lo ponga solo. Y todo esto con los guantes. Puede que el monitor piense que eres un tipo raro por llevar las manos así, con los dedos completamente estirados y la palma hinchada, que esas manos parecen más unas ubres que unas manos, pero ¿qué te va a decir? Nada, tú pagas tu dinero y él chitón, no va a ofender a un respetado cliente así porque sí. Y llega el momento de saltar. Te acercas a la ventanilla, o desde donde sea que se lancen los paracaidistas, y sin que nadie te ponga la mano encima, por decisión propia, te arrojas al vacío.
McFlannagannagannan, que a medida que iba narrando su versión de los hechos se había ido inclinando hacia delante, dio un último sorbo a su cerveza y se dejó caer de nuevo en su asiento, sonriendo con suficiencia. Paco lo miraba con los ojos entrecerrados, dudando si merecía la pena pasar el resto de su vida en la cárcel. Respiró hondo una y mil veces y se alegró más que nunca de haber dejado la pistola en el coche.
-Hay tantos fallos en tu teoría que no sé ni por dónde empezar. Casi siento lástima por ti –dijo al fin, levantándose y encaminándose hacia la puerta.

-Si has de sentir lástima hazlo por nuestro hombre  cayendo durante varios minutos con una sonrisa de oreja a oreja por conseguir al fin lo que buscaba –le gritó McFlannagannagannan a sus espaldas-, pero teniendo que irse de este mundo sin poder dedicarle el “¡Jódete!” que se merece.