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Violators will be prosecuted. Enjoy!

martes, 30 de agosto de 2016

El nacimiento de las medusas

Esta es la historia de cómo a la puesta de sol en mi casa se la conoce por otro nombre.  
Era una tarde de julio y yo tenía cuatro años. Era un niño pequeño y nervioso. Corría a toda velocidad entre las toallas, levantando arena y gritos de admiración.
-¡Míralo! –decían.
Pero ya era demasiado tarde: no era más que una mancha pálida contra el cielo azul. Un borrón en un día despejado. Una nube de persona. Pura velocidad.
Hasta que mi padre me cogió por los pies y me obligó a sentarme en la arena. Tenía algo que contarme. Algo importante.
-¿Sabes que es eso? –Señaló-. ¡Pero no mires! Si lo miras, te quedarás ciego.
-¿Pero podré seguir corriendo?
-No –me mintió mi padre.
Sé que sus intenciones eran buenas. Aunque también podría haberse ahorrado la mentira si no hubiera señalado de forma tan irresponsable al Sol.  
-¿Sabes qué es o no?
-Sí, padre: es el Sol.
-¿Y qué es el Sol?
-Una estrella.
-Sí, claro. Y yo un corazón –dijo, y puso los brazos de tal forma que en verdad pareció un corazón, contradiciendo así el tono irónico de sus palabras.
-Es una estrella, que lo sé yo, coño.
Mi padre se rió y me revolvió el pelo. Porque un niño de cuatro años que dice “coño” es la cosa más graciosa que hay. Al menos para mi padre.
-¿Conoces Japón?
-No voy a conocer…
Él me miró sin saber qué pensar. Luego debió de recordar que mi libro preferido era un Atlas. Lo leía desde que había aprendido a leer, hacía semanas ya.
-El país del Sol naciente –dijo y yo asentí-. ¿Sabes por qué se llama así?
-¿Porque allí nace el Sol? –me aventuré.
El chasqueó los dedos y sonrió.
-¡Exacto!
Volvió a revolverme el pelo. A mí no me importaba. Si yo fuera calvo también estaría todo el día tocándole la cabeza a gente con un pelo tan bonito como el mío.
-Pero no nace como tú: saliendo disparado por el ombligo de tu madre todo cubierto de vísceras y demás porquería. No. Obviamente el Sol no nace así.
-No nace: sale –dije.
-Tampoco. El Sol lo crean en Japón. Los crean, más bien. A diario. Atiende.
-Estoy atendiendo.
-Calla. Y atiende. Esto es importante. Eso que ves en el cielo, esa cosa a la que llaman Sol y que según tú es una estrella, no es más que un farolillo de papel con un fuego dentro. Tiene este tamaño –y formó una bola con sus dos manos, con todas las yemas de los dedos en contacto.
Miré al cielo durante un segundo. El sol parecía redondo, aunque más pequeño de lo que decía mi padre.
-¿Y cómo vuela?
-Como vuelan todas las cosas: nadie lo sabe. Pero hazme caso cuando te digo que ese Sol que ves hoy lo han lanzado desde Japón esta mañana. Hay un japonés que lleva dos décadas dedicándose a encender un fuego en el interior de un farolillo de papel y de lanzarlo al aire cada mañana. Le tiene que dar cierto impulso hacia delante para que llegue hasta aquí. Y el farolillo sube hasta que el fuego se empieza a extinguir. Entonces baja.
Yo miraba al sol y a mi padre alternativamente. Cada vez veía todo con menos claridad. Me dolía la cabeza de pensar en lo que me acababa de contar.
-Vuelve al atardecer para que te cuente la parte importante.
Y aunque lo que acababa de oír ponía patas arriba la visión que yo tenía del mundo, enseguida eché a correr y se me olvidaron todos mis problemas. Y mientras corría, atardeció. Volví junto a mi padre.
-El farolillo está a punto de tocar tierra –dijo sin más, sin necesidad de recapitular todo lo hablado anteriormente-. Ahí, en ese cabo, en el extremo norte de la bahía. Allí hay otro japonés que se encarga de recoger el farolillo y llevarlo de nuevo a Japón para que puedan reutilizarlo más adelante. Por desgracia, no siempre puede hacerlo.
-¿Por qué?
-Porque en Japón, al ser una isla, apenas hay árboles. Crecen mucho en primavera, así que en verano es cuando tienen más madera. Por eso el “Sol” calienta más. Y como ese fuego dura más, pueden lanzarlo más lejos y que esté volando más tiempo.
»Pero a medida que avanza el verano, la madera escasea. Los farolillos siguen calentando mucho, pero tienen que volar durante menos tiempo. Por eso los días son más cortos. Y por eso en vez de caer allí, sobre ese cabo, empiezan a caer directamente al mar.
Ahora que lo decía, era cierto que a finales del verano el sol se ponía hacia el centro de la bahía, hundiéndose directamente en el mar.
-No: no se hunden –me dijo mi padre cuando se lo comenté-. Se apagan. Flotan en el mar. Cientos de miles de farolillos flotando en la entrada de la bahía. Y como el japonés que los recoge no tiene barco propio, casi nunca puede salir a buscarlos.
-Si hay tantos farolillos en el mar, ¿cómo es que nunca he visto ninguno?
-Oh, los has visto. Lo que pasa es que cuando caen, se dañan. Suelen chocar contra las rocas y la mitad de la esfera queda hecha jirones. Tiras –aclaró innecesariamente, y movió todos los dedos como si fuera un pianista sin articulaciones en las falanges-. Y cuando llegan a la orilla, la gente tiene mucho cuidado de no tocarlos para que no se les irrite la piel por culpa de los restos de combustible con el que prenden el fuego.
El farolillo anaranjado acababa de tomar tierra a lo lejos. Una bonita puesta de sol. Un aborto de medusa. 

Y si...

El sol acababa de ponerse, hundiéndose en el mar. Hacía frío en esa playa vacía. Ella se estremeció. Él cogió su toalla y se la echó sobre las piernas.
-Piensa un número –propuso ella.
-El ocho.
-¡Pero no lo digas en alto! Tengo que adivinarlo.
-¿Por qué?
-Porque el juego es así. Y hasta que no lo adivine, no nos vamos de aquí. Así que piensa un número, ¿vale?
-¿Un número cualquiera?
-Uno normal. Del uno al diez.
-¿Esos son los números normales para ti?
-Obviamente. Son los que puedes hacer con los dedos de las manos –dijo ella.
-¿Y el cero no?
Ella lo miró con el ceño fruncido y le enseñó el “uno” más agresivo de todos. Él se rió y levantó ambas manos, todo inocencia.
-Del uno al diez –repitió amenazadora.
Siempre conseguía ponerla de los nervios. No podía pasar cinco minutos con él sin que le entraran ganas de empujarle. A veces lo hacía, y él rodaba por la arena como si se ganara la vida como especialista de cine. Después se levantaba como si nada. Como ahora.  
-Ya lo tengo –dijo él, y se sentó de nuevo a su lado, más cerca esta vez.
Ella cogió un puñado de arena. Se le caía entre los dedos, haciéndole cosquillas. Apretó la mano, intentando detener el flujo. Pero era imposible. Seguía cayendo. Grano a grano, pero caía.  
-¿Puedo hacerte una pregunta?
-No te voy a dar pistas –dijo él.
-No. No es sobre el número.  
Sentía un cosquilleo en el estómago y en la punta de los dedos de los pies. Quizás sólo fuera hambre y frío. O puede que fuera uno de esos momentos en los que se ponía nerviosa porque sí. Cada vez le pasaba más a menudo. Cada vez pasaba más tiempo con él.
Pero esta vez tenía un motivo. Sabía en qué número estaba pensando. Y como sabía el número, en cuanto lo dijera tendrían que irse de la playa. Porque eso era lo que ella había prometido. Y no quería irse. Todavía no. Antes tenía que hacerle una pregunta.
Llevaba días queriendo hacérsela, pero nunca encontraba el momento adecuado. Podría haberlo intentado cuando él la acompañaba hasta su casa, al volver de la playa. Pero se pasaban los diez minutos del camino hablando sin parar de cualquier cosa, salvo cuando el balanceo de sus brazos hacía que sus manos se rozaran sin querer. Pero ese segundo de silencio no estaba hecho para hacer preguntas. Además, ya habría tiempo más adelante.
Como cuando llegaban al portal de su casa. Ahí la conversación cambiaba. Cada palabra adquiría una importancia suprema. Casi todo eran silencios. Y esos silencios estaban hechos para valientes. Para dar dos pasos al frente y decir las cosas que siempre habías querido decir. Para atreverse a hacer las preguntas que no te dejaban dormir. Si tan sólo uno de los dos tuviera el valor…
Pero tenían tiempo. Los días aún eran largos. Las noches, cálidas. Las despedidas, momentáneas. Y aunque cada vez les costaban más, no era difícil decir “hasta mañana”. No pensaban siquiera en el “adiós”.
No había prisas. Todavía no. ¿Cómo iba a haberlas si el tiempo se detenía cuando estaba con él? O así le gustaría que fuera. Porque ahora que el final del verano había llegado, el tiempo había vuelto a correr.
Se le escapaba entre los dedos de la mano. Grano a grano. Segundo a segundo. Con la última luz del último día del verano. Y la pregunta seguía allí, dentro de ella. Vibrando. Agitándole la respiración. Acelerándole el corazón. ¿A qué tenía miedo? ¿Qué tenía que perder?
No. Esas no eran las preguntas correctas.
¿Qué tenía que ganar ahora que el verano se acababa? ¿Qué tenía que ganar si al día siguiente volvía a la ciudad? ¿Qué importaba ahora saber si él también desearía poder pasar más tiempo juntos?
Era demasiado tarde para eso. El verano se acababa y también se acababan ellos. Además, su respuesta podría ser no. No iba a arriesgarse a que ese fuera su último recuerdo de él. Prefería quedarse con el primero. Con aquellos ojos brillantes la tarde que se conocieron, cuando le explicó que el Sol no se hundía en el mar al atardecer. 
-En realidad flota –siguió él-. Pero se apaga. Porque, como bien sabes, el Sol no es más que un farolillo de papel que alguien lanza al aire desde Japón cada mañana.
Ella creyó que en su vida había conocido a un tipo más raro. 
Aún lo pensaba. Pero era un tipo raro por el que no le importaba llegar tarde a cenar con sus padres. Era un tipo raro por el que desearía poder volver al pasado y aprovechar mejor el tiempo que tenían. 
Porque ahora sabía que el verano no duraba para siempre. Tampoco ellos. Que cada momento cuenta. O contaba, cuando todavía tenían momentos por delante.
No. Ahora que veía el final, la única pregunta que tenía sentido era…
-¿Es el ocho?
Él tuvo que notar que esa no era la pregunta que ella iba a hacerle, pero no dijo nada. Se limitó a sonreír de esa forma tan suya. Como si supiera algo que nadie más sabía.
-No es el ocho.
-¿No es “el muñeco de nieve de los números”? ¿”El tótem de equilibrio imposible”? ¿”Dos ceros fingiendo ser más grandes”? –preguntó incrédula, usando las palabras que él había usado en su día. Le encantaba el ocho. Siempre era el ocho.
-Mm-mm –negó y su sonrisa se ensanchó.
-¿Diez? ¿Nueve?
-No.
Sus ojos brillaban.
-Siete. Seis. ¿Cinco?
Él negaba y negaba. Ella no entendía nada. Y si también sonreía, sería porque la arena seguía haciéndole cosquillas al pasar entre sus dedos. Todavía quedaban unos pocos granos en su mano. ¿Cuántos?
-¿Cuatro? ¿Tres? ¿Dos?
Ya no se molestaba en mover la cabeza. La miraba a los ojos. Muy cerca. Esperando el final.
-Uno.
Si quedaban granos de arena por caer, no cayeron.