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Violators will be prosecuted. Enjoy!

viernes, 27 de octubre de 2017

Palabras

El niño entró corriendo en casa, empapado y muerto de risa. Muerto de miedo. La tormenta lo había cogido por sorpresa mientras jugaba a la guerra en el jardín. Él era el comandante de las tropas francesas y las dirigía con decisión a través de los bosques y las colinas de las Ardenas. Cometía algún que otro error y perdía a algún que otro hombre aquí y allá, pero bastante bien lo hacía para ser un niño de siete años. Cualquier despiste se le perdonaba, tan mono era. ¡Ja! Lo que no sabían los franceses era que ese comandante al que habían elegido era en realidad un infiltrado inglés, entrenado desde la cuna para destrozar al ejército galo desde dentro. Y estaba funcionando hasta que cayeron las primeras gotas. Hasta que el primer rayo rompió el gris del cielo y el primer trueno tornó el silencio en esa risa nerviosa del niño.

Ahora temblaba de frío. Se quitó las botas manchadas de barro y se envolvió en una mullida toalla de playa. Era roja. Lo habían herido. Qué mala pata. Se arrastró por el pasillo, siempre pegado a la pared por si perdía el equilibrio. Seguro que algo lo había delatado allí fuera. ¿Sería la forma en la que siempre evitaba hablar para que su acento de Southampton no resultara evidente? Siempre decía a todo que oui. ¿Pues sabes qué? Ahora les iba a decir a todos esos franceses que non, mes amis, arrêter, beaucoup de fille, une hache, rimes qui se perdent dans la traduction. Y a ver qué pasaba. A ver cómo actuaban ahora que él los había abandonado. Porque estaba claro que no tenía pensado volver a salir ahí. ¿Con esa tormenta? Vamos. Con lo bien que se estaba ahí dentro, envuelto en su toalla de playa, sentado en la butaca de papá, con la chimenea apagada porque mamá no le dejaba hacer fuego, leyendo su libro favorito: el diccionario.

Al niño le encantaba el diccionario porque estaba lleno de palabras. Amaba las palabras. Las amaba tanto que le daba igual lo que otra gente dijera de ellas. Por eso nunca leía las definiciones. No. El niño miraba fijamente la palabra y dejaba que fuera ella quien le contara su historia.

Abrió el diccionario al azar. Tenía tiempo para una sola palabra antes de irse a la ducha. Para una sola historia antes de que el frío se le metiera dentro. Con los ojos cerrados paseó un dedo por la hoja. Los abrió y leyó:

Etéreo

Como el brillo de una copa de vino vacía en una sobremesa. Como el aire tibio que se cuela por debajo de un vestido una noche de verano. Como no tener prisa y pasear volviendo del trabajo. Como un abrazo. Como el perro que se agacha justo antes de salir disparado a recibirte, lengua fuera, pelo al viento. Como un aplauso en el que acaban doliendo las manos. Como llorar de alegría. Como rodar cuesta abajo, siendo niña, jugando. Como comer en familia.  

Delorean

No es la forma habitual de usar un coche que viaja en el tiempo, pero qué le vamos a hacer si es lo que queremos. No salir de él, que el tiempo no pase dentro, nunca ver amanecer. Que las noches duren años. Hablar viendo dinosaurios. Quizás quedarnos un mes en el pasado, donde fuiste feliz. Y luego volver a vivir. Y ante todo nunca visitar el futuro. Lleguemos a él caminando.  

Procrastinar

Te juro que es así cómo pasó. Que Dios no descansó al séptimo día. Qué va. Fue el cuarto cuando se levantó sin ganas de trabajar, habiendo hecho ya la Tierra y el Cielo, separado la luz de las tinieblas, creado los mares y puesto en órbita el Sol. Había también creado la hierba para poder tumbarse en el suelo sin llenarse la túnica de tierra. Y, creado el Sol y la luz, creó también los árboles para tener algo de sombra. Bajo un manzano descansaba Dios ese cuarto día. Y descansaba porque su obra le había quedado bastante bonita, la verdad. Incluso había creado las estrellas a modo de pasatiempo para las noches en las que no pudiera dormir. Así tendría algo que contar hasta que le entrara el sueño.

Entonces a Dios le entró el hambre. Creó en ese momento la gravedad, y con ella las cuatro leyes de Newton. A saber: la de la inercia, la fundamental de la dinámica, la de acción-reacción y la de que la manzana no cae lejos del árbol. Se aseguró de incluir esa última más que nada para no tener que levantarse e ir a buscar la manzana colina abajo. No contaba con las implicaciones metafórico-hereditarias que conllevarían esa cuarta ley. En todo caso, alargó la mano y cogió la manzana. Le dio un mordisco. Escupió.

Dios miró a un lado y a otro, subrepticiamente, y con ello inventó también la pedantería. Quería asegurarse que nadie lo veía. Qué cabeza la suya: ¿quién lo iba a ver, si él era el único ser con ojos de todo el universo? Sabiéndose a solas, se deshizo de la asquerosa manzana lanzándola lo más lejos posible, que para un ser omnipotente es bastante lejos, sí.

Sin tiempo que perder, el quinto día creó a toda prisa los peces para así tener algo que comer. Cometió el error de poner un cero de más a la derecha de la coma, convirtiendo así los huesos en finas y afiladas espinas. Hizo también a todo correr a los animales. Hay ahí también hilarantes contradicciones, como que el enfrentamiento en carrera entre una liebre y una tortuga siempre caiga del lado de la tortuga. Todo por no fijarse en qué columna marcaba con una equis.

Acariciaba Dios una ardilla entre sus manos el séptimo día cuando el bichejo salió despedido por no sabe Dios qué fuerza sobrenatural. Planeó por el aire y cayó veinte metros más allá. Creó Dios entonces las distancias, claro, y sintió la necesidad de tener alguien a quién contarle lo que acababa de pasar. De un palo hizo al hombre y con él jugaron a lanzarse la ardilla. Cuando se cansó creó a la mujer para que el hombre le dejara un poco en paz. Esa noche, la mujer le preguntó a Dios.

-¿Qué es eso de ahí, en el cielo?

-Las estrellas -dijo Dios.

-No, esa bola a la que le falta un cacho. Parece uno de los frutos de ese árbol.

-Eh... -dijo Dios, tremendamente nervioso-. No, mujer -rió-. No seas tonta. ¿Qué va a ser eso una manzana a la que alguien le haya dado un mordisco y haya querido deshacerse de ella? Eso es la... Es una... Uhmm... Es la Luna. Eso es lo que es, sí. La Luna. 

-Ya -dijo la mujer, poco convencida-. ¿Podemos comer entonces de ese árbol?

-Claro, claro.

-¿Y no nos pasará nada?

Dios negó con la cabeza, apretando mucho los labios, ocultando de mala manera la mentira.

Y fue así como Dios creó la Luna y cómo se vengó de la mujer por cuestionar su poder.  Y si no me crees, demuéstrame lo contrario, ya que tanto amas a tu querida ciencia. 

Duunvirato

Desenvaina la espada. Buen momento para hacerlo, acorralado como está contra la pared de la sala del trono. El ejército enemigo cierra filas en torno a él, pero guarda todavía una distancia prudencial. No quieren perder ningún hombre a no ser que sea imprescindible. No por algo así. 

-Ya has creado el suficiente alboroto, muchacho. Entrega tu espada. 

Es el rey quien habla. Otto von Bon, médico de profesión, descubridor de la pierna izquierda. 

-Ríndete ahora y seré benévolo para contigo -continúa-. No merece la pena morir por una nimiedad así. 

-Habéis mancillado mi honor. Eso no es ninguna nimiedad.

El rey se señala el pecho y mira a sus soldados con cara de sorpresa. 

-¿Mancillado yo? -pregunta, casi ofendido. Después su rostro se vuelve duro. Su tono, grave-. Yo soy el rey, muchacho. Mi palabra es verdad. Y si yo digo que eres un...

Nuestro héroe aprieta los dientes y alza la espada. Doce arcos se tensan. Doce puntas de flecha apuntan a su corazón. El rey hace un gesto. 

-No. Todavía no. Ríndete, muchacho. Se me está acabando la paciencia. Ríndete ahora o... 

-Vale -dice nuestro héroe.

-¿Qué?

-Que sí, que me rindo.

Ante la sorpresa general, nuestro héroe arroja la espada contra el suelo. Se rompe en mil pedazos, más o menos. Y es que las espadas de cristal son terriblemente quebradizas. Eso sí, a la hora adecuada del día, cuando el sol incide con el ángulo correcto, le arranca unos brillos difíciles de igualar. ¿Merecía la pena llevar esa espada sólo por esos pequeños momentos de belleza absoluta? Ahora nuestro héroe se da cuenta de que no.

-Bueno, pues venga, que alguien le ate las manos, no vaya a ser que intente jugárnosla a traición.

Nuestro héroe ofrece sus manos juntas para que se las aten. Todo se ha acabado. Ah, pero los más observadores se habrán fijado en esa sonrisa ladeada y en el brillo inteligente de sus ojos. Habrán notado también el guiño a cámara. Un esbirro comienza a dar vueltas a una cuerda alrededor de las muñecas de nuestro héroe. Ata con firmeza un nudo y le da el visto bueno al rey.

-¡Jai-yah! -grita el héroe a la vez que se deshace de las ataduras con un fluido movimiento. 

Y es que entre las manos se había guardado un trozo de cristal de esa espada que había roto antes, ¿os acordáis? Y se ha cortado un poco también los dedos y sangra bastante, pero al menos está libre.

-¡Maldita sea! -grita Otto von Bon-. ¡Matadlo! ¡Matadlo mucho, por Dios!

Pero nuestro héroe tiene otras intenciones. ¡Pimba! Una patada que se lleva por delante a cuatro hombres. ¡Pachunk! Un puñetazo a la sien y una cabeza que sale volando. ¡Strundkslkj! Un escupitajo que se mete en los ojos de un arquero y las flechas matan a seis de sus compañeros. ¡Blop! Alguien sentado en un retrete tres pisos más arriba, ajeno a la batalla, un mero alivio cómico.

Nuestro héroe despacha a todos los malos en cuestión de segundos. Y ahora es él quien acorrala al sucinto* Otto von Bon.

*sucinto: que está expresado de manera breve, concisa y precisa. El autor nos hace saber con ese adjetivo que Otto von Bon es una persona de corta estatura. Para nada ha puesto esa palabra porque le ha venido a la mente de forma espontánea y al buscarla en el diccionario ha comprobado que podía usarla a modo de descripción, no. La mera duda ofende sobremanera al autor, gran persona él, por cierto. 

-No me mates -suplica-. Puedo darte lo que quieras. Pídeme lo que quieras. 

-Quiero tu vida.

-Así que quieres vivir como yo, ¿eh, bribón? ¿Vivir a cuerpo de rey, literalmente? Hecho. Es más: seamos reyes juntos. Haré poner un trono a la vera del otro. Haremos, perdón -se corrige el rey-. Tú y yo juntos seremos invencibles, baby. 

-No. Quiero tu vida, pero no la quiero para mí. Sólo quiero abrir un pequeño agujero en tu cuello y pedirle a tu vida que salga un momento a jugar.

¡Ras! Con las manos desnudas nuestro héroe desgarra la garganta del rey. Venga, más sangre, alegría. Cómo se nota que él no tiene que limpiar. Pobre señora de la limpieza, que entra en el salón del trono diez minutos después y se encuentra a nuestro héroe de cuclillas, intentando recoger uno a uno los casi mil pedazos en los que ha estallado su espada.

-Anda -dice-, ya lo hago yo.

Y él se sienta en el trono mientras ella los barre todos hacia el recogedor. Se fuma un cigarro. 

-¿Y todo esto a santo de qué? -pregunta la mujer de la limpieza-. Tanta muerte, tanta destrucción. Qué pena más grande, macho. 


Y nuestro héroe, a la sazón nuevo rey, expulsa el humo y se pierde en los recuerdos pasados. Recuerdos de hace veinte minutos, y dice:

-Que sirva esto de lección. Que todos estos cadáveres sirvan de aviso para quien ose decir que yo soy un parguela. 

Y la señora de la limpieza deja de barrer durante un segundo y se apoya en la escoba para decir: 

-Pero lo eres, señor. De los Parguela de toda la vida. 

Y nuestro héroe se da una palmada en la frente y exclama: 

-¡Tate! Qué cabeza la mía, había olvidado mi apellido. Qué se le va a hacer. 

Mira a cámara y se encoge de hombros Freeze frame. Risas enlatadas. Títulos de crédito. The end. 

Fourella

Ía ser un inverno frío ese que chegaba con vento do sur. Vento do mar. Vento da Terra, con cheiro a fume de carozo e a caldo da avoa. Un inverno de neve na rúa. De luvas nas mans, desas que non discriminan por dedos, que aquí collen todos xuntos. Luvas coas que só se pode contar ata catro.

Un inverno en branco e negro ese que viña, sí. Pero tamén un inverno de cor. Especialmente na punta dese pequeno nariz que agora ule ese ar da Terra. Ar dunha costa que quere volver ser verdescente. E o nariz nota que xa comezaron a medrar as primeiras árbores de volta. E sospeita. E fai ben. Porque así como sabe unha cousa, sabe a outra: todo vai volver suceder outra vez. Cousas do demo. Cousas da xente.

Pero por moito frío que pase no inverno escandinavo prefire que o lume quede no lar, ó outro lado do mar. Que o único que arda sexan eses carozos secos. Que as lapas lamban a pota, nada máis, e que a única forma de se queimar sexa por non querer esperar a que ese caldo que ferve enfríe un pouco.  

miércoles, 4 de octubre de 2017

Lava

Siente temblar la tierra, mujer
cómo se quiebra el terreno, se rompe
cómo la piedra se funde, cómo se hunde
cómo el humo que sale del mar oculta la luna
no más puestas de sol desde aquí

Siente la tierra, mujer, temblando
de frío y de miedo a la vez, blanca la tez
remando, escapando hacia el Sur
el fuego y el pez, el agua y la sed
el fondo está en calma, te llama

Siente la tierra temblar otra vez
soñando, tumbada en el suelo de roble
las casas de piedra no pueden arder, un coche que pasa
la luz del pasillo vuelve a vencer a la noche
te pones en pie

Y tiembla la tierra una última vez
la casa en silencio y fría tu piel, sudada la frente
y lloras por algo que sientes que fue, llora la gente
el fuego que pesa y besa los pies, el cielo se apaga
la isla arrasada

Tiemblas ahora, mujer, recuerdas
estás de pequeña sentada en la arena, jugando
y el agua que llega y moja tus pies, y tú lo que ves:
la isla y el fuego y el barco en el mar, las olas que vienen y van
pulmones con sal

El miedo a nadar y a la nada
a dejar el hogar
la tierra que tiembla, mujer
y nadie la siente temblar
la vida pasada



martes, 3 de octubre de 2017

En invierno

Tenías tantas ganas de tarta que cumpliste años diez veces en enero
soplaste doscientas velas, apagaste doscientos fuegos
una bombero de salón, o de cocina, o de donde demonios estuvieran las tartas
y tanto soplaste que modificaste el tiempo
el atmosférico, no el de reloj
ese avanzaba a cada mordisco de tarta, adentrándose en el invierno

Hiciste que lloviera, que nos quedáramos dentro
y aprendí a dibujar mi nombre con tu aliento
con tu voz apagallamas, enciendefuegos
palabras que me subraya el corrector, por cierto
como diciendo que no existen, que no invente
¿te lo puedes creer?

Ah... Puede que ahora entienda eso que siempre decías
lo de que no me centraba cuando escribía, que divagaba
pero recuerdo de quién hablaba: de ti
de todas las tartas que comiste ese invierno
tartas heladas
supongo que por lo rápido que apagabas el fuego
y por el frío, claro

Porque mira que hizo frío ese invierno, macho
la de nieve que cayó allí donde cae la nieve
en las montañas y en las ¿neveras?
aquí en la costa no tiene la decencia de nevar
aquí sólo granizó algún día

Maldito granizo, no eres más que lluvia que busca llamar la atención
oídme llamando al tejado, abridme
pero no podemos abrirte el tejado, estúpido granizo
no vivimos en una lata de bonito
llama a la puerta como las personas

Además, nosotros ya no te oímos
no eres más que un ruido más en este salón hirviendo
hierve de amor, uh nena, y un poco también por el fuego de la chimenea
y por tus besos, cariño, tus besos de amor
besos que saben a nata, de todas esas tartas del principio, ¿recuerdas?

Y ahora que no queda tarta y que se acaba enero
sopla y apaga este último gran fuego
que haga frío
quiero necesitar tu calor
aquí dentro, refugiados de la lluvia, aferrado a tu pecho
cumpliendo años juntos a cucharadas
queriéndonos

Poesía

Palabras huecas
saltos de línea
y alguna que otra rima porque sí

algo de desorden y Esa mayúscula fuera de lugar
garabatos de imprenta
y otras frases sin sentido
para parecer profundo

Escribir para un concurso
cuando no tienes nada que decir
cuando todo el mundo sabe que tú eres pro-prosa y anti-poesía
Más que nada por la de árboles que se talan por culpa de todo este espacio en blanco
(bien ahí, fingiendo estar comprometido con el medio ambiente)

Y sigues para adelante
que tan difícil no puede ser
que total lo importante de la poesía no es que sea
es que lo parezca
¡ja!

Finge, sí
finge y odia cada palabra que escribes, cada palabra que escupes
cada palabra que fuerzas sobre el papel
no pertenecen ahí y lo sabes, y te odias, pero sigues adelante, ¿verdad?
¿es eso poesía?

Maldito hipócrita, jodido cínico
ten la decencia de no manchar la hoja en blanco con tu bilis
de callar si no tienes nada que decir
Estás quedando en ridículo
Pareces Imbécil

Pero lo importante es ser, ¿no?
De parecer se preocupan los que no entienden nada
los que saltan
de línea así
en vez de hacerlo así
con fuerza
dejando que sean las palabras las que hablen
las que dicten la forma
¿es eso poesía?

Abandonarse por completo a las palabras
no escribirlas, escucharlas
que hablen como sólo ellas hablan
Directas al corazón

Palabras huecas para que resuenen mejor
saltos de línea que marcan el ritmo
y alguna que otra rima porque sí
sin motivo, sin razón
que por algo es poesía

jueves, 24 de agosto de 2017

Arder

Ha llegado mi hora. Ya empiezo a sentir ese calor tan distinto al tuyo, aquí, en lo alto de esta hoguera, sentada sobre un montón de madera. Mi madera. Pero antes de que me vaya quiero que sepas que ha merecido la pena. Mi vida es poco precio que pagar por los dos días que he pasado contigo. Jamás me hubiera perdonado no haberlo intentado. Jamás me arrepentiré de esta decisión.
Y es que éramos como dos pasajeros que comparten vía, pero nunca comparten tren. Que se cruzan un segundo y no se vuelven a ver hasta el próximo viaje, un año después. El contacto suficiente para saber que existías. Esa fue mi perdición. Ya entonces te quería.
Te quería como sólo se puede querer lo que no se puede tener. Te quería con la intensidad con la que se quiere abrazar a quien ya no está. Te quería desde la tristeza de un futuro que nunca sería. Por eso tuve que quedarme aquí. Para que tú pudieras quererme a mí también.
Y estos dos días contigo han sido más de lo que podía pedir. Hemos sido uno solo, fundidos en abrazos imposibles de explicar. Nuestros besos agitaban el aire, y tan pronto llovía como lucía el sol. No están hechos nuestros cuerpos para chocar sin que salten chispas. No está hecho el mundo para soportar nuestro amor. Por eso me echan. Por eso me voy.
Yo soy pura vida. Tú eres puro amor. Basta tu presencia para que la Tierra se incline y bese al sol. Y esta vez lo he vivido a tu lado, en vez de anclada en el espacio, alejándome de ti. Esta vez he sentido tu calor. ¿Cómo volver al frescor del pasado?
Así que si he de morir, que sea así: ardiendo a lo grande en vez de consumida grado a grado, año a año. Si he de morir que sea aquí: en la playa, entre vítores y aplausos, entre besos y abrazos de quienes se reúnen para celebrar tu llegada con dos días de retraso. Bendito retraso...
Y no estés triste. Yo no lo estoy. Me voy, pero nuestro amor será recordado. Nadie va a olvidar este verano: el de la primavera que mataron.

viernes, 4 de agosto de 2017

...

He vuelto al lugar donde apareciste. Parece tan distinto ahora, en pleno verano, con el sol brillando sobre el mar... Aquel día llovía. Vaya si llovía. Un día gris y con viento, de barcos amarrados en el puerto, de olas de cuatro metros. Batían contra el acantilado y lo llenaban todo de espuma. La playa, cómo no, vacía. Como cualquier día de invierno. Salvo que esa tarde tú estabas en la orilla. 

...

...

¿Sabes? Aún me cuesta pronunciar tu nombre. Cada letra duele como si estuviera hecha de mis propias vísceras. Me deja los pulmones vacíos y el estómago retorcido. Me desgarra la laringe. Hace que se me salten los dientes y me sangren las encías. Duele como duelen los puñetazos esperados.

...

Ahora lo escribo en la arena. Con las manos desnudas. Poniendo mucho cuidado en cada detalle, en cada curva, en cada ángulo. Tiene que ser perfecto. Intento hacer justicia a tu belleza, tan frágil. Tan vulnerable. Cada trazo ha de ser tan delicado como tu cuello. 

...

Resulta terapéutico. Trazarte con las mismas manos que tantas veces tocaron tu piel. Hundir los dedos en la arena y arrastrarlos, creando surcos profundos donde vuelves a aparecer por unos segundos. Hasta que las olas llegan y te borran, devolviéndote al mar al que te lanzaste esa tarde de invierno.

... 

Te quería. Lo sabes bien. Te quería tanto que algo ardía en mi interior cada vez que te veía. Algo superior a mí. Un fuego violento y salvaje. Muchas veces fuera de control, sí. Por tu culpa. Tú eras la chispa que me encendía. Aún lo eres.

...

Y las olas ya casi han borrado por completo tu nombre. El agua ha rellenado los surcos. Ha redondeado las formas. Pero todavía estás ahí, en la orilla, como aquel día. Mojada y fría. Inerte.

...

...

¿Por qué lo hiciste? ¡Maldita sea! ¿Por qué?  No me obligues a insistir. No me hagas sacártelo a la fuerza. No quiero tener que hacerlo. ¿Quieres tú? ¿Es eso lo que quieres? ¿Que me destroce los nudillos contra la arena, contra los últimos trazos de lo que un día fuiste, hasta que hables? ¿¡Eh!? ¿Por qué lo hiciste? ¡Dímelo! ¡Necesito saberlo! Lo necesito...


Lo necesito...


Siento haberte gritado. No he sido justo. Todavía me cuesta aceptar que no puedas contestarme.

...

Pero el mar sí puede, ¿verdad? Tú sí puedes, mar. Callas, pero puedes hablar. Tú sí sabes la respuesta a la pregunta que te hago. 

...

Sí, la sabes. Claro que la sabes. ¿Cómo no vas a saberla? Pero no vas a contestar. Poco te importa lo que quieran las personas, ¿verdad? Poco te importó arrojarla contra las rocas. Poco te importó ahogarla y devolverla sin vida a la playa, pálida y fría.  

«Tú la mataste, no yo». 

¿Qué has dicho?

«Le dijiste que era tuya y de nadie más, y ella te creyó. Porque te amaba»

Yo la amaba también.

«No le dejaste más opción que huir, ni más huida que el mar»

No.

«Prefirió morir a pasar un segundo más contigo»

¡No! Murió al caer al mar... Murió por tu culpa. 

«No murió: tú la mataste»

No.

«Tú la obligaste a saltar»

No...

«Tú la mataste, no yo»

¡NO! ¡Tú lo hiciste! ¡Tú la ahogaste y la devolviste pálida y fría a la playa! ¡Tú te la llevaste! 

...

...

¿Por qué? ¿Por qué a ella? 

...

Tendrías que haberme llevado a mí... 

...

«Sí» 

...

...

«Mil veces sí»

...

...

.






domingo, 18 de junio de 2017

El primer amor

Hay dos robles secos en el centro de un pueblo. El día que los vi hacía calor y no soplaba el viento. Dejé la mochila en el suelo y me senté en uno de los bancos frente a ellos, a la sombra de los edificios a mis espaldas. Era una plaza extraña la de ese pueblo, cubierta de césped y sin más árboles que los dos robles muertos. Una mujer se sentó a mi lado y me ofreció agua.

-Hay que ser cortés con los viajeros -dijo, como si yo necesitara alguna explicación para aceptar un vaso de agua fresca tras toda una mañana caminando bajo el sol.

Bebí. Al acabar, la mujer cogió de nuevo el vaso y me preguntó:

-¿Sabes por qué están secos?

-Espero que no sea porque toda el agua del pueblo se destine a saciar la sed de senderistas como yo.

La mujer sonrió y negó con la cabeza.

-Aquí el agua no es problema -dijo haciendo un gesto con el brazo, dirigiendo mi atención al verde césped de la plaza incluso en pleno verano.

Me fijé mejor en los árboles. No parecía que les hubiera alcanzado ningún rayo. No estaban quemados ni rotos. La madera era grisácea y en lugar de hojas había una docena de pájaros descansando sobre sus ramas. El suelo a su alrededor estaba abultado, como si los hubieran intentado arrancar de raíz. Estaban ligeramente inclinados.

-¿Un temporal? -me aventuré a decir.

-¿Qué temporales hay donde vives tú que inclinan los árboles en sentidos opuestos? No fue un temporal. Esta es otro tipo de historia. Escucha:

Ella era una niña de la zona. Como sus padres. Como sus abuelos. Como yo. Él, un niño extranjero de visita. Un poco como tú. Este era su lugar favorito del valle, donde se cogieron de la mano por primera vez y prometieron casarse cuando fueran mayores, bajo la sombra de los robles que ellos mismos acababan de plantar. Al final del verano, el niño regresó a la ciudad, pero prometió volver al año siguiente.

Ese invierno la familia de la niña abandonó el valle. Padre había encontrado trabajo en las fábricas. La niña lloró durante días y creyó que jamás volvería a ser feliz. Pero al ocurrió lo que siempre ocurre cuando tienes siete años: la niña hizo nuevos amigos en la ciudad y no tardó en olvidarse del niño con el que había plantado unos robles en su lugar favorito del valle el verano anterior.

Regresó muchos años después para el entierro de su abuela: allí había nacido y allí iba a descansar. Le tocó a ella hacer sonar las campanas: era la única con el tamaño adecuado y la agilidad suficiente para subir las estrechas escaleras hasta el campanario. Desde allí arriba vio un claro. Y en medio del claro, dos robles. Entonces recordó.

Eran robles jóvenes, como ella. Pero lo suficientemente grandes como para que en sus troncos se pudieran tallar mensajes con navaja.

A diferentes alturas y con letra cada vez más pulcra había decenas de fechas, tantas como veranos habían pasado desde que en ese claro del bosque un niño había prometido casarse con ella. Al lado de cada fecha, una pregunta: ¿vendrás?

El mensaje más reciente tenía casi un año. Junto a la fecha de ese mismo verano y estaba la misma pregunta. Pensó en tallar un tosco “sí” bajo la inscripción, pero no tenía nada lo suficientemente afilado con lo que escribir. Además, prefería poder decir “sí” de viva voz, en persona.

Entonces estalló la Gran Guerra. Él no apareció.

A fuerza de la práctica, ella se hizo experta en tallar la madera. Llenó la corteza de preguntas que los propios árboles terminarían por borrar. Cuando las manos perdieron la fuerza necesaria para tallar, se dedicó a sentarse a la sombra de los robles bajo los que algún día se iba a casar. En otra vida, quizás.

Murió aquí y aquí la enterraron, bajo su árbol. Aquí había vivido junto a su marido y sus hijos y sus nietos. Nadie dijo una palabra. Se sentaron en el césped a la sombra de los robles y escucharon el silencio denso de las hojas un día sin viento.

Cuando la última palada de tierra quedó compactada, ocurrió.

Hubo un murmullo creciente, de tormenta que se acerca. Pero el día era soleado, como hoy. Además, el ruido no venía del cielo, sino de la tierra. Era un ronroneo débil que pronto se convirtió en vibración imposible de obviar. Y mientras muchos miraban al suelo, el marido sabía dónde mirar.

Las ramas de los robles en lo más alto de las copas no se llegaban a tocar. Una franja cada vez más pequeña de cielo azul los había separado siempre. Con que el viento las meciera un poco habrían entrado en contacto.

Pero no había viento, y ellos ya se habían cansado de esperar.

Hubo un crujido tremendo y gritos de horror. Los niños pequeños lloraron y decenas de pájaros salieron volando. El suelo se levantó. Y arriba, en el cielo, las ramas chocaron.

-Por fin reunidos, los árboles murieron -dijo la mujer, levantándose del asiento-. Ahora ya sabes por qué están secos. Buena suerte en lo que te queda de camino.

Yo le di las gracias y me tomé unos minutos para contemplar los árboles ese día soleado y sin viento. Al final me levanté y retomé la marcha, dejando atrás ese pueblo erigido alrededor de dos robles suicidas. En su abrazo de ramas hay una historia de amor.   

jueves, 15 de junio de 2017

Vergüenza en el convento

 Dos mendigos a la lluvia en la puerta de un convento
y doce monjas en ayunas que les hacen pasar dentro.
Los mendigos se desnudan, se quitan las ropas mojadas
y las monjas gesticulan, se apuran a darles toallas.

Uno abre una ventana y una ráfaga de viento
le levanta la toalla y le descubre el instrumento.
Una monja va a taparlo, escandalizada.
Las demás, enrojecidas, dicen que no han visto nada.
El mendigo se disculpa: de verdad que lo siento
que con el frío que hace me hayáis visto el invento.

El otro mendigo dice: podéis admirar el mío
es de color oscuro y sinuoso como un río.
Una monja se le acerca y lo toca con la mano.
¡Es enorme!, exclama. Y parece africano.
Es de África, señora, y tiene en él algo mágico,
dice el mendigo entonces, cogiendo por fin su látigo.

El otro ya se golpea la espalda con su herramienta.
 No hay dolor con este frío, el mendigo se lamenta.
El mío viene embebido en veneno de serpiente,
dice el otro mendigo, de rodillas, penitente.
Y cuando lo uso sangro sin parar durante días.
Es la sangre de Cristo y de las personas pías.

No os avergoncéis, hermanas, de quien anhela la sangre
vosotras lleváis semanas muriéndoos de hambre.
Nosotros oímos la voz de  Dios hablando a través del dolor
Vosotras decís estar casadas con él, no sé qué será peor.


miércoles, 14 de junio de 2017

Volar de verdad

Siempre quisiste volar. Sentado en el suelo, agitabas los brazos y mirabas al cielo. Alzabas entonces el vuelo, seguro entre mis manos, flotando como flotaba mi pelo mientras yo daba vueltas sin parar. Pero querías más. Nerviosa, te lanzaba al aire y te dejaba volar. Un vuelo breve y vertical. Y en el cenit del movimiento, sonreías por la falta de gravedad. 

A los cinco años volaste de nuevo. Esta vez no movías los brazos, porque querer ser pájaro era de bebés. Tú volabas con los calzoncillos por fuera y gomina en el pelo. En un despiste de la abuela decidiste salir al balcón. Era una caída de diez pisos de los que tú sólo recorriste tres. Esa tarde en el tendedero de la señora Ruiz apareció algo más que un calcetín suelto. El susto te mantuvo con los pies en la tierra durante un tiempo. Y yo me alegré. 

Pero tú querías volar. Veinte años después volvías a saltar al vacío. Esta vez desde mucho más alto y mucho mejor preparado para sobrevivir a la caída. Durante unos segundos volabas como un halcón peregrino: cabeza por delante, haciendo que el suelo subiera a tu encuentro a toda velocidad. Hasta que no tirabas de la anilla no estaba mal, decías. Pero querías más. 

Necesitabas volar. De pie en el borde del precipicio, tensabas los brazos y mirabas al suelo. Saltabas y empezaba el vuelo. Sobrevolabas un valle alpino en pleno verano. Era un vuelo largo, casi horizontal. Las alas de tu traje te permitían hacer giros. Se parecía mucho a volar. Pero seguías queriendo más. Siempre querías más, ¿verdad?

Ansiabas sentir la velocidad. Pasar entre abetos y aperturas en las rocas. Sentir tu corazón latiendo a milímetros del suelo. Rozar con la punta de los dedos la hierba antes de elevarte de nuevo. Volar de verdad. Feliz y completo. Sin miedo. Sin pensar en los demás. Sin remordimientos.

Siempre quisiste volar y ahora vuelas, pequeño. Gris como el día, arrastrado por el viento.

lunes, 24 de abril de 2017

Vida

La iglesia estaba llena: de gente, de murmullos, de sollozos. El cura se acercó al atril. El silencio entonces fue absoluto. Silencio de piedra y respeto. Silencio de funeral. Fuera llovía.
Fijé la vista en mis zapatos. Me los había dejado mi padre. Yo no tenía. Me quedaban grandes. Mis pies bailaban nerviosos dentro de la piel negra que con tanto esmero había bruñido horas antes. Ahora estaban manchados de barro y no me podía importar menos. El cura recitaba su sermón.
-Come algo.
Fuera llovía, y a través de la ventana del salón veía a la gente llegar apretujada bajo paraguas negros. Cogí el canapé que mi madre me ofrecía y dejé que su mano revolviera mi pelo mojado antes de que fuera a atender a los recién llegados.
Dejé el canapé donde pude y eché un vistazo alrededor. Mis primos mayores hablaban animados con mis tíos. Mis primos pequeños jugaban a ser perros entre piernas trajeadas. Yo estaba allí de pie, solo. Al otro lado del salón estaba mi abuela, sentada en su sillón. Con un gesto de su mano me pidió que fuera a estar solo con ella.
Me senté a su lado sin decir nada. Ella no me hizo hablar ni me obligó a comer. La gente se acercaba a darle el pésame. Se disculpaban por no haberla visto en la iglesia. No había ido. Al alejarse me dedicaban medias sonrisas de condolencia.
-Feliz cumpleaños, por cierto –me dijo mi abuela cuando el ajetreo disminuyó.
Fuera seguía lloviendo y comenzaba a anochecer, y ella era la primera persona que me felicitaba. Quise darle las gracias. Quise sonreír. No fui capaz.
Sentí el peso de su mano sobre la mía. Me miró a los ojos y me sonrió. Fue una sonrisa como ninguna de las que había visto en los dos últimos días. Una sonrisa auténtica.  
-Anda que vaya ocurrencia la de tu abuelo…
Me eché a reír. Rompí a llorar. Y al final sentí que el aire volvía a mis pulmones y que mis músculos se destensaban. Sentí que mi cuerpo era mío de nuevo. Sentí la ropa mojada y fría contra mi piel. Fui consciente de lo ridículos que eran esos zapatos enormes manchados de barro.
-¿Por qué no subes a cambiarte? –sugirió mi abuela.
Asentí y me levanté de la silla. La besé en la mejilla y esquivé a mi madre y a su bandeja de canapés. Subí las escaleras. Mis pies chapoteaban dentro de los zapatos. La puerta de mi habitación estaba abierta. Sobre la cama, un paquete. 
Mi corazón empezó a latir con fuerza. Las piernas me temblaban. Las manos me sudaban. Cerré la puerta y me dejé caer al suelo. Me abracé las piernas y apoyé la frente en las rodillas. Cerré los ojos.
-No puede ser.
-¿Qué es lo que no puede ser?
Mi abuelo levantó entonces la mirada de su periódico. Apoyó su taza de café humeante y me miró por encima de sus gafas de media luna, en precario equilibrio sobre la punta de su nariz aguileña. Se fijó en el libro que sostenía en mis manos.
-Oh, ya veo.
La corbata me apretaba. Me deshice de ella. Me quité la chaqueta mojada y los zapatos manchados. Me acerqué a la cama. El paquete estaba envuelto con papel de estraza y atado con cordel de esparto. Había sido así desde el día que cumplí once años. En una esquina, escrita con caligrafía pulcra y cursiva, estaba mi dirección.
-¿Por qué pone “habitación sobre las escaleras”?
-Ya lo entenderás –dijo mi abuelo desde la puerta, y me animó a cortar el cordel y rasgar el papel.
Corté el cordel con las mismas tijeras que había usado aquel día, seis años atrás. Las manos me temblaban cuando rasgué el papel. Tuve cuidado de dejar intacto el trozo donde la pluma temblorosa de mi abuelo había escrito mi nombre por última vez.
La ventana estaba entreabierta. Olía a tormenta y a libro nuevo y a…
-Te la acabas de perder –decía mi abuelo cada vez que le sorprendía dejando el paquete en mi habitación.
Olía a lechuza y a humo de pipa y a silla de cuero y a escritorio de madera y a ojos azules. Cogí el libro y acaricié su lomo.
Mi abuelo se recostó en su silla de cuero y se atusó su larga barba blanca. A mí me temblaba la barbilla y me hervían las palabras en las venas. Tenía los ojos irritados tras toda la noche leyendo. Tras unas horas llorando.
-No puede morir –dije-. Tiene que ser un error.
-Todo el mundo muere.
-Pero sin él todo está perdido…
Mi abuelo se incorporó con dificultad de su silla y rodeó el escritorio hasta llegar junto a mí. Sus ojos azules se clavaron en los míos. Se tomó su tiempo antes de hablar.
-Sin él será más difícil. Pero la vida sigue. Por un tiempo puede parecer que no hay esperanza, pero la hay.
-Pero ahora está solo. No tiene ayuda. No tiene guía.  
Mi abuelo frunció el ceño. Todos sus años se hicieron visibles en las arrugas de su rostro. Había perdido mucho peso en los últimos meses.
-Que alguien muera no significa que no pueda seguir ayudando. La muerte no es el final.
-¿Hablas de fantasmas?
Mi abuelo se rió. Tosió y se aclaró la garganta.
-Hablo de recuerdos –dijo, y me dio unos golpecitos en el pecho, sobre el corazón.
Del piso de abajo llegaron risas. Se había celebrado una muerte. Tocaba celebrar una vida.
Cerré los ojos y dejé que se inundaran. Cuando los abrí me fijé en la portada de ese último libro. Unos ojos verdes tras unas gafas redondas me devolvieron la mirada. Me toqué la frente distraído, como si mis cicatrices también estuvieran a la vista. Acaricié la suya.
Tomé aire. Abrí el libro. 

viernes, 17 de febrero de 2017

Tarde lluviosa de sábado en el salón

Un cielo azul a través de una ventana y sombras en la habitación. Un perro que se tumba boca arriba y sonríe de emoción. Ese arpegio de guitarra antes de que suene tu canción. Chocolate caliente en invierno. No.

Tres tristres… Tres tristes tigres recitado del tirón. ¿Carne recién picada? Hierba recién cortada. Hierba recién arrancada durante una puesta de sol. Una apuesta de un millón de dólares, ganada. Granada. Tch.

Una rana saltando. Un oso hibernando. Un caracol coloreando. ¿Quién le ha dado lápices de colores al caracol? Y más importante todavía: ¿quién le ha dado manos? ¿Has sido tú, Dios?

Un… No sé. ¿Muchísimo dinero? ¿El olor a libro nuevo sobre tierra mojada? Mancharse de barro la frente con cada palabra. Porque claro, lees restregando la cara contra las páginas, ¿verdad? Idiota…

Setecientos mil cocodrilos sacamuelas en formación. Tacatacatacatacatacatacatactacatá. Brrum: un ruso en Londres pidiendo una escoba.

-¿De qué te ríes?

-De nada. Intento componer una canción.

-¿Una canción para mí?

-Claro.

-¿Una canción de amor?

-No. Puede. No. ¿Qué es “amor”, de todos modos?

Uhh, amor es Roma al revés, baby. Boca abajo, con gladiadores cayendo al espacio exterior. Y al llegar a Marte saludan y dicen adiós, directos a Plutón.

Y ahí estás tú. Orbitando a mil kilómetros del sol (comprobar distancias), viendo los cometas pasar, deseando una colisión. Y no porque quieras morir, no, nena, no quieres morir. Sólo quieres un impulso hasta mi corazón. 

Momentos

¿Recuerdas aquella noche en la que nos cogimos por primera vez de la mano? Fue un acto reflejo, como quien intenta salvar un vaso de caer al suelo. Con la misma urgencia y la misma sensación de felicidad por haber evitado que el cristal se rompiera en mil pedazos.

Pero al contrario que con el vaso, si miramos alrededor fue para asegurarnos de que nadie nos hubiera visto hacerlo. Que nadie más formara parte de ese momento. Que quedara repartido entre mi mano y la tuya, aplastado para siempre entre nosotros como un trébol de cuatro hojas entre las páginas de un libro que no puedes evitar volver a leer.

Somos el libro y el trébol. Somos el vaso cayendo y los trozos de cristal que no fueron. Somos ese momento concreto y todos los momentos que vinieron después. Ese es nuestro amor: una suma de momentos que conforman nuestro tiempo. Y ese tiempo es el único que merece la pena vivir. El único que vale la pena recordar. El único que no se puede medir. 

viernes, 6 de enero de 2017

Papá Noel

Se le cierran los ojos. Es muy tarde para él. Es tarde hasta para los mayores. Hace tiempo que la luz que se colaba por debajo de la habitación de papá y mamá se ha apagado. Desde su escondite detrás del sillón sólo ve el reflejo de las luces de colores que adornan el árbol. Rojo, azul, amarillo, verde, blanco y vuelta a empezar. A veces a toda velocidad. Otras veces muy despacio, como si caminaran por debajo del agua. A veces se apagan por completo durante unos segundos, y es entonces cuando se le cierran los ojos.
Tiene sueño y tiene miedo. Pero esa espera merece la pena. Oh, sí. Si al final lo ve, merecerá la pena pasar ese miedo cada vez que las luces de navidad se toman un descanso. Ninguno de sus amigos lo ha logrado hasta ahora. Él mismo ha fracasado otros años.
Todo el mundo sabe que Papá Noel no llega hasta que todas las personas que viven en la casa están durmiendo. El fallo que había cometido otros años fue fingir dormir mientras esperaba a que Papá Noel llegara. Pero el cansancio del día y los ojos cerrados acababan por convertir esa farsa en realidad, y cuando se daba cuenta y abría los ojos el sol ya se colaba por la ventana de su habitación y Papá Noel hacía tiempo que se había ido de su casa.
Pero a este niño que ahora menea la cabeza en un intento por sacudirse el sueño de encima se le ha ocurrido un plan mucho mejor.
Cuando Papá Noel sobrevuele el vecindario y compruebe que todo el mundo duerma, verá al niño dormido plácidamente bajo las mantas. Entonces bajará confiado por la chimenea y mientras esté dejando el gran montón de regalos bajo el árbol verá aparecer por detrás del sillón al niño que creía dormido. Y aunque estará enfadado por el engaño, no le quedará otro remedio que reconocer la suma inteligencia de la criatura y lo invitará a que lo acompañe en su ruta de reparto, al menos durante un par de horas, no vaya a ser que le coja el frío y de verdad se pase el resto de las navidades metido en cama, tapado hasta la cabeza con las mantas.
Hmmm, bien calentito en su cama. ¡Es tan cómoda! Y quedarse dormido escuchando la lluvia y el viento contra el cristal, y la tormenta a lo lejos que poco a poco se acerca, y él acurrucado, hecho una bolita. Protegido.
Y ese niño que sacudía la cabeza la vuelve a sacudir. ¿De verdad merece la pena el esfuerzo sólo por ver a Papá Noel? Y no sólo eso. Está corriendo mucho riesgo. Seguro que Papá Noel se enfada al descubrir el engaño y usa su magia para convertirlo en un cochinillo. O peor: dejarle sin regalos. ¡Sin juguetes! ¡Sin lo mejor de la navidad!
¿Qué es la navidad sin regalos?
Mamá lo despertaría agitándolo por el hombro y subiendo las persianas para que el sol de la mañana se colara en su habitación. Habría nevado, que para algo es navidad, y a través de la escarcha de la ventana vería a los más madrugadores estrenando sus trineos.
-¡Venga! –diría mamá, sonriendo-. ¿A qué esperas para levantarte? ¡Es navidad!
Y el niño saldría de la cama y fingiría felicidad, y cuando papá lo viera diría lo que siempre dice:
-¿A qué viene tanta alegría tan temprano?
-¡Es navidad! –gritaría el niño con voz forzada.
-Pues he pasado por el salón y allí no había regalos –diría papá.
Y esa broma inocente y sin gracia que repetía cada año sería por fin verdad. El niño seguiría fingiendo que todo va bien. Entonces, al abrir la puerta del salón los tres se encontrarían con un árbol sin regalos a sus pies.
-¿Qué…? –diría papá.
Y el niño se echaría a llorar.
-Yo sólo quería conocer a Papá Noel –sollozaría-. Y por mi culpa no tenéis regalos.
Detrás del sillón, entre luces amarillas y verdes, el niño se echa a llorar de verdad. Pero no llora de pena. Al fin y al cabo todavía no ha echado a perder la navidad.
El niño llora de pura alegría, porque por fin había entendido que lo mejor de la navidad no son los regalos. No los suyos, al menos.
Lo mejor de la navidad es la felicidad contagiosa de mamá al despertarlo por la mañana, lloviera o nevara o hiciera sol afuera. Es encontrarse con papá en el pasillo y verlo tan serio haciendo la misma broma de siempre, cuando después era al que más ilusión le hacían los regalos. Es empezar desenvolviéndolos con cuidado para acabar arrancando el papel a mordiscos. Es ver cómo mamá abría uno de los suyos y se probaba el nuevo abrigo que tan bien le quedaba y daba las gracias a Papá Noel a la vez que besaba a papá, como si él tuviera algo que ver en todo esto. Es dejar de último el más grande de los paquetes y no abrirlo hasta que papá y mamá lo animaban a hacerlo con palmas y canciones que se inventaban sobre la marcha.
Lo mejor de la navidad no es qué hay dentro de ese último paquete, o cómo se las había apañado Papá Noel para bajarlo por la chimenea. Lo mejor de la navidad, lo único importante, es poder compartir juntos ese momento. Alegrarse de la felicidad de papá y mamá, y ver cómo ellos se alegraban de la suya.
Ya tendría tiempo a conocer a Papá Noel. De momento prefería disfrutar de la navidad.

Tormenta

Sopla un viento frío y seco que anuncia nubes grises en el horizonte. Se acercan poco a poco como ovejas esponjosas y rellenas de humedad. Va a llover, ya veréis. De otra cosa no sabré. Sonrío. Me gusta la lluvia.
-¿Qué época es, muchacho? –me pregunta un anciano del lugar.
-¡Señor, es casi Navidad!
No le gusta mi entusiasmo juvenil. Es normal. Y odia que le llame señor. Por eso lo hago: para fastidiarle. Y porque cuando se enfada hace crujir todos sus nudillos y gruñe como la tormenta que se avecina. Porque con la lluvia se avecina tormenta. A paso lento, como ovejas rellenas de relámpagos y truenos y piedras de granizo que las hacen pesadas y les dificultan el andar.
-Lo que faltaba –dice mi padre mirando al cielo-: Tormenta. Por si no tuviéramos bastante con lo cerca que está la Navidad.
Mi madre asiente imperceptiblemente. Está de acuerdo. Todo el mundo lo está. Y no porque mi padre sea alguien especialmente sabio y todas sus palabras sean recibidas como lluvia del cielo, sino porque lo que ha dicho es algo que todo el mundo sabe y que nadie necesita que le recuerden. Pero de vez en cuando viene bien que alguien lo diga en voz alta para que todo el mundo pueda asentir como mi madre y recordar en compañía las cosas importantes de la vida.
-No pareces muy preocupado –me dice mi madre.
Mi madre tiene ojo para estas cosas. No estoy nada preocupado. Los mayores son los que más se preocupan por estas cosas. Especialmente por la tormenta. En todos sus años de vida han visto cosas horribles. Yo, sin embargo, sólo he visto la belleza de los rayos pintando retratos en el cielo. Yo sólo he sentido los truenos retumbar en mi interior, arrancando ruido de rocas resquebrajándose al mismísimo silencio.
-Me gustan las tormentas –confieso.
Lo digo en voz baja porque sé que no es una opinión popular. Mi madre sonríe. A ella también le gustan, aunque por otros motivos. Creo que le hacen sentir viva. Cuando uno deja de crecer, son esos momentos de riesgo los que sirven para dar perspectiva a la vida.
Pero mi madre no hablaba de la tormenta.
-Me refería a la Navidad –me dice con su voz fresca-. Estás en una edad difícil, hijo. Lo sabes.
Lo sé. Lo sabe todo el mundo. Por eso llevan unos días mirándome con tanta preocupación. O llevaban. Ahora les preocupa el cielo. Las ovejas comienzan a trotar.
-Es mejor no pensar en esas cosas –le digo a mi madre.
Es lo que le dicen todos los hijos a todas las madres. Es lo que nuestras madres le decían a las suyas cuando tenían nuestra edad. Pero no es lo que siento.
En realidad, no hago otra cosa que pensar en la Navidad. En las luces de colores y en las bolas de metal. En las estrellas doradas y en la nieve en las ventanas y en el mazapán. En el portal de Belén y en las cenas en familia y en los regalos envueltos con papel en el que sale Papa Noel. Hasta en el fuego de la chimenea calentando la habitación. Lo sé: está mal. Pero es lo que siento.
Y lo que yo decía: ha comenzado a llover. Y antes del estallido de la tormenta llega un ronroneo familiar y el crujido de las ruedas sobre el camino de tierra.
-Ya vienen –murmura mi madre.
El coche se detiene más cerca que de costumbre. Ya vienen, sí. Dos hombres se bajan y nos miran a todos. Se fijan en mí. Uno me señala y el otro asiente satisfecho. Mi madre se echa a llorar. Abren el maletero.
Esperemos que saquen una pala y no un hacha. Me gustaría volver al bosque y contarle a mis futuros hijos cómo me sentí con todos esos regalos a mis pies. Con todas esas luces por el cuerpo. Con esa estrella en la cabeza. Me gustaría preocuparme por ellos cuando llegue la Navidad. 

Queridos reyes magos

Queridos reyes magos:
Un año más llega la navidad, y un año más os escribo, y por primera vez lo hago yo solito. Imagino que esto os sorprenderá, ya que durante años habéis recibido unas cartas firmadas por un niño de tres o cuatro años y escritas con letra temblorosa. Era mi madre quien las escribía haciéndose pasar por mí. Reescribía lo que yo le dictaba, me temo, y muchos de los juguetes que pedía nunca llegaban. O eso pienso yo, aunque me dice mi madre, que está supervisando lo que ahora escribo, que no era así, que debe ser un problema vuestro y no suyo.
Sobra decir que me he portado genial. Es cierto. Sólo tenéis que preguntarle a cualquier persona. Excepto a mis hermanos. No les hagáis caso a ellos. Tienen envidia de lo bien que me he portado, ayudando a viejitos a cruzar la calle y todas esas cosas que se supone que tenemos que hacer los niños para recibir muchísimos regalos o ir al cielo o algo así. Además, ellos no creen en vosotros, así que vosotros tampoco deberíais creerlos a ellos cuando mencionen algo de un incendio y quién sabe qué otras mentiras para hacerme quedar mal, ¿vale?
¿Cómo hacéis para repartir cientos de miles de millones de juguetes en miles de millones de casas en tan sólo una noche y yendo en camellos, por cierto? Alguien me dijo (mi madre) que son camellos de competición y que tenéis que ir a todísima velocidad y que por eso muchos de los juguetes que pedimos todos los niños no nos llegan, porque se os caen por el camino. Jolines. ¿Atarlos no podéis? Sería una buena solución, aunque claro, perderíais mucho tiempo desatándolos y a lo mejor no os daría tiempo a visitar todas las casas.
De todos modos quiero que sepáis que creo que hacéis un trabajo magnífico y que como dije antes, si hay regalos que hasta ahora no me han llegado habrá sido culpa de mi madre y no vuestra. Es algo que quería dejar claro antes de pasar a lo importante de esta carta: la lista de cosas que deseo, por estricto orden de importancia.
Comida para todos los niños hambrientos del mundo.
Espadas láseres o cómo se diga (mi madre tampoco sabe).
Reinos en paz a lo largo de todo este planeta y de todos los planetas de la galaxia, si puede ser.
Ideas geniales para dibujar y así siempre saber qué hacer cuando cojo los lápices de colores y los folios en blanco.
Lámparas de esas con caritas sonrientes para que mi habitación siempre esté iluminada, y un vaso de agua siempre lleno en mi mesilla de noche para no tener que ir a la cocina en mitad de la noche si me entra sed.  
Lacasitos. A montones.
Sándwiches sin corteza para mí y cortezas de sándwiches para mi madre, y nada más.

p.d. espero que tengáis el tiempo suficiente para leer mi carta con atención y que bajo ningún concepto os veáis obligados a hacer una lectura por encima y sólo leáis, no sé, las mayúsculas. 

jueves, 5 de enero de 2017

Regalos

¡Qué emoción recibir los regalos el día de Navidad! Espero que el mío sea un niño. Y ojalá yo no sea calcetines.