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lunes, 15 de diciembre de 2014

Jorge y su viaje en tren

Todavía era domingo en algún lugar del mundo cuando Jorge abrió esos ojos que Dios le había dado y saludó con un bostezo a las penumbras de su habitación. Su plan de levantarse al rayar el alba e ir a nadar a las frías aguas del océano atlántico se había visto truncado por un poder superior a él, un poder que se alimenta del material del que están hechos los ronroneos de los gatos. Apenas tuvo tiempo de vestirse,  aunque mal y de forma incompleta, antes de salir corriendo como una gacela por la puerta de su casa. Saliendo por la puerta de su casa como una gacela corre por la sabana, se entiende. 

Jorge cruzó la ciudad a trompicones, evitando a estibadores borrachos y a niños endemoniados por el uso y abuso de la cocaína,  y llegó a la estación de ferrocarriles de una pieza, aunque sin pantalones.   

"Con razón me sentía tan fresco y ligero", le respondió Jorge al revisor cuando éste, ya en el tren, le preguntó por su peculiar indumentaria, o la falta de ella. "Esto es totalmente inaceptable", gritó susurrando el revisor montando una escena, justo lo que trataba de evitar, no ya ahora, sino de siempre, desde que era pequeño y jugaba a ticar billetes entre sus   compañeros de guardería. "Caballero, me temo que va a tener que abandonar el coche de las personas y encontrar acomodo en el de los porquiños", dijo señalando hacia la parte trasera del tren, de donde provenían unos graciosos sonidos y unos terribles hedores, mezclados en una nube de aire enrarecido. "No puedo ayudar al maquinista con el carbón",  preguntó Jorge, pero mal, por lo que el revisor le espetó un educado "y a mí que me cuenta, nadie le ha dicho que ayude a nadie, y menos en eso, ya que este tren no funciona con carbón.  Es un tren de vapor", concluyó ufano el revisor, su pecho henchido,  su cabeza erguida. Jorge miró al revisor con cara de pato. No sabía si eran esos ojos pequeños,  ese peinado pegado al cráneo, esa nariz aplastada perpendicularmente al tabique, o sus pies apuntando hacia afuera. "Revisor", dijo, "Señor Pato", pensó, "no me diga que este tren no funciona con carbón, que va a vapor, porque le mato aquí mismo con las manos de este señor". 

Jorge comenzó entonces una explicación tremendamente vehemente sobre el funcionamiento de la máquina de vapor y su importancia en la revolución industrial que acababan de vivir y en el transporte de aquí, de la tierra, pero la mitad de sus palabras fueron recibidas con gruñidos y olor a estiércol, e iban acompañadas de un dolor agudo en sus costillas, lo que junto a la presencia de los porquiños le recordó el hambre que tenía. 

No comía desde hacía dios sabe cuantos días,  probablemente menos de uno, pero aún así,  su estómago rugía clamando saciarse una vez más, quien sabe si la última antes de morir. Sin perder el tiempo se lanzó sobre el animal más cercano, que resultaba ser a la vez el de aspecto más apetitoso. Le hincó los dientes en todo el lomo, y nada más saborear la carne, escupió. Puaj, está poco hecho. El siguiente bocado le supo a nada, y tardó poco en saber por qué. No lo había dado él. 
El cerdo de su izquierda andaba con su dedo meñique en la boca. El cerdo de su derecha no le permitió terminar de pulir su idea de que a partir de ahora iba a contar hasta nueve con una precisión quirúrgica, ya que le distrajo sobremanera ver por primera vez su oreja sin necesidad de un espejo. 

Jorge suplicó clemencia,  pero los cerdos parecían no entenderle. Él tampoco les entendía a ellos, pero quizás buena parte de eso se debiera a que los porquiños gruñían con la boca llena de las orejas de Jorge. Entre bocado y bocado, haciendo acopio de todas las fuerzas que le quedaban, Jorge cruzó el vagón dando compactas volteretas y atravesó como un armadillo la puerta de madera, saliendo despedido del tren y arrastrándose decenas de metros por el balasto antes de detenerse, mira que casualidad, en el único punto de toda la vía en el que había un charco de sangre, como bien recogieron los periodistas que se personaron minutos después en el lugar para cubrir la noticia.

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