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jueves, 26 de noviembre de 2015

Una historia sin final

Otro año más, abril había llegado con su tiempo inestable, de transición; de recuerdo del invierno o avance del verano, según le diera al mes ese año; con sus treinta días encajados entre marzo y mayo como un ser querido en un abrazo.
Abril era el mejor mes del año, mi preferido desde que tengo uso de razón. Porque en abril era mi cumpleaños. Y en mi cumpleaños yo era lo más importante del mundo, y todas las personas de mi alrededor tenían por una vez que reconocerlo, arrodillarse ante mí, presentarme sus respetos, agobiarme con sus poco originales halagos y celebrar mi vida, porque con seis años todavía era pronto para que mis más acérrimos enemigos comenzaran a celebrar mi camino hacia la muerte.
Pero si abril era mi mes preferido y el trece el mejor de sus días era por la tradición que se venía repitiendo desde hacía dos años, media vida para un ser como yo, en la que mi tía me invitaba a ver una película de entre tres posibles, siempre las mismas tres, las únicas tres que tenía grabadas desde hacía años, guardadas con cariño en un cajón donde no entraba el polvo, como si fueran delicadas criaturas, como si fueran un tesoro. Lo eran.
Tres. Eran tres. Las había visto miles de veces, o lo que un niño considera miles de veces, y podría verlas miles de veces más. Pero esa noche, ese jueves noche, jueves santo, tenía que elegir una, sólo una. Por eso ese día era tan especial. Por eso las tradiciones perduran durante años, durante generaciones, y traspasan fronteras: son algo único, excepcional, puntual, extraordinario.
-Elige –dijo la extraña, ciega, negra, suave criatura. Habló con su voz aguda que no parecía provenir de su opaca y oscura garganta, sino de algún punto sobre su alargada cabeza, de sus extrañas orejas, desde allá donde mi tía, con el gesto torcido, al igual que la sonrisa, me miraba, pues era yo y no ella quien tenía que responder.
¿Cuál me apetecía ver? ¡Todas! Todas tenían algo especial. Fruncí mi pequeño ceño.
-¿Quieres que te las recuerde? –volvió a hablar ese ser de cuerpo largo, de dos partes rectas y una bisagra en el medio.
No lo necesitaba. Sabía perfectamente cuáles eran mis opciones. Pero aún así asentí con fuerza, con decisión, acercando mi cabeza un poco más al suelo.
El ser entonces se alejó de mí describiendo un amplio arco y acercó su cabeza a la mesa donde descansaban tres cajas negras. Olfateó intensamente, así era como él veía, y mordió con su boca sin dientes la primera de ellas. Volvió junto a mí y dejó con delicadeza la película en mis pequeñas manos. Yo leí, y a mi mente vinieron decenas de imágenes. Esa era la película que yo quería ver.
¿Cómo no iba a serlo? Con su gigantesco hombre rocoso, caníbal, y su triciclo a juego; sus amigos, más pequeños: uno surcando el cielo en su ala-delta animal, el otro montado en su veloz caracol; Morla, la pobre y anciana Morla, resignada, resfriada; el desván, la manta, la manzana y el libro; Fújur, esponjoso perro volador, algodón y picor detrás de las orejas; la emperatriz en su lujosa torre; Atreyu.
Atreyu tirando de Artax, incapaz de avanzar, sumido en la tristeza, en el lodo, hasta desaparecer; la Nada, devorándolo todo; Gmork.
Mi tía notó mi miedo, pero fue él, el suave ser, quien habló.
-¿No te gusta el lobo? –preguntó. Yo negué con fuerza, con decisión-. Ya… Es un lobo muy malo, ¿verdad? –dijo, pero fue mi tía la que sonrió, tranquilizándome.
La criatura sin ojos no dijo que era sólo una película, como siempre se le dice a los niños asustados, que no era verdad, que el lobo, ese lobo negro, gigantesco, ese lobo de mente humana, retorcida, malvada, era en realidad un peluche. Porque entonces la criatura ciega tendría que reconocer que ella misma tampoco existía, que no era más que dos guantes hábilmente manipulados, y que dentro estaba la mano de mi tía, que su voz era la de ella. Y como ella, como el lobo, Atreyu, el valeroso Atreyu, tampoco sería de verdad. Ni Bastian.
¿Qué clase de mundo sería éste si no pudieras entrar en un libro, gritar y ser oído, darle un nombre a la Emperatriz Infantil? ¿Qué mundo sería ese en el que no lloras con Atreyu cuando Atreyu llora por Artax, en el que no tiras con todas tus fuerzas de unas riendas invisibles, pero más reales que nada de lo que puedas tocar? Si el lobo, ese lobo que asusta a un niño de seis años, no es real, si sólo es una película, ¿por qué verla? ¿Por qué elegir, en el día más importante del año, ver algo que sólo es una película?

-Es un lobo muy malo –dije. Y sonreí. 

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