La niebla en el Potomac es tan densa que al barco le cuesta avanzar río arriba. Se engancha al casco y lo frena, como si fuera una rémora. No importa: nadie tiene prisa por llegar. En cubierta se respira silencio. A lo lejos, ruidos de guerra. Alguien contiene un estornudo. Entre dientes, alguien reza.
No llueve, pero como si lo hiciera. La humedad pega la ropa a unos cuerpos delgados, marcando las costillas de los hombres como si las llevaran por fuera. Hay quien dice que así es. Que dentro no hay espacio para ellas. Que en su pecho sólo cabe un corazón que se niega a latir al ritmo que marca Inglaterra. Pero la mayoría dice que las llevan así, a la vista, para que el doctor sepa dónde hacer la incisión cuando llegue el momento.
Porque el momento llegará. Una bala acabará por perforarles la piel tarde o temprano. Les astillará los huesos y hará manar la sangre. Serán uno con la tierra mucho antes de que acabe la guerra. Todo el que va en ese barco lo sabe. Por eso rezan más ahora que la niebla es menos densa.
Es una niebla más familiar, esa que apenas los oculta ya. Huele a pólvora y a calma tensa. En cubierta se agachan. Se parapetan. Preparan los mosquetes. Tienen lista la bandera.
Y antes de luchar la miran. Si han de morir, morirán por ella. Por lo que representa. Por las trece colonias. Por las trece estrellas. Por la gente, no por la tierra. Por sus hijos. Por América.
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