Llevaba algún tiempo sonando cuando se despertó. Su mente: racional, milimétricamente
cuadriculada, engranaje perfecto de diseño suizo y ensamblaje alemán, fiable
hasta reventar, maquinaria potente y eficaz, miel sobre hojuelas sobre raíles
de levitación magnética. Y sin embargo no entendía por qué el teléfono no
estaba en su posición habitual. Vibraba y brillaba atravesando la mesilla de
noche con intenciones suicidas. Intentó comprender qué pasaba, pero fue como
quien intenta mover las aletas de la nariz sin tener consciencia de ellas;
frunció el ceño. Se encontraba en la tercera fase del interminable y agonizante
proceso de despertar que supone una
llamada a deshoras.
La fase dos, el choque de realidad que hace vibrar las paredes del sueño,
agrietándolas hasta hacerlas añicos sobre -y dentro de- tu cabeza, la bofetada
de agua helada justo antes de impactar contra el suelo, el anzuelo impregnado
de Red Bull que tira de tu corazón y lo hace girar a quince mil revoluciones
por minuto dentro de un barril de gasolina en llamas ladera abajo en mitad de
una avalancha dirección a un precipicio sobre una rompiente de rocas afiladas
repletas de cocodrilos venenosos, viene precedida por la sólo a posteriori
perceptible fase uno, donde el mundo exterior se filtra y obliga a la mente
durmiente a improvisar una explicación a la repentina incursión.
Abrió los ojos de golpe, y de haber podido pronunciar palabra habría
preguntado “¿Qué? ¿Qué?”, sin saber si esperar o no respuesta, ni entender la
pregunta. Pero en la fase tres bastante se tiene con lograr reconocer el cuarto
en el que te encuentras. Como quien aleja la mano del fuego al sentir el
mordisco de las llamas, su mano, obedeciendo a nadie, saltó para atrapar el
móvil y lo sostuvo ante sus ojos, añadiendo ceguera al sufrimiento y delegando
en ellos la tarea de descifrar lo que la pantalla anunciaba.
En ese estado, la habitual línea recta, un punto en algunos casos, que
une nombre con cara se asemejaría más al cable de unos auriculares guardados en
un cajón lleno de ovillos de lana en el centro de un laberinto con espejos por
muros. Pero no había nombre alguno. Había números. Y si sólo hay números
vuelves a ceder el control y dejas que la memoria muscular actúe de nuevo, confías
en que tu dedo sabrá el camino que ha de recorrer sobre el cristal, que tu mano
sostendrá con seguridad el teléfono y que tu brazo lo acercará a cómo sea que
se llame eso que habitualmente usas para oír.
El primer “¿Sí?” lo pronuncias al aire. Es para ti y para nadie más, las
primeras líneas de un boceto, el primer borrador de un relato; el mundo no
tiene por qué sufrirlo. El segundo, tras descolgar, no es mucho mejor, pero a
estas alturas qué más da.
-¿Estabas durmiendo?
-No –mientes. Al otro lado de la línea saben que mientes. La “N”, la “o”,
saben que mientes. Tú sabes que mientes-. ¿Quién eres?
Sin respuesta.
Intentas abrir al máximo los ojos para mantenerte despierto. Y entonces
ves nada. Y sobre tu pecho una llamada perdida.
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