Un cartel, Welcome to Arizona, ilegible a través de la polvareda
levantada por un Cadillac del ’68 a más de cien millas por hora; descapotable,
verde metalizado, tapicería de cuero blanco, radio a todo volumen. En el
asiento trasero una bolsa de viaje a medio cerrar; billetes asomando, amenazando
con salir volando y unirse momentáneamente al polvo en suspensión, eventualmente
al desierto. En el delantero una pareja: chico y chica. Ambos: pelo largo,
rizos. Perilla él, cantando a todo pulmón, inventándose la letra sobre la
marcha. Ella: brazos en alto y gritos de euforia. La canción se aleja, se apaga.
Calma.
Mismo cartel, silencio. Un murmullo creciente, luces rojas y azules,
sirenas sincopadas y hojalata verde con pintura blanca temblando al paso de dos
coches patrulla. Interminables rectas, carriles estrechos, arena y matorrales
por cunetas.
En el retrovisor un punto se agranda por momentos. Primer coche patrulla.
En él, dos personas. Gafas de aviador, bigotes de actor porno de los ’70, y una
expresión que sólo puede indicar una cosa: embestida inminente. Un último
acelerón, volantazo a la derecha. Delante: pedal al suelo, revoluciones al
máximo. En el retrovisor una nube de polvo se empequeñece por momentos. Primer
coche patrulla por los aires, uniéndose al desierto. Un estallido. Fuego, humo.
Segundo vehículo salido de la nada. Más rápido, más furioso; parrilla
delantera apretando los dientes, recortando distancia pulgada a pulgada. Una
escopeta asomando por la ventanilla. Un disparo y la luz trasera del Cadillac
hecha añicos. El coche es robado, no importa. El segundo disparo levanta un
buen pedazo de asiento trasero. Una sacudida, volantazos. Cuero blanco y
espumillón pulverizado. Ella rebusca entre sus pies. Bingo. Se miran. Ella sonríe.
Él asiente. Se besan. Un nuevo disparo, el tercero, se lleva por delante el
retrovisor. Ella en pie sobre el asiento, escopeta en mano. Apunta. Dispara. Frenazo
en seco, maniobra evasiva; tarde. El coche patrulla salta por los aires. A la
tercera vuelta de campana ella se cansa de contar.
El Cadillac pierde velocidad hasta detenerse. Él, pálido, se desploma sobre
el volante. En su espalda: sangre y cuero blanco. Agujero a juego con el del
respaldo. Ella grita, lo sacude, se llora sobre él hasta ser nada. Destroza
parabrisas y puños al unísono, y no siente nada. Baja del coche escopeta en
mano. No nota el aire que agita su pelo. No le molesta el polvo en sus ojos, en
sus pulmones. No ve los billetes salir volando. De rodillas, aprieta el
gatillo. Fundido a negro.
Un rótulo desaparece. Otro le sustituye segundos después. Ella apaga la
tele. Él se queja. Ella señala la estantería a medio montar. Él, melodramático,
se lanza de rodillas al suelo, señala al cielo con ambas manos, y exclama:
-¿No lo ves? ¡Nuestra primera persecución en directo! ¿No es emocionante?
Ella, divertida, se arrodilla frente a él. Apoyando una mano en su
hombro, otra en su propio corazón, y mirándolo a los ojos, dice:
-No.
Se levanta y vuelve junto a la estantería. Girándose, añade:
-No hemos venido a Arizona para ver persecuciones en las que
no haya involucradas llamas, Diego.
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