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miércoles, 2 de noviembre de 2016

Monstruos

Magnífica idea la tuya, sí señor: ver una película de terror a las tantas de la madrugada, con la luz apagada, a solas en tu habitación. O eso esperas, al menos: que estés a solas ¿Te imaginas que no lo estés? ¿Que ese montón de ropa sobre la silla sea en realidad un fantasma? ¿Que desde el armario, con la puerta entreabierta, te esté espiando un espíritu? ¿Que bajo tu cama haya monstruos esperando a que te duermas para arrancarte el corazón?
Pero tú no crees en esas cosas. Sabes que la ropa de la silla no envuelve fantasma alguno. Que los ojos brillantes del armario son los de un adorable ratón. Que bajo tu cama… Bajo tu cama hay monstruos, sí.
Lo sabes. Los sientes. Enciendes la luz y murmuras:
Monstruos.
Porque tienen que saber que estás dispuesto a enfrentarte a ellos. Que más les vale que se queden quietos donde están, porque si se mueven…
Y lo hacen. Porque eso es lo que hacen los monstruos. Se mueven. Se pavonean. Aparecen de la nada. Los ves por el rabillo del ojo y atraen tu mirada. Entonces se detienen ahí, en la pared.
Monstruos dices con los dientes apretados, conteniendo un escalofrío.  
A tientas, buscas algún arma. No hace falta que sea una espada o una escopeta. Es más, espero que no sea una espada o una escopeta. ¿Quién duerme con esas armas junto a su cama? ¿Quién tiene esas armas en primer lugar? Tío, en serio: deshazte de esas armas, te vas a hacer daño.
Además, para enfrentarte a este monstruo sólo hace falta valor. Mucho valor. Y quizás una chancla.
Porque es un monstruo pequeño, aunque eso lo hace mil veces peor. Lo vigilas sin descanso por miedo a perderlo de vista, pese a que su imagen haga que se te encojan las uñas de los pies.
Él no se mueve. Podría interpretarse su parálisis como un signo de miedo. La tuya desde luego lo es.
Oh, pero el maldito bicho no tiene miedo, del mismo modo que el sol no tiene calor.
¿Sabes qué tiene? Cien pares de patas que ahora se mueven a la velocidad de las pesadillas. Entran en resonancia con ellas y hacen que todo tu ser tiemble. Si ahora gritaras, tu voz sonaría aguda y quebradiza. Pero no gritas. Estás demasiado ocupado intentando no perder de vista a la maldita escolopendra.
La ves subir por la pared, dirigiéndose hacia el hueco de la persiana. Que se meta por ahí, rezas. Que desaparezca por ese agujero que sin duda lleva al ultramundo. ¡Vuelve con los tuyos!, piensas con fuerza. Pero entonces te arrepientes, porque tu mente se llena de cientos de millones de esos asquerosos bichos subiéndose unos por encima de otros.
Con lo bien que estabas cuando tu mente la ocupaban los fantasmas. ¿Qué es lo peor que te puede hacer un fantasma, de todos modos? ¿Ponerse delante de ti y hacer que veas borroso?
Pero ese bicho… Si fueras omnipotente, usarías todo tu poder para concederte un único deseo, y con ese deseo eliminarías a todas las escolopendras de la faz de la Tierra y quizás de un montón de planetas más. Por si acaso.
Y entonces desaparece. Y respiras aliviado porque lo has visto desaparecer. Sabes dónde está: en la caja de la persiana. Ahora mismo prenderías fuego a la habitación si así lograras matar al dichoso bicho. Pero claro, el humo despertaría a tus padres. Pobres, necesitan dormir. No son horas de andar quemando la casa hasta los cimientos.
Apagas la luz. Te tapas bien con las mantas. Cierras los ojos. Entonces oyes el sonido más terrorífico del mundo: el golpe sordo y amortiguado de un cuerpo pequeño y ligero cayendo sobre el colchón.
Te pones de pie sobre la cama y enciendes la luz. Gritas. Ahí está, yendo hacia tus pies. Saltas de la cama y corres hasta la puerta. Miras hacia atrás. Ni se te ocurra perderlo de vista.
Chocas contra la pared. Tanteas con la mano hasta que encuentras el marco de la puerta. El bicho decide seguirte. Cae al suelo y de nuevo ese sonido hueco. Las patas arañan las baldosas. Levantan esquirlas cerámicas. Saltan chispas. 
Te arrincona. Tú no eres más que palidez y sudor frío. Estás tan desesperado que hasta desearías ser también bicho para poder subirte por las paredes y huir de él.
Intentas hacerte grande. Gritas. Levantas los brazos. Pero esa táctica sólo funciona con los anímales, no con los monstruos.
Quisieras ver en tu misma situación a los que dicen que te tiene más miedo él a ti que tú a él. ¿Por qué iba a tenerte miedo? ¿Sólo porque eres cientos de veces más grande que él? ¿Tienes tú miedo de los árboles? Claro que no.
Pero si un árbol cae sobre ti…
Sin pensártelo, lo pisas.
Cierras los ojos. Exhalas el poco aire que queda en tus pulmones. Todo ha acabado. El monstruo ha muerto. También tú.
Pobre imbécil. Aplastar a ese bicho con el pie descalzo ha sido demasiado para tu débil corazón.
Descansa en paz y ve a ser ropa en las sillas y a espiar desde los armarios junto a tu amigo el ratón. Ve a hacer que las mejores puestas de sol de la gente que odias se vean borrosas. Y nunca más tengas miedo de los monstruos. 

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