Hubo un fogonazo de luz. Luego, oscuridad. Tanteé con la
mano hasta que encontré la mesilla de noche. Dejé el libro sobre ella y me
levanté de la cama. Había velas en la cocina. Salí de la habitación. Oí una
puerta que se abría.
-Se ha ido la luz.
-Ya.
Mi hermana salió al pasillo. Llegó el trueno.
-¿Has oído eso?
-Claro.
-¿Qué querrán?
De haber luz, la habría mirado confundido.
-¿Qué querrán quiénes?
-Las voces.
Meneé la cabeza. Sonreí. Le seguí el
juego.
-¿Qué voces?
-Calla. Y escucha.
Me callé. Escuché. Sólo oí el viento silbando
entre las ramas y la lluvia golpeando las ventanas.
-Vienen de fuera. Del jardín –dijo-. Nos
llaman.
Mis ojos se habían acostumbrado a la oscuridad.
Me pareció verla sonriendo antes de que se girara y se dirigiera hacia la
entrada de la casa.
-¿A dónde vas? No salgas. ¿No ves la noche que
hace?
-No le tengo miedo a una simple tormenta. Ya no
soy una niña.
La puerta se abrió de par en par. El viento se
coló por el pasillo y me agitó el pelo. Hubo un nuevo rayo y vi a mi hermana
adentrándose en el jardín. La seguí.
La tormenta se acercaba. La lluvia era fría.
Los pies descalzos se me hundían en el césped encharcado. Perdí de vista a mi
hermana.
Entonces oí su risa. Sonó a verano en medio de
esa tormenta otoñal. Venía del gran roble en mitad del jardín. Pese a la total
oscuridad de esa última noche de octubre, su silueta se recortaba contra el
cielo negro. Era una sombra en un mundo sin luz. Asustaba.
-¡Estamos aquí! –gritó, haciéndose oír por
encima del viento y de la lluvia y de los truenos.
-¿Quiénes?
-Nosotras, idiota. ¡Ven! Quieren
conocerte.
-¿Quiénes quieren conocerme? –pregunté. Eché a
andar hacia su voz.
Un nuevo relámpago iluminó el cielo. La vi
junto al gran roble en mitad del jardín. Estaba sola. Su pelo mojado se le
pegaba a la cara y le ocultaba parte del rostro. Sólo podía ver su boca.
Sonreía. Siempre sonreía. Y ahora también
susurraba, como si estuviera respondiendo a preguntas que nadie había
hecho.
-Anda, ven –dijo.
Sentí su mano extendida hacia mí. Se la cogí.
Me arrastró hasta el árbol.
-Este es mi hermano –dijo entonces.
Durante un instante, esperé en silencio a que
alguien hablara. Luego, chasqueé la lengua.
-Déjate de tonterías y vámonos.
Tiré de ella, pero no se movió.
-No son tonterías. Y no seas maleducado: saluda
a mis amigas.
Tomé aire y lo expulsé lentamente, intentando
calmarme. Si saludando a las amigas imaginarias de mi hermana conseguía hacer
que entrara en razón y volviera al interior de la casa...
-¿Tengo también que presentarme? -pregunté tras
saludar al aire.
Mi pregunta le hizo mucha gracia. Estalló en
carcajadas. Su risa sonó a pompas de jabón explotando entre las manos de una
niña. A verano en el jardín. A pura felicidad.
-Ya saben cómo te llamas, idiota. ¿Cómo si no
iban a poder haber llamado por ti?
Un nuevo rayo. Un nuevo trueno. La tormenta se
acercaba.
-Vámonos. Por favor.
Mi voz temblaba.
-¿Tienes miedo de ellas?
-Tengo miedo de que un rayo caiga sobre este
árbol.
-Oh, no me hagas reír –dijo ella, y su voz sonó
muy fría y distante-. ¿Miedo? Creo que nada te gustaría más que ver este árbol
reducido a cenizas.
Ya había tenido bastante por una noche. Tiré
una vez más de ella. Su mano estaba fría. No se movió. Se la solté y me alejé
de ella y de sus estúpidas amigas imaginarias.
-¿A dónde vas? –preguntó entonces, furiosa-.
¿Me has traído hasta aquí y ahora te largas?
-¡Tú me has traído hasta aquí! –grité
desesperado. Mi voz se rompió. Apreté con tanta fuerza los puños que las uñas
se me hundieron en la piel. Sangraba. Lloraba. No entendía nada.
-¿Por qué siempre me abandonas?
-preguntó.
-Cállate –mascullé entre dientes.
-¿Por qué siempre sueltas mi mano?
-Cállate –dije en voz baja.
-¿Por qué nunca subes al árbol conmigo?
-¡Cállate!
Se calló.
Me dio la espalda y empezó a trepar por el
árbol. No me molesté en detenerla. No podría. Subía a toda velocidad por el
tronco, ágil como un mono. Llegó a la primera rama y se sentó sobre ella, de
espaldas a mí. Desde ahí podía ver mejor la puesta del sol, decía.
Entonces, aferrada fuertemente con las piernas,
se dejó caer de espaldas. Colgada boca abajo, me sonrío. Su rostro del revés
solía arrancarme una risa nerviosa. Ya no.
-Baja –le pedí con un hilo de voz-. Es
peligroso.
-No puedo. Además, mis amigas me sujetan.
-¡Tus amigas no existen! –grité. Me acerqué al
árbol.
-Claro que existen, idiota. Che me sujeta de un
pie y Elle del otro.
-¿Che y Elle? –pregunté confundido-. ¿Como las
letras?
Ella asintió y rompió a reír. Esta vez su
risa sonó al repiqueteo de cien campanas a la vez. A la más maravillosa de las
melodías. A pueblo en duelo.
-No tiene gracia.
-Claro que sí. ¿Quieres saber por qué?
Negué con la cabeza. Retrocedí.
-Por supuesto que no quieres, porque ya lo
sabes, ¿verdad?
-Cállate –escupí.
-Y sabes perfectamente que ya no son letras,
aunque lo fueron. Por eso son mis
amigas. Las únicas que puedo tener.
-Cállate –lloré.
-Porque existieron y ya no. Como yo.
-¡Cállate!
Se cayó.
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