Dos mendigos a la lluvia en la puerta de un convento
y doce monjas en ayunas que les hacen pasar dentro.
Los mendigos se desnudan, se quitan las ropas mojadas
y las monjas gesticulan, se apuran a darles toallas.
Uno abre una ventana y una ráfaga de viento
le levanta la toalla y le descubre el instrumento.
Una monja va a taparlo, escandalizada.
Las demás, enrojecidas, dicen que no han visto nada.
El mendigo se disculpa: de verdad que lo siento
que con el frío que hace me hayáis visto el invento.
El otro mendigo dice: podéis admirar el mío
es de color oscuro y sinuoso como un río.
Una monja se le acerca y lo toca con la mano.
¡Es enorme!, exclama. Y parece africano.
Es de África, señora, y tiene en él algo mágico,
dice el mendigo entonces, cogiendo por fin su látigo.
El otro ya se golpea la espalda con su herramienta.
No hay dolor con este frío, el mendigo se lamenta.
El mío viene embebido en veneno de serpiente,
dice el otro mendigo, de rodillas, penitente.
Y cuando lo uso sangro sin parar durante días.
Es la sangre de Cristo y de las personas pías.
No os avergoncéis, hermanas, de quien anhela la sangre
vosotras lleváis semanas muriéndoos de hambre.
Nosotros oímos la voz de Dios hablando a través del dolor
Vosotras decís estar casadas con él, no sé qué será peor.
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