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miércoles, 14 de junio de 2017

Volar de verdad

Siempre quisiste volar. Sentado en el suelo, agitabas los brazos y mirabas al cielo. Alzabas entonces el vuelo, seguro entre mis manos, flotando como flotaba mi pelo mientras yo daba vueltas sin parar. Pero querías más. Nerviosa, te lanzaba al aire y te dejaba volar. Un vuelo breve y vertical. Y en el cenit del movimiento, sonreías por la falta de gravedad. 

A los cinco años volaste de nuevo. Esta vez no movías los brazos, porque querer ser pájaro era de bebés. Tú volabas con los calzoncillos por fuera y gomina en el pelo. En un despiste de la abuela decidiste salir al balcón. Era una caída de diez pisos de los que tú sólo recorriste tres. Esa tarde en el tendedero de la señora Ruiz apareció algo más que un calcetín suelto. El susto te mantuvo con los pies en la tierra durante un tiempo. Y yo me alegré. 

Pero tú querías volar. Veinte años después volvías a saltar al vacío. Esta vez desde mucho más alto y mucho mejor preparado para sobrevivir a la caída. Durante unos segundos volabas como un halcón peregrino: cabeza por delante, haciendo que el suelo subiera a tu encuentro a toda velocidad. Hasta que no tirabas de la anilla no estaba mal, decías. Pero querías más. 

Necesitabas volar. De pie en el borde del precipicio, tensabas los brazos y mirabas al suelo. Saltabas y empezaba el vuelo. Sobrevolabas un valle alpino en pleno verano. Era un vuelo largo, casi horizontal. Las alas de tu traje te permitían hacer giros. Se parecía mucho a volar. Pero seguías queriendo más. Siempre querías más, ¿verdad?

Ansiabas sentir la velocidad. Pasar entre abetos y aperturas en las rocas. Sentir tu corazón latiendo a milímetros del suelo. Rozar con la punta de los dedos la hierba antes de elevarte de nuevo. Volar de verdad. Feliz y completo. Sin miedo. Sin pensar en los demás. Sin remordimientos.

Siempre quisiste volar y ahora vuelas, pequeño. Gris como el día, arrastrado por el viento.

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