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viernes, 6 de enero de 2017

Tormenta

Viento del sur. Olor a humedad. Nubes grises en el horizonte. 
       —Va a llover, ya veréis. ¿Me oye, señor? —le digo al anciano de mi izquierda—. ¡Va a llover!
       A él no le gusta mi entusiasmo juvenil. Y odia que le llame señor. Por eso lo hago, porque cuando se enfada hace crujir todos sus nudillos y gruñe como la tormenta que se avecina. Porque con la lluvia se avecina tormenta. A paso lento, como ovejas rellenas de relámpagos y truenos y piedras de granizo que las hacen pesadas y les dificultan el andar.
Lo que faltaba dice mi padre, mirando al cielo: Tormenta. Por si no tuviéramos bastante con lo cerca que está la Navidad.
Todos asienten imperceptiblemente, sus palabras recibidas como agua de agosto. El aire se llena de murmullos cargados de tensión. 
No pareces muy preocupado me dice mi madre.
No lo estoy. Los mayores son los que más se preocupan por estas cosas. Especialmente por la tormenta. En todos sus años de vida han visto cosas horribles. Yo, sin embargo, sólo he visto la belleza de los rayos pintando retratos en el cielo. Yo sólo he sentido los truenos retumbar en mi interior, arrancando ruido de rocas resquebrajándose al mismísimo silencio.
Me gustan las tormentas confieso.
Lo digo en voz baja porque sé que no es una opinión popular. Mi madre sonríe. A ella también le gustan. Le hacen sentir viva. 
—Decía por la Navidad me dice con su voz fresca. Estás en una edad difícil, hijo. Lo sabes.
Lo sé. Lo sabe todo el mundo. Por eso llevan unos días mirándome con tanta preocupación. O llevaban. Ahora les preocupa más el cielo. Las ovejas comienzan a trotar.
Es mejor no pensar en esas cosas.
Aunque en realidad no hago otra cosa que pensar en la Navidad. En las luces de colores y en las bolas de metal. En las estrellas doradas y en la nieve en las ventanas y en el mazapán. En el portal de Belén y en las cenas en familia y en los regalos envueltos con papel en el que sale Papa Noel surcando el cielo en su trineo tirado por renos voladores. Hasta pienso en el fuego de la chimenea calentando la habitación. Lo sé: está mal. Pero es lo que siento.
Y lo que yo decía: ha comenzado a llover. Y antes del estallido de la tormenta llega un ronroneo familiar seguido del crujido de las ruedas sobre el camino de gravilla.
Ya vienen murmura mi madre.
El coche se detiene más cerca que de costumbre. Ya vienen, sí. Dos hombres se bajan y nos miran a todos. Se fijan en mí. Uno me señala y el otro asiente satisfecho. Mi madre se echa a llorar. Abren el maletero.
Esperemos que saquen una pala y no un hacha. Me gustaría volver al bosque y contarle a mis futuros hijos cómo me sentí con todas esas luces por el cuerpo, con esa estrella en la cabeza. Con los regalos a mis pies. 

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