Viento del sur. Olor a humedad. Nubes grises en el horizonte.
—Va a llover, ya veréis. ¿Me oye, señor? —le digo al anciano de mi izquierda—. ¡Va a llover!
A él no le gusta mi entusiasmo juvenil. Y
odia que le llame señor. Por eso lo hago, porque cuando se
enfada hace crujir todos sus nudillos y gruñe como la tormenta que se avecina.
Porque con la lluvia se avecina tormenta. A paso lento, como ovejas rellenas de
relámpagos y truenos y piedras de granizo que las hacen pesadas y les
dificultan el andar.
—Lo que faltaba —dice mi padre, mirando al
cielo—: Tormenta. Por si no tuviéramos bastante con lo cerca que está la
Navidad.
Todos asienten imperceptiblemente, sus palabras recibidas como agua de agosto. El aire se llena de murmullos cargados de tensión.
—No pareces muy preocupado —me dice mi madre.
No lo estoy. Los mayores son los que más se preocupan por estas cosas.
Especialmente por la tormenta. En todos sus años de vida han visto cosas
horribles. Yo, sin embargo, sólo he visto la belleza de los rayos pintando
retratos en el cielo. Yo sólo he sentido los truenos retumbar en mi interior,
arrancando ruido de rocas resquebrajándose al mismísimo silencio.
—Me gustan las tormentas —confieso.
Lo digo en voz baja porque sé que no es una
opinión popular. Mi madre sonríe. A ella también le gustan. Le hacen sentir viva.
—Decía por la Navidad —me dice con su voz
fresca—. Estás en una edad difícil, hijo. Lo sabes.
Lo sé. Lo sabe todo el mundo. Por eso llevan
unos días mirándome con tanta preocupación. O llevaban. Ahora les preocupa más el
cielo. Las ovejas comienzan a trotar.
—Es mejor no pensar en esas cosas.
Aunque en realidad no hago otra cosa que pensar en la
Navidad. En las luces de colores y en las bolas de metal. En las estrellas
doradas y en la nieve en las ventanas y en el mazapán. En el portal de Belén y
en las cenas en familia y en los regalos envueltos con papel en el que sale
Papa Noel surcando el cielo en su trineo tirado por renos voladores. Hasta pienso en el fuego de la chimenea calentando la habitación. Lo sé:
está mal. Pero es lo que siento.
Y lo que yo decía: ha comenzado a llover. Y antes del estallido
de la tormenta llega un ronroneo familiar seguido del crujido de las ruedas sobre el
camino de gravilla.
—Ya vienen —murmura mi madre.
El coche se detiene más cerca que de costumbre.
Ya vienen, sí. Dos hombres se bajan y nos miran a todos. Se fijan en mí. Uno me
señala y el otro asiente satisfecho. Mi madre se echa a llorar. Abren el
maletero.
Esperemos que saquen una pala y no un hacha. Me
gustaría volver al bosque y contarle a mis futuros hijos cómo me sentí con todas esas luces por el cuerpo, con esa estrella en la cabeza. Con los regalos a mis pies.
No hay comentarios:
Publicar un comentario