¿Recuerdas aquella noche en la que nos cogimos por primera vez de la mano? Fue un acto reflejo, como quien intenta salvar un vaso de
caer al suelo. Con la misma urgencia y la misma sensación de felicidad por haber evitado que el cristal se rompiera en mil pedazos.
Pero al contrario que con el vaso, si miramos alrededor fue para asegurarnos de que nadie nos hubiera visto hacerlo. Que nadie más formara parte de ese momento. Que quedara repartido entre mi mano y la tuya, aplastado para siempre entre nosotros como un trébol de cuatro hojas entre las páginas de un libro que no puedes evitar volver a leer.
Somos el libro y el trébol. Somos el vaso cayendo y los trozos de cristal que no fueron. Somos ese momento concreto y todos los momentos que vinieron después. Ese es nuestro amor: una suma de momentos que conforman nuestro tiempo. Y ese tiempo es el único que merece la pena vivir. El único que vale la pena recordar. El único que no se puede medir.
Pero al contrario que con el vaso, si miramos alrededor fue para asegurarnos de que nadie nos hubiera visto hacerlo. Que nadie más formara parte de ese momento. Que quedara repartido entre mi mano y la tuya, aplastado para siempre entre nosotros como un trébol de cuatro hojas entre las páginas de un libro que no puedes evitar volver a leer.
Somos el libro y el trébol. Somos el vaso cayendo y los trozos de cristal que no fueron. Somos ese momento concreto y todos los momentos que vinieron después. Ese es nuestro amor: una suma de momentos que conforman nuestro tiempo. Y ese tiempo es el único que merece la pena vivir. El único que vale la pena recordar. El único que no se puede medir.
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