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lunes, 3 de diciembre de 2012

Cuento de navidad (la sopa)


Esta historia tiene lugar en un sitio. No ocurre en navidad, pero como las tiendas están todas decoradas navideñamente y hace frío vamos a suponer que estamos en esas fechas tan señaladas. No es una historia alegre ni fácil de contar. No es el típico cuento con final feliz ni con animales parlantes. No hay dibujos. Hay dos muertes, un accidente de tráfico, varios hurtos en el Corte Inglés y sopa. El protagonista es el destino. 

Este cuento comienza en la cocina de varios hogares simultáneamente, en un alarde de medios narrativos difícil de lograr con un presupuesto tan pequeño. Hay gente comiendo. Aquí la historia se empieza a complicar, porque la comida es sopa. ¿Se come o se bebe? Depende de la cantidad de estrellitas o letras que tenga. Si hay sorbidos es una bebida. Un filete, que indudablemente se come, es imposible de sorber. Luego la sopa es bebida. Pero si masticas es comida. Es todo muy confuso. Depende del hogar, depende de la persona, incluso depende de la cucharada, la sopa es comida y es bebida. En una de esas casas un señor con una tremenda alergia a la incertidumbre, decide comer la sopa con tenedor para después beber del plato el agua restante. En otra mesa, un adolescente hambriento engulle sin masticar palabras enteras. Hay un niño con muchos hermanos que la toma en bocadillo.
Alguien termina su sopa y se levanta sin esperar al segundo plato. Ha recibido una llamada. Tiene mucha prisa y así se lo comunica a su mujer. Tengo mucha prisa, mujer, dice el hombre, me tengo que levantar sin esperar al segundo plato. Y sale a la calle, previo paso por el ascensor de su edificio. En ese ascensor donde suele coincidir con sus vecinos y donde mantiene importantes conversaciones sobre el tiempo atmosférico, sobre todo cuando llueve y hace frío, que en invierno es a menudo, por mucho que les sorprenda a los telediarios. Ese día no se encuentra a nadie, así que la última persona que le ve con vida es su mujer. Porque el conductor del coche no llegó a verle. Precisamente por eso lo atropelló. Aparte de que conducir el coche por la acera no es el método ideal para evitar homicidios de este tipo.
Ese hombre detrás del volante poco antes estaba en su casa, comiendo sopa. Cada uno come cuando quiere o buenamente puede. O bebe. Digamos, para aclarar este embrollo de una vez por todas, que la sopa se cobe. El señor este en cuestión, de naturaleza tirando a anciana, estaba cobiendo sopa cuando llamaron a su casa. Al teléfono. Como no soy un narrador omnisciente, o no quiero serlo en este caso, lo que se dijo del otro lado de la línea fue un misterio. Sólo sé que el hombre sonreía durante la conversación y nada más colgar, él y sus años salieron escopeteados por la puerta. Previo paso por el ascensor, acabó sentado en su coche.
Se encontró con su amigo en el lugar convenido a la hora acordada. Dos entrañables jubilados saludándose como si hiciera mucho tiempo que no se veían, cuando no era cierto. Simplemente no se acordaban. Entraron en el establecimiento mencionado anteriormente, en el que dije que se produjeron varios hurtos. Lo que allí hicieron sólo ellos lo saben, pero ya os adelanto que fue hurtar. Robar, vamos. Como si fueran críos, se hicieron con un jugoso botín en los pocos minutos que estuvieron deambulando por las diferentes plantas. Salieron corriendo con los pitidos del arco de seguridad como banda sonora, aderezada con sus carcajadas y la mirada atónita de los allí presentes. Se despidieron a la vuelta de la esquina, prometiéndose que lo repetirían, cosa que no fue cierta ya que uno de los dos murió ese mismo día, poco después.
En El Corte Inglés los guardias, tras asimilar lo que había sucedido, se encaminaron hacia la zona de control de las cámaras de videovigilancia. No se explicaban como no les habían avisado de que los dos ancianos estaban robando. Las personas de esa edad no solían ser muy sutiles y siempre llamaban la atención del controlador de turno, que podía ver todo lo que sucedía gracias a las decenas de cámaras y avisar a los guardias a tiempo para retener a los delincuentes. Cuando llegaron los monitores no ofrecían imagen alguna. Además, no había nadie allí. El vigilante que debía estar en su puesto se había ido a su casa a cober sopa, confiando en que su ausencia no fuera percibida. Llamaron al encargado, que a esa hora también se encontraba en casa, a punto de comer.
El hombre estaba haciendo sopa. Su móvil empezó a vibrar y atendió la llamada. Escuchó lo que los vigilantes de seguridad le contaban y decidió llamar personalmente al hombre responsable de que esos jubilados se salieran con la suya, que curiosamente vivía en su misma calle, unos portales más allá, cosa que él desconocía. Le echó una bronca descomunal y le amenazó con despedirle si no volvía inmediatamente a su puesto de trabajo. Unos cientos de metros más allá, el hombre se levantaba diciéndole a la mujer lo apurado que estaba, sin esperar al segundo plato, abandonando el hogar con su uniforme reglamentario.
La sopa ya estaba prácticamente lista. Se dispuso a comprobar cómo estaba de sal, quemándose la lengua y tirando el líquido sin poder llegar a saborearlo. Volvió a llenar la cuchara y se acercó a la ventana entreabierta para que el gélido aire exterior la enfriara. Distraído, su mano tropezó con el marco de la ventana, dejando caer sin querer lo que en ella sostenía. La cuchara rebotó en el toldo del bar situado en el bajo del edificio, describiendo una parábola cuyo fin último fue el parabrisas de un coche que en ese momento circulaba por la calle.
Un vehículo cuyo asiento trasero estaba cubierto con pequeños artículos recientemente robados. La repentina aparición de la cuchara voladora fue demasiado para el corazón del anciano y sobreexcitado conductor. Perdió el control del coche y se desmayó, o viceversa. Lo que es seguro es que ya estaba muerto cuando invadió la acera, llevándose al hombre uniformado por delante, acabando con su vida. 

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