Algo le decía que era invierno. Quizá fuera el frío que sentía pese a estar sepultado bajo tres gruesas mantas. Puede que lo supiera por la posición del sol, apenas asomando por el horizonte a esa hora de la mañana. Daba igual. Si su instinto de detective le decía que era invierno, su cerebro racional lo aceptaba como un dogma de fe. Además, era invierno. Eso es algo que se sabe. Tras mirar el reloj decidió levantarse. No quería llegar tarde a su primer día de trabajo como detective privado. Pese a eso, hacía dos horas que tenía que estar en la oficina. Por otro lado, la oficina estaba en su propio cuarto, así que técnicamente había llegado con horas de antelación. Sonrío con su cerebro. Su boca no estaba lo suficientemente despierta todavía.
Dos meses después consiguió su primer cliente. Era una chica de unos veintimuchos, cincuentaypocos años. Al detective Sin Manos se le daban extraordinariamente bien innumerables cosas, por lo tanto, para compensar, había otras en las que era poco más hábil que una piedra. Adivinar la edad de la gente por la voz no era una de ellas. Tampoco es que fuera una habilidad extremadamente útil, pero con algo se tenía que entretener mientras esperaba impaciente a la muchacha. Pensó también en ordenar un poco el piso, que consistía en una estancia que hacía las veces de dormitorio, salón, cocina, despacho y cuarto de baño, pero no le apetecía. De su apatía lo sacó un sonido que jamás había escuchado: el de una mano llamando a su puerta.
-Hola.
-Hola.
Un silencio incómodo.
-¿Es aquí el despacho del detective Sin Manos?
-Sí.
Otro silencio incómodo. Puede que fuera el mismo de antes. ¿Es el silencio lo que ocurre entre dos sonidos o es la base sobre la que el mundo suena? ¿Era tal vez el mismo sonido incómodo de antes que volvía a oírse tras la interrupción de una pequeña conversación?
-¿No me va a abrir?
-Oh, sí, claro.
El detective Sin Manos abrió la puerta. Como cuando se quita la sábana que cubre un lienzo, ante sus ojos apareció ella, enmarcada toscamente y sobre un fondo de pintura desconchada y manchas de humedad que no hacían más que realzar su belleza, además de darle un aire de irrealidad, como cuando una ballena aparece en el desierto, si es que tal cosa ha llegado a suceder.
Ella parecía tan sorprendida como él. Durante unos segundos permitieron que el silencio se oyera de nuevo.
-Te imaginaba distinto -dijo al fin ella.
-Pues no, soy así.
-Ya veo... ¿No eres muy joven?
-Depende de para qué.
-Para ser detective.
-Ah, puede ser, pero no. Soy mayor de lo parezco.
-Parece que tienes veinticinco años.
-Tengo menos.
-¿Cuántos?
-¿Cuántos menos o cuántos tengo?
-¿Qué más da?
-Veintidós. Años.
-Ya. Bueno, ¿puedo pasar?
El detective Sin Manos se apartó y le hizo un gesto para que entrara. Cerró la puerta. Ella estaba de pie con el abrigo todavía puesto. Si afuera llovía su abrigo estaba hecho de un tejido mágico que repelía completamente el agua, pues estaba seco. Dedujo por tanto que lo más probable era que no estuviera lloviendo. Había resuelto su primer caso. Sonrío, esta vez con todo el cuerpo.
Dos meses después consiguió su primer cliente. Era una chica de unos veintimuchos, cincuentaypocos años. Al detective Sin Manos se le daban extraordinariamente bien innumerables cosas, por lo tanto, para compensar, había otras en las que era poco más hábil que una piedra. Adivinar la edad de la gente por la voz no era una de ellas. Tampoco es que fuera una habilidad extremadamente útil, pero con algo se tenía que entretener mientras esperaba impaciente a la muchacha. Pensó también en ordenar un poco el piso, que consistía en una estancia que hacía las veces de dormitorio, salón, cocina, despacho y cuarto de baño, pero no le apetecía. De su apatía lo sacó un sonido que jamás había escuchado: el de una mano llamando a su puerta.
-Hola.
-Hola.
Un silencio incómodo.
-¿Es aquí el despacho del detective Sin Manos?
-Sí.
Otro silencio incómodo. Puede que fuera el mismo de antes. ¿Es el silencio lo que ocurre entre dos sonidos o es la base sobre la que el mundo suena? ¿Era tal vez el mismo sonido incómodo de antes que volvía a oírse tras la interrupción de una pequeña conversación?
-¿No me va a abrir?
-Oh, sí, claro.
El detective Sin Manos abrió la puerta. Como cuando se quita la sábana que cubre un lienzo, ante sus ojos apareció ella, enmarcada toscamente y sobre un fondo de pintura desconchada y manchas de humedad que no hacían más que realzar su belleza, además de darle un aire de irrealidad, como cuando una ballena aparece en el desierto, si es que tal cosa ha llegado a suceder.
Ella parecía tan sorprendida como él. Durante unos segundos permitieron que el silencio se oyera de nuevo.
-Te imaginaba distinto -dijo al fin ella.
-Pues no, soy así.
-Ya veo... ¿No eres muy joven?
-Depende de para qué.
-Para ser detective.
-Ah, puede ser, pero no. Soy mayor de lo parezco.
-Parece que tienes veinticinco años.
-Tengo menos.
-¿Cuántos?
-¿Cuántos menos o cuántos tengo?
-¿Qué más da?
-Veintidós. Años.
-Ya. Bueno, ¿puedo pasar?
El detective Sin Manos se apartó y le hizo un gesto para que entrara. Cerró la puerta. Ella estaba de pie con el abrigo todavía puesto. Si afuera llovía su abrigo estaba hecho de un tejido mágico que repelía completamente el agua, pues estaba seco. Dedujo por tanto que lo más probable era que no estuviera lloviendo. Había resuelto su primer caso. Sonrío, esta vez con todo el cuerpo.
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