Era verano. Sobrevolaba el jardín en brazos de mamá, riendo como un mono feliz. Mis ojos se fijaron en el césped, cubierto de luz. De los pies de mamá salía una figura larga, muy larga, que danzaba con nosotros y oscurecía la hierba allá donde se posaba. Y entonces ocurrió.
Mamá me lanzó al aire, como tantas otras veces. Subí y subí y subí y subí. El viento silbaba en mis pequeñas orejitas. Mamá me miraba desde abajo, convertida en una hormiga, con los brazos estirados y sonriendo, esperando a que bajara. Pero seguí subiendo, y conmigo mi risa y mis pies, con sus deditos. Subí hasta que la Tierra se convirtió en una pelota azul y el aire se volvió frío; el cielo, oscuro. Pero no tuve miedo, porque entonces lo vi a él.
Me miraba desde millones de kilómetros de distancia, pero lo sentía cerca. Sus ojos de fuego se fijaron en mí. Yo le miré a él, directamente. No sabía que no podía. Me envolvió de luz. Era un abrazó cálido que frenó mi ascenso. Me retuvo en lo más alto el tiempo justo para decirme su nombre. Y me soltó.
Bajé y bajé y bajé y bajé. Perdí el gorro blanco que cubría mi cabecita al entrar en la atmósfera. Allá abajo, en mi casa, mi madre oyó mi risa antes de verme, y amortiguó mi caída con sus brazos y su amor. Yo señalé entonces hacia el mar, sobre el que flotaba él, ahora naranja y templado, y balbuceé una sola palabra.
-Sí, bebé -dijo mamá-, es el Sol.
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