Castoria
Estaba
solo y herido. El sol comenzaba a salir por detrás de los edificios, iluminando
tenuemente las calles llenas de escombros. Miré a mi alrededor, intentando
encontrar algo de munición. Apenas tenía dos cargadores en los bolsillos. En la
pistola, tres balas a lo sumo. Encontré un cadáver. Era fácil distinguir que
era uno de “ellos”.
Los castores: esos locos bajitos.
Excelentes constructores, pésimos estrategas. Supongo que todos pensaréis que
esos bichejos son simpáticos y pacíficos. Y así es. Pero porque no pueden ser
de otra forma. Son incapaces de organizarse para obrar mal alguno. Les quitas
de hacer presas y no son más que peluches con una sartén por cola. Pero para eso
estaba yo allí. Yo les guiaré a una guerra sin sentido
donde muchos, quizás
todos, mueran. Pero lo haré con mano de hierro, cabeza de estratega y ojos de
gato. Así es, chicas. Verdes, arrebatadores. Grrr.
El primer problema que encontré en mis
reuniones en el campamento provisional de la presa con Pato y Pastor fue el
tamaño del ejército. Podríais pensar que Castoria es el reino de todos los
castores de Norteamérica. Así lo hice yo. Ay, cuan ingenuo puedo llegar a ser
cuando lo soy.
-Veamos,
necesito un censo del reino. Tengo que saber de cuantos de vuestros súbditos dispongo para mi épica
aventura.
-Mmm -dijo con
tres emes Pato-, haré que Charles os lo traiga, Humano. ¡Charles! Trae el censo
del reino de Castoria. ¡Ahora!
Hizo aparición en escena Charles, el
perro mayordomo. Sí, lo sé, es de locos. Yo esperaba que trajera consigo un
grueso volumen de duras tapas cubiertas de polvo, pero en su boca no había más
que una húmeda hoja de papel.
-Aquí
tenéis, Humano.
Le eché un vistazo a la hoja. Estaba
francamente sorprendido. Anonadado, si me permitís la expresión, que lo haréis,
porque vosotros no sois nadie para decirme lo que puedo o no puedo decir,
cojones.
-Perdona,
señor Pato, pero debe de haber un error. Aquí no hay más de treinta nombres.
-Así es.
Treinta y dos para ser exactos. Aunque habría que tachar al joven Topo, que
murió hace dos días haciendo lo que más amaba: suicidarse.
Me giré hacia Pastor. El joven rey estaba
sentado en una esquina. Parecía dormitar, que es como dormir pero sólo se dice
en los libros.
-¿Esto es
Castoria, Pastor? ¿Eres el rey de treinta castores? Vamos, no me jodas.
Pastor abrió los ojos y me echó una
mirada de esas que cortan el hipopótamo, que se suele decir. Pero cuando habló,
lo hizo con voz serena. Con su extraño acento comenzó a soltar una palabra
detrás de otra, pero por culpa de mi naturaleza despistada no las recuerdo
todas. Así que no os las puedo decir literalmente. Era una historia con mucha
paja, mucho adorno, pero lo principal os lo resumo con mi voz en off mientras
salen imágenes acordes a lo que cuento.
“Castoria era hace muchos años el reino
de todos los castores de Norteamérica. Millones de peludos animales gobernados
por un único e implacable rey. Muy bondadoso él. Además, era una castora. Así
que era ella. Ya ves que forma más rara de presentar a un personaje. Se llamaba
Margaret Cástor. Bendita ella era entre todas las mujera y bendito era el fruto
de su vientre. Tuvo tres hijos. Todos hombres. Es decir, castores macho. Con
pene de castor, vamos. Murió justo al final de su vida y toda Castoria lloró su
pérdida. Se levantaron los más altos diques en su honor, en el lugar que ahora
ocupan los Grandes Lagos.
Los primeros años tras la real decesión
fueron tranquilos. Los tres descendientes de Margaret formaron un triunvirato y
gobernaron Castoria de forma impecable, tal como les había enseñado su madre.
Pero enseguida surgieron rencillas entre ellos. (N. del T.: el autor, haciendo
gala de una estupidez que nunca dejará de sorprenderme, había escrito
“surgieron trencillas”)
Tras unas disputas de las que no recuerdo
nada de lo que dijo Pastor porque estaba distraído mirando como Charles, el
perro mayordomo, intentaba preparar un té, los hermanos decidieron escindir el
reino. Uno se quedó la costa del Pacífico. Otro la costa atlántica. El tercero,
del que desciende Pastor, se agenció el centro del continente. Por supuesto,
como ya sabéis todos, los castores del oeste evolucionaron en nutrias, los del
este en mapaches y los del centro permanecieron inalterados. Caray, me da hasta
vergüenza haber explicado algo tan obvio. Perdonad.
Bueno, a lo que iba. Los castores del
centro estuvieron gobernados al principio por uno de los tres hermanos. Pero
éste tuvo tres hijos, que tras la muerte del rey volvieron a separar el reino
en tres más pequeños. Cada uno de estos reyes tuvo tres hijos. Tras cada
fallecimiento los cada vez más pequeños reinos se dividían en tres. Tras doce
generaciones, el reino único que gobernó Margaret Cástor estaba subdividido en
tres zonas. El reino de las nutrias, el de los mapaches y los 531.441 reinos de
los castores. Pastor, como descendiente perpendicularmente directo de la reina
Cástor, mantenía el nombre original del otrora poderoso reino.”
Cuando acabó de soltarme todo ese rollo
mis ojos centelleaban de determinación. El siguiente paso estaba más claro que
el agua.
-Pastor,
amigo, voy a reunificar la Gran Castoria para ti, y tú me proporcionarás el
mayor ejército animal jamás visto sobre la faz del tercer planeta en cuanto a
cercanía al Sol se refiere del Sistema Solar, que no es otro que el conocido
por toda la humanidad como “El gran balón de fútbol azulado sobre el que
ponemos nuestros piececitos de humanos, que son pequeños si los comparamos con
los de un canguro, el saltimbanqui de la naturaleza” o “La Tierra”.
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