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miércoles, 7 de noviembre de 2012

Humano. Capítulo 12.


Castoria

Estaba solo y herido. El sol comenzaba a salir por detrás de los edificios, iluminando tenuemente las calles llenas de escombros. Miré a mi alrededor, intentando encontrar algo de munición. Apenas tenía dos cargadores en los bolsillos. En la pistola, tres balas a lo sumo. Encontré un cadáver. Era fácil distinguir que era uno de “ellos”.

Los castores: esos locos bajitos. Excelentes constructores, pésimos estrategas. Supongo que todos pensaréis que esos bichejos son simpáticos y pacíficos. Y así es. Pero porque no pueden ser de otra forma. Son incapaces de organizarse para obrar mal alguno. Les quitas de hacer presas y no son más que peluches con una sartén por cola. Pero para eso estaba yo allí. Yo les guiaré a una guerra sin sentido
donde muchos, quizás todos, mueran. Pero lo haré con mano de hierro, cabeza de estratega y ojos de gato. Así es, chicas. Verdes, arrebatadores. Grrr.
El primer problema que encontré en mis reuniones en el campamento provisional de la presa con Pato y Pastor fue el tamaño del ejército. Podríais pensar que Castoria es el reino de todos los castores de Norteamérica. Así lo hice yo. Ay, cuan ingenuo puedo llegar a ser cuando lo soy.

            -Veamos, necesito un censo del reino. Tengo que saber de cuantos de vuestros             súbditos dispongo para mi épica aventura.

-Mmm -dijo con tres emes Pato-, haré que Charles os lo traiga, Humano. ¡Charles! Trae el censo del reino de Castoria. ¡Ahora!

Hizo aparición en escena Charles, el perro mayordomo. Sí, lo sé, es de locos. Yo esperaba que trajera consigo un grueso volumen de duras tapas cubiertas de polvo, pero en su boca no había más que una húmeda hoja de papel.

            -Aquí tenéis, Humano. 

Le eché un vistazo a la hoja. Estaba francamente sorprendido. Anonadado, si me permitís la expresión, que lo haréis, porque vosotros no sois nadie para decirme lo que puedo o no puedo decir, cojones.

-Perdona, señor Pato, pero debe de haber un error. Aquí no hay más de treinta nombres.

-Así es. Treinta y dos para ser exactos. Aunque habría que tachar al joven Topo, que murió hace dos días haciendo lo que más amaba: suicidarse.

Me giré hacia Pastor. El joven rey estaba sentado en una esquina. Parecía dormitar, que es como dormir pero sólo se dice en los libros.

-¿Esto es Castoria, Pastor? ¿Eres el rey de treinta castores? Vamos, no me jodas.

Pastor abrió los ojos y me echó una mirada de esas que cortan el hipopótamo, que se suele decir. Pero cuando habló, lo hizo con voz serena. Con su extraño acento comenzó a soltar una palabra detrás de otra, pero por culpa de mi naturaleza despistada no las recuerdo todas. Así que no os las puedo decir literalmente. Era una historia con mucha paja, mucho adorno, pero lo principal os lo resumo con mi voz en off mientras salen imágenes acordes a lo que cuento.

“Castoria era hace muchos años el reino de todos los castores de Norteamérica. Millones de peludos animales gobernados por un único e implacable rey. Muy bondadoso él. Además, era una castora. Así que era ella. Ya ves que forma más rara de presentar a un personaje. Se llamaba Margaret Cástor. Bendita ella era entre todas las mujera y bendito era el fruto de su vientre. Tuvo tres hijos. Todos hombres. Es decir, castores macho. Con pene de castor, vamos. Murió justo al final de su vida y toda Castoria lloró su pérdida. Se levantaron los más altos diques en su honor, en el lugar que ahora ocupan los Grandes Lagos.
Los primeros años tras la real decesión fueron tranquilos. Los tres descendientes de Margaret formaron un triunvirato y gobernaron Castoria de forma impecable, tal como les había enseñado su madre. Pero enseguida surgieron rencillas entre ellos. (N. del T.: el autor, haciendo gala de una estupidez que nunca dejará de sorprenderme, había escrito “surgieron trencillas”)
Tras unas disputas de las que no recuerdo nada de lo que dijo Pastor porque estaba distraído mirando como Charles, el perro mayordomo, intentaba preparar un té, los hermanos decidieron escindir el reino. Uno se quedó la costa del Pacífico. Otro la costa atlántica. El tercero, del que desciende Pastor, se agenció el centro del continente. Por supuesto, como ya sabéis todos, los castores del oeste evolucionaron en nutrias, los del este en mapaches y los del centro permanecieron inalterados. Caray, me da hasta vergüenza haber explicado algo tan obvio. Perdonad.
Bueno, a lo que iba. Los castores del centro estuvieron gobernados al principio por uno de los tres hermanos. Pero éste tuvo tres hijos, que tras la muerte del rey volvieron a separar el reino en tres más pequeños. Cada uno de estos reyes tuvo tres hijos. Tras cada fallecimiento los cada vez más pequeños reinos se dividían en tres. Tras doce generaciones, el reino único que gobernó Margaret Cástor estaba subdividido en tres zonas. El reino de las nutrias, el de los mapaches y los 531.441 reinos de los castores. Pastor, como descendiente perpendicularmente directo de la reina Cástor, mantenía el nombre original del otrora poderoso reino.”

Cuando acabó de soltarme todo ese rollo mis ojos centelleaban de determinación. El siguiente paso estaba más claro que el agua.

-Pastor, amigo, voy a reunificar la Gran Castoria para ti, y tú me proporcionarás el mayor ejército animal jamás visto sobre la faz del tercer planeta en cuanto a cercanía al Sol se refiere del Sistema Solar, que no es otro que el conocido por toda la humanidad como “El gran balón de fútbol azulado sobre el que ponemos nuestros piececitos de humanos, que son pequeños si los comparamos con los de un canguro, el saltimbanqui de la naturaleza” o “La Tierra”.

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