La redondez del
círculo (polar ártico)
Pasé un mes en el
poblado esquimal, recuperando fuerzas y planeando mis próximos movimientos. Me
gané su simpatía con mi amabilidad y mi don de gentes. Les hice creer que sabía
su idioma, pero en realidad sólo decía cosas como “ak”, “gikdor” y alguna
palabra en francés que recordaba de mis tiempos en la escuela. Me reía con
profusión. Si algo me enseñó mi madre era a reírme con profusión. Siempre me
decía: “Tú ríe mucho, hijo, ríe hasta reventar”. Porque ella era sabia, pero no
muy culta, y la palabra profusión no la conocía. Conocía otras palabras, como
alicates, buganvilla, estor o trepidante. Pero profusión no. “No hace falta ser
un buen chef para degustar un buen plato”, que diría Heaviside.
Hice muchos
amigos entre los esquimales, a los que yo cariñosamente llamaba “sucios indios
achaparrados”, “comedores de hielo” y otras lindezas propias de alguien con
estudios como yo. Por eso me dio mucha pena la noche en que partí. Me desperté
a una hora que yo, por tener reloj, sabía cual era, pero ellos no. Me vestí con
las ropas que me habían regalado a los pocos días de llegar. Me deslicé fuera
del iglú que habían construido para mí, intentando no despertar a las mujeres
que se habían ofrecido a calentar mi cuerpo en las frías noches del invierno
septentrional. Sorteé las demás viviendas, abriéndome paso a través del poblado
que no sólo había sido mi residencia durante los últimos treinta días. Había
sido mi hogar. Cuando llegué al último iglú, aquel que marcaba el final del
pueblo, rebusqué en mis bolsillos hasta encontrar lo que necesitaba, me agaché
con los ojos bañados en lágrimas hasta quedar a pocos centímetros de la base de
esa construcción helada, encendí el mechero, le prendí fuego al poblado y sin
mirar atrás me adentré en la espesa noche del Ártico.
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