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domingo, 28 de octubre de 2012

Humano. Capítulo 6.


La redondez del círculo (polar ártico)

Pasé un mes en el poblado esquimal, recuperando fuerzas y planeando mis próximos movimientos. Me gané su simpatía con mi amabilidad y mi don de gentes. Les hice creer que sabía su idioma, pero en realidad sólo decía cosas como “ak”, “gikdor” y alguna palabra en francés que recordaba de mis tiempos en la escuela. Me reía con profusión. Si algo me enseñó mi madre era a reírme con profusión. Siempre me decía: “Tú ríe mucho, hijo, ríe hasta reventar”. Porque ella era sabia, pero no muy culta, y la palabra profusión no la conocía. Conocía otras palabras, como alicates, buganvilla, estor o trepidante. Pero profusión no. “No hace falta ser un buen chef para degustar un buen plato”, que diría Heaviside.
Hice muchos amigos entre los esquimales, a los que yo cariñosamente llamaba “sucios indios achaparrados”, “comedores de hielo” y otras lindezas propias de alguien con estudios como yo. Por eso me dio mucha pena la noche en que partí. Me desperté a una hora que yo, por tener reloj, sabía cual era, pero ellos no. Me vestí con las ropas que me habían regalado a los pocos días de llegar. Me deslicé fuera del iglú que habían construido para mí, intentando no despertar a las mujeres que se habían ofrecido a calentar mi cuerpo en las frías noches del invierno septentrional. Sorteé las demás viviendas, abriéndome paso a través del poblado que no sólo había sido mi residencia durante los últimos treinta días. Había sido mi hogar. Cuando llegué al último iglú, aquel que marcaba el final del pueblo, rebusqué en mis bolsillos hasta encontrar lo que necesitaba, me agaché con los ojos bañados en lágrimas hasta quedar a pocos centímetros de la base de esa construcción helada, encendí el mechero, le prendí fuego al poblado y sin mirar atrás me adentré en la espesa noche del Ártico.

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