Oh, Canada!
La primera vez
que vi un árbol… No, es broma. Nadie recuerda la primera vez que vio un árbol.
Ni lo tiene grabado en video. Pero es que llevo ya unos meses en Canadá, y aquí
hay árboles a patadas. ¿Cómo llegué hasta aquí? Caminando.
Lo que yo creía
que ya no era Groenlandia porque no veía el mar, era en realidad Groenlandia.
No se si habéis visto un mapamundi alguna vez, pero es una isla grande de
cojones. Yo llegué por mar a la costa. No recuerdo si iba solo o acompañado. Sé
que después viví con unos apestosos esquimales en el interior, no sabría
decirte exactamente a qué altura, hasta que decidí marcharme. Sólo sé que recorrí muchos, muchísimos campos
de fútbol hasta llegar otra vez a la costa. Todo nieve y más nieve. Hielo y más
hielo. Blanco de día, oscuro de noche. Frío de día, más frío de noche. Me
alimentaba de recuerdos. Bebía la tinta de mis tatuajes. Mi única compañía era
mi sombra. Crucé a Canadá en oso polar.
Al principio Canadá no era muy diferente de Groenlandia, pero
paulatinamente la nieve dio paso a la hierba. El hielo a los árboles. En el
primer bosque que encontré maté un par de renos. Luego me entró hambre y comí
un poco de corteza de árbol. No me encontré a nadie en dos semanas. Un buen
día, se produjo el milagro. ¡Personas! Hablaban francés. Antes de que empezaran a atosigarme les corté: “Pa pa pa pá, je ne
comprend pas, je suis un turisté, “aujourd'hui” est un mot extrêmement longue comparée en français avec le castillan”. Continué mi camino. Aquel que estaba marcado a fuego en mi piel. Aquel
que sólo yo sabía. Aquel que no sólo me alejaba más de mi objetivo principal,
encontrar a mis hijos, sino que de salir todo bien me metería en más problemas
de los que un solo hombre es capaz de imaginar en seis horas. Y no sé vosotros,
pero hay hombres con una imaginación portentosa.
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